Quique está asustado. No le gustan los hospitales, especialmente
porque, cuando están allí, mamá se pone más seria que nunca, y siente cómo
tiembla al cogerla de la mano. Aunque todos estén pendientes de él, a veces se
siente un poco solo; nunca se lo ha dicho para no ponerla más triste.
Tampoco le gustan los doctores; cuando ve sus batas blancas le dan
retortijones, y tiene que pedir que lo acompañen al baño. Solo desea que
la prueba pase rápido, e irse pronto a casa.
Hoy lo han llevado a una sala de juegos mientras espera; es un
lugar bastante bonito, aunque huele igual que el resto del edificio. Hay un
niño en pijama, más o menos de su edad, que juega entretenido; de inmediato lo
ha invitado a unirse a su diversión. Sabe que está enfermo, mucho más que él, y
por eso tiene que vivir allí. Está impresionado al comprobar que él no parece
asustado, ni siquiera preocupado; lo mira con admiración unos segundos, y
en seguida vuelve a concentrarse en el circuito de coches que están montando.
Un doctor entra sonriente en la habitación.
—¡Hola, chicos! —saluda.
Quique da un respingo y siente cómo su corazón se acelera.El
otro niño se levanta, y corre a sus brazos, encaramándose de un salto.
—¿Me has traído algo? —pregunta, nervioso.
—Sí, aquí lo tienes —ríe el recién llegado, sacándose un
montoncito de cromos del bolsillo.
—¡Gracias! —responde el chico, dándole un sonoro beso.
—¿Eres Enrique, verdad? —pregunta dirigiéndose a él—. En
unos minutos vendrán a buscarte. Yo te estaré esperando, ¿vale?
—¿Es tu papá? —indaga Quique, cuando el hombre ya ha salido.
Está sorprendido por lo que acaba de presenciar.
—¡No! —ríe el chico—. Es mi médico.
Quique se queda pensativo, y después sonríe a su compañero
de juegos.
Cuando, finalmente, una enfermera se acerca a buscarlo,
descubre que ya no está tan nervioso. Algo parecido a una pequeña esperanza se
ha instalado en su interior. Él no sabe cómo describirlo; después de todo, es
demasiado pequeño para entender de esas cosas.
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