Adoré, siendo faraón, los deliciosos platos de lentejas que
cocinaban para mí. Mas fue Plinio quien me advirtió que tal dieta acabaría con
mi carrera de senador romano, dañándome la vista. Me arriesgué, descubriendo,
por el contrario, que, según Apiano de Alejandría, tan temeraria legumbre
vuelve al hombre alegre y divertido para superar los penosos trances de
enterramientos ajenos.
Tampoco los doctores del medievo consiguieron disminuir mi predilección
por la leguminosa, pese a ser firme candidato a sufrir locura y
epilepsia. Jamás me tembló la mandíbula al masticar, cuando Carlos V,
convencido por los consejos de su galeno, me observaba comer plácidamente,
esperando que la lepra acabara con mi vida.
Solo en una ocasión estuvieron las lentejas a punto de terminar
con mi preciada inmortalidad. Despuntaba el siglo XXI, cuando quiso la
muerte enfrentarse a mí a través de las virtudes culinarias de mi suegra.
Si bien ninguna de las aseveraciones de la ciencia antigua ha de
tenerse en consideración, advierto que jamás pongan ni ingredientes ni
herramientas al servicio de tal despropósito. Pues, según las intenciones,
ciertas delicias gastronómicas pueden volverse un arma mortal.
No hay comentarios:
Publicar un comentario