Escribir en braille las historias que salían de mi cabeza
convertía mis emociones en un universo rugoso, lleno de puntos, que solo unos
pocos podían leer, y casi nadie interpretar. Algunas tardes, acudía a las
tertulias literarias que se organizaban en una librería cercana, y escuchaba
las opiniones de la gente sobre una determinada obra; después, los asistentes
leían relatos de su propia autoría.
Estando allí me invadían sensaciones encontradas. Estaba abrumada
por la creatividad que llenaba la sala y, al mismo tiempo, frustrada por mi
incapacidad para compartir mis escritos. La tarde que lo conocí, diluviaba. Al
terminar la reunión, nadie se decidía a salir. Él se acercó, y puso la palma de
su mano sobre mi hombro para atraer mi atención.
—Confío en que algún día te decidas a leernos algo. Soy Marc —dijo.
—Ángela —respondí, extendiendo mi mano.
Al rozarnos, una descarga eléctrica cruzó mis dedos. Él también la
sintió, porque nos soltamos instantáneamente.
—¡Vaya! ¡Si eres tan vibrante en todo, escuchar algo tuyo tiene
que ser una experiencia increíble!
—Me temo que aún no estoy preparada para mostrar esa parte de mí
que hay en lo que escribo.
Aquel breve silencio me dejó desconcertada.
—¿Puedo invitarte a un café? —dijo al fin.
Después de aquel café, vinieron más y, tras ellos, conversaciones
que vencieron mis barreras, e hicieron que mis dedos se deslizaran por mis
historias para regalárselas a él.
—No te guardes este tesoro, Ángela. Déjame leer esto por ti; si no
quieres que nadie sepa que es tuyo, elige un pseudónimo, pero tienes que
compartirlo; no lo escondas.
Nunca supe cómo sonaban mis emociones hasta que él les puso voz.
Entonces entendí que sólo había una razón para ello: las había hecho suyas, una
a una, como al resto de mí.
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