El
viento soplaba del norte, y la presión atmosférica bajaba a buen ritmo. Pronto
las nubes alcanzarían una velocidad de vértigo. La tormenta que esperaba había
llegado. Los sensores dejaron de emitir cuando una pequeña llama de
hidrógeno quedó flotando en el aire. Aquella era la señal.
Subió
rápidamente hasta el desván, sabiendo que ya estarían allí, sentadas en su
escritorio, junto al cuaderno. Las encontró una noche como esa en la que,
siendo un niño, se coló en aquel cuarto huyendo de los relámpagos. Ellas
también odiaban las tormentas eléctricas, y todos se quedaron bajo muebles
polvorientos narrando historias increíbles.
Ahora,
mientras estaba en su compañía, era capaz de escribir de nuevo durante horas. A
ratos, descansaría para contarles los nuevos artilugios que habían inventado
para predecir tempestades. Y, otra vez, sus musas se partirían de risa
escuchándolo decir que él siempre fue un hombre de ciencias.