Pensé
que estaba preparada para convertirme en nube. Cuando empecé a subir, y tuve
todo el cielo para volar, me estiré cuanto pude para disfrutar de mi recién
estrenada libertad. Llegué tan alto, que las corrientes de aire me arrastraron
sin control, haciéndome oscilar; entonces supe que viajar demasiado rápido me
producía vértigo. No me importó mucho; las cosquillas de la velocidad me
volvían más liviana y blanca. Por eso conseguí acercarme al sol. Bajo sus
rayos, mi silueta se proyectaba enorme sobre la superficie de la tierra,
y me sentía distinta a las demás. Allí arriba solo yo podía filtrar su luz, y
él lo hacía con mis sombras.
Cuando
la noche se llevaba a mi compañero, la soledad me embargaba, y vagaba de un
lado a otro hasta encontrar más nubes; me apretaba contra ellas, y me quedaba
observando los pequeños guiños que me dejaba sobre la luna. Las noches de
absoluta oscuridad, en las que las señales no llegaban, la tristeza se
instalaba en mi interior. Me volvía gris y pequeña, y tan irascible que podía
verse el resplandor que producían mis propios relámpagos. Pero siempre
volvía a amanecer.
La
tarde del eclipse dormitaba en cielo raso. Una fría ráfaga de aire me atravesó
por entero y, cuando quise darme cuenta, mi adorada estrella solar ya no
calentaba mi húmedo cuerpo. La luna, inmensa y poderosa, se había interpuesto
entre nosotros, y él la abrazaba regalándole toda su luz. El dolor
de su pérdida me hizo descender poco a poco, mientras mis lágrimas me volvían
frágil y débil. Apenas fui consciente de cómo sucedió, pero, sin darme cuenta,
terminé deshaciéndome sobre el mar.
Nadie
me dijo que las nubes somos efímeras, y que el sol siempre regresa, libre y
eterno. Ahora espero en cada marea que él se acerque lo bastante a mí, para que
vuelva a elevarme de nuevo.