El
calor es sofocante en esta habitación. La música hace rato que quedó
amortiguada bajo mi pulso agitado; el latido frenético que amenaza con hacer
saltar mis venas. Ella sigue ahí, esperando la siguiente partitura. No sé en
qué momento mi mirada se desvió hacia su blusa transparente, dejándome adivinar
un tatuaje, apenas los vestigios de una flor. El aroma que desprende mantiene
mis músculos tensos y agotados los pulmones, que intentan respirarla a esta
distancia.
Cierro
los ojos, y alejo la visión de su cuerpo, endiabladamente joven, pero mi
cerebro se derrite igual que la ropa sobre su piel. La imaginación se abre paso
a mordiscos de deseo.
De
nuevo las notas sobre el piano. Se escapan como lenguas de fuego lamiendo su
nuca, sus hombros, su espalda. Contemplo extasiado cómo la melodía se enreda en
sus manos, descendiendo por su pecho y muriendo entre sus muslos.
La
pieza acaba, y mi corazón se detiene. Ella me observa complacida mientras me
desplomo sobre el suelo. Satisfecha con su juego, la Muerte, aún desnuda, se
aleja entre las sombras.
La belleza del relato compite con la que se intuye en la música que lo inspira. Tan hermosas las palabras como las notas del piano que desgrana, sugerente y magnética, la eterna seductora.
ResponderEliminarSi puedo elegir una forma de morir que sea así. Me da igual si encontrándome con la Parca de esta manera, o sumergiéndome en estas palabras tan seductoras.
ResponderEliminarVeo que tu jardín sigue adelante, María, ganando en madurez e intensidad. Felicidades.