Foto
de Juan Ibáñez, 2013
El
viento de la modernidad callejeaba por las cuestas empedradas silbando bajo las
puertas de las casas; todos habían acudido a la asamblea. Un espeso bosque
rodeaba el pueblo, y las ramas de los árboles agitaban sus hojas con fuerza a
modo de protesta. Dentro del salón, el alcalde saludaba ufano a los vecinos que
iban desfilando frente a la diosa del progreso: un modelo a escala de la nueva
central eléctrica. Los forasteros invitados hablaban sin parar de los
beneficios de su proyecto, y con cada palabra llovían promesas que suavizaban
las manos agrietadas, arrumbaban los aperos, y asfaltaban los caminos. Se
observaban unos a otros y asentían complacidos, aguardando que llegáramos los
últimos asistentes.
Cuando
Nicasio, el viejo pastor, cruzó el umbral, llevaba consigo el olor del campo,
su cayado, y una manzana verde de los campos de frutales. Todos sabían de dónde
venía. El hombre contempló la maqueta, meneando la cabeza. La madre naturaleza
no tenía voz ni voto, pero sí la fuerza de los guijarros que atoraban a su
antojo la bajada del arroyo a los riegos. La mitad de la reunión torció el
gesto; la otra se miró impaciente. Las dudas flotaban en el aire, mas la
prosperidad avanzaba cubriéndolas con una fina manta de oro y deslumbrándolos a
todos.
Aguardaban
mi llegada, la del miembro más joven de la comunidad, confiando en que el
prometedor ingeniero les situara ante una verdad que todos intuían, pero que
nadie quería admitir. Cuando hice mi entrada, el edil apretó los puños y el
anciano ovejero sonrió. Sin embargo, aquel día guardé silencio. Las
ambiciones que se forjaban en el
Ayuntamiento me resultaban ya ajenas, casi tanto como los intereses de un
puñado de viejos.
Ahora
sé que la tierra que me vio nacer vibró de rabia bajo mis pies, pero entonces
apenas pude sentirlo. Mis pensamientos ya habían alzado el vuelo más allá de
las lindes de mi pueblo, en una ciudad que me esperaba para ser alguien
importante. Todo aquello era mi pasado, y la suerte parecía estar echada. A
esas alturas lo que sucediera me era indiferente, de modo que me encogí de
hombros y murmuré una excusa para escapar. No me quedaba mucho tiempo que pasar
allí y deseaba ocuparlo pescando, pues no había nada que me hiciera disfrutar
más.
Nicasio
me alcanzó junto a la ribera. Su mano en mi hombro me hizo detener el paso; su
rostro reflejaba pura decepción.
―Nunca
hubiera imaginado que el hijo de mi mejor amigo renegara así de sus orígenes
―me espetó.
―No
creo que merezca la pena enfrentarse con el alcalde. Yo ni siquiera voté a ese
tipo, no es asunto mío que ahora os quiera enredar a todos. Mi vida está ya en
otro sitio. De cualquier forma, el progreso terminará abriéndose paso,
intervenga yo o no.
―Vivir
significa tomar partido, aunque no sea para cambiar las cosas que nos beneficien
a nosotros mismos. Si no le paras los pies a esa gente con tus argumentos, todo
estará perdido para este pueblo―. El anciano se quedó un momento en silencio y
prosiguió: ―Mírame, Antonio,
probablemente sea el hombre menos instruido de estos lares; solo tengo mi
rebaño y el monte y, sin embargo, hace tiempo que entendí que no hay mayor
analfabeto que quien se mantiene mudo y ciego ante las decisiones que le
rodean.
Entonces
no entendí las palabras de aquel hombre, y simplemente opté por seguir mi
camino.
―No
quiero líos ―concluí. Esa tarde fue la última vez que vi al pastor.
Los
años fueron pasando lejos de mis ancestros; prosperé y me convertí en un hombre
influyente y, peleando por alcanzar mis sueños, logré mi mayor triunfo: erigir
un puente sobre el mar que acercara pueblos y culturas. El tiempo pintó canas
en mi cabeza y dio paso a los recuerdos. Me los devolvió una mañana de labios
de mi hijo más pequeño.
―Padre,
de mayor también quiero construir futuro, porque eso me dará la posibilidad de
cambiar las cosas como haces tú.
Aquellas
palabras removieron mi conciencia, haciendo que el mundo se tambaleara a mis
pies. Añoré mi infancia y mi juventud, y el olor a campo que inundaba los
caminos. Y recordé que una vez fui neutral, me desentendí y dejé de ser voz
para otros. Miré a mis hijos y tomé la decisión de volver las cosas a su lugar
antes de que la vergüenza borrara de mi mente los acontecimientos del pasado.
Regresé
al pueblo y lo encontré distinto. Las casas habían crecido al mismo ritmo que
menguaron los terrenos de cultivo. La central acercó la riqueza y alejó los
aparejos de labranza, igual que trajo a los especuladores y se llevó a los
ancianos, que desaparecieron con los huertos y el ganado. Convertido en una
sombra de lo que fue, me propuse remendar la herida infligida a la tierra, y me
postulé para alcalde.
Estos
días el bosque se levanta más verde, regresan los niños a las calles y corre de
nuevo la vida en la fuente de la plaza. Hoy empiezan las obras para desmantelar
la central y llevarla al otro lado de la montaña. Al fin, voy de nuevo a
pescar; me siento parte del paisaje y de la historia que se empieza a escribir
en este lugar. Y así, con el espíritu sosegado, lanzo el anzuelo al agua. Mas
¿a quién pretendo engañar? Maldigo el día en que no dejé actuar a mi conciencia
ni me involucré con la verdad. Me duele el alma al comprobar que la corriente
es turbia y que los peces dejaron de crecer en este arroyo.
En
la otra orilla me parece distinguir al viejo Nicasio con sus ovejas. Meneando
la cabeza, como siempre.