En
el convento de las clarisas andan como locas buscando a sor María. Desde que la
señorita de la casa grande entregó a su hija como ofrenda por sus pecados, las
monjas han tenido a la criatura en guarda y custodia. La desaparecida tiene
diecisiete años, cara de ángel y unas manos que huelen a almendra y canela.
Cuando
es ella la que elabora el bienmesabe, la comarca entera desfila por el torno
para comprar el dulce. Dicen que un don de cuatro siglos se ha concentrado en
una sola alma. Ahora el bizcocho de plantilla ablanda los corazones más duros,
y el almíbar de cidra emborracha los sentidos. Cada ingrediente parece caído
del cielo. Salvo los huevos. Solo la madre superiora sospecha que es el mismo diablo
quien los ha traído, tentado por el manjar de la clausura.
No
debió dejar que fuera María la que abriera la puerta de la cocina a los
proveedores. Desde hace días hay un aroma que no casa con el postre: una sutil
fragancia a aceituna que impregna el pelo de la chiquilla.
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