Desde
que me han anunciado en casa de mi adorada Madame Geoffrin, percibo que algo
insólito se cuece aquí. La cocina se ha trasladado al salón, donde se hornean
genuinas ideas ante la atónita mirada de conocidos caballeros de peluca y
rostros aún más empolvados que el mío. Las damas ilustradas se sacuden las
palabras prendidas en sus sobrefaldas, que saltan de silla en silla como gotas
de levadura. La literatura crece y se expande amasada bajo las manos femeninas,
y no hay ciencia experimental ni filosofía que explique tal fenómeno.
El
respetado Benjamin Franklin, especialista en electricidad, verifica que aquel
suceso no es corriente; y los invitados participamos solemnes en la fluida
conversación, a la par que escuchamos sorprendidos cómo ha de repartirse
equitativamente el pastel. Y, aunque hay algún «chevalier» contrariado al que
los vapores de la nueva receta le han bajado los rizos, la novedad corre ya por
París como la pólvora.
No
importa ―les instruyo― que tiempo atrás la pluma satírica de Molière hubiera
vertido su veneno en algún libro de ingredientes. Hay mucha sabiduría
concentrada en pequeños frascos, y las «salonnières» han cambiado el perfume de
las delicadas especias por el dulce aroma de la libertad. Mon Dieu! Les femmes!
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