Para
cuando el volcán entró en erupción, ya teníamos la sonrisa de ceniza y tiznada
el alma. El estruendo hizo que los tabiques de casa temblaran y el reloj de
pared cayera al suelo, grabando la hora en nuestras retinas.
Esta
vez su furia nos cogió desprevenidos, y mamá se interpuso para marcar mi camino
de huida. Pero una lengua de lava ardiente le alcanzó la piel, dejando una
nueva quemadura.
Y,
aunque aquella mañana volvimos a amanecer petrificados, pasó mucho tiempo hasta
que el sol nos descubrió abrazados bajo la cama en nuestra pequeña Pompeya.
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