Juraría
que he visto pasar la sombra de un animal en dirección a la escalera. Pero, al
salir de la cocina, la criatura aún sigue ahí, acechando en el pasillo. Un
perro desconocido, de pelaje encrespado y negro, me observa desde la oscuridad.
Ha debido de colarse en casa cuando he salido a tender al jardín. No ladra. No
gruñe. Solo parece esperar mis movimientos.
Con
el pulso golpeando en mi sien y el incesante temblor de mis manos, alcanzo el
paraguas que cuelga del perchero y me enfrento a él. Un inesperado chasquido
activa el dispositivo y, como un fogonazo, mi arma se abre de golpe. Mientras
el pánico se apodera de mí, la bestia escapa hacia la puerta. De un empujón, la
cierro.
El
ruido ha despertado a Miguel. Lo encuentro temblando sobre el colchón y lo
abrazo para calmar su respiración agitada. Ha mojado las sábanas.
―Mamá,
hay un monstruo bajo mi cama ―lloriquea.
―No
hay nadie ahí, cariño ―contesto mientras siento la sangre congelarse en mis
venas.
El
perro sigue aullando en el porche. Solo deseo que no esté esperando a su amo.
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