Un
tintineo acuoso de cantos rodados y conchas marinas resuena en el bolsillo de
Miguel. Lleva desde bien temprano recogiendo tesoros en la playa, y celebra
sorprendido el hallazgo de una caracola del tamaño de su mano. La ha guardado
con cuidado en la mochila y, con los brazos en jarras, deja que la brisa le
revuelva el pelo y empape de sal el tornasol de su piel morena. Desde el paseo,
un forastero dispara su cámara cautivado por la estampa a contraluz, convencido
de que el cenachero de bronce, que dejó en el parque minutos atrás, ha escapado
de su pedestal al reclamo de las olas.
El
tiempo apremia en los ojos del chiquillo, que se baja las perneras enrolladas
del pantalón y camina hacia su bicicleta. Una nuble solitaria y blanca,
desorientada en la inmensidad azul, vigila sus movimientos. A vista de pájaro,
la actividad de una ciudad que despierta se mezcla con el graznido de las
gaviotas que vuelan hacia el mar. Y más abajo, junto a una catedral huérfana de
una de sus torres, descubrimos a Miguel pedaleando con energía.
El
aire huele a salitre y a café, y a la tierra tostada que anuncia la entrada del
terral. Una lengua de calor lame los montes en dirección al puerto, aunque aún
no ha alcanzado la urbe. A estas horas, la calle Larios permanece fresca bajo
sombras inventadas, y recibe señorial el asalto del chico desde una de sus
callejuelas laterales. Este es el mejor momento del día, sin el ajetreo de paisanos y turistas que todavía no
han ocupado terrazas y tiendas. Solo los sonidos de las voces procedentes del
mercado interrumpen los pensamientos del joven ciclista que, con la vista
puesta en los adoquines, acude fiel a su cita de cada sábado.
Un
nuevo quiebro lo adentra en la bulliciosa vida del barrio y, casi alcanzado su
destino, se detiene en el corazón de una plaza que le espera para un nuevo
ritual. En ese lugar, las horas parecen seguir soñando.
Si
nos acercamos con sigilo, podemos ver cómo de las ramas de un enorme árbol
cuelgan libros igual que valiosos frutos; y observaremos a Miguel girar a su
alrededor buscando un ejemplar que haya alcanzado su punto de maduración.
―Llévale
este ―le dice el hombre que los custodia―. Estoy seguro de que le gustará.
Sobre
sus manos sostiene un libro herido. Un fuego reciente ha quemado alguna de sus
esquinas y le ha dado el aspecto de un viejo pergamino, pero los poemas han
sobrevivido intactos en su interior.
Diez
campanadas marcan puntuales sus pasos escaleras arriba y, junto al ventanal del
amplio salón, una anciana de mirada perdida inunda un lienzo de pinceladas
azules.
―Ya
estoy aquí, abuela ―susurra el muchacho mientras le besa la mejilla.
Ella
lo mira confundida, pero en seguida cambia el gesto al recibir en su regazo el
puñado de joyas que su nieto le ha traído. Con las manos temblorosas lleva
instintivamente la caracola hasta su oído y cierra los ojos.
Nadie
lo percibe, pero en su memoria han despertado las mañanas de espuma y sal de su
niñez. Las mismas que jamás dejó de pintar con su paleta de colores mientras
una vejez prematura le robaba sus recuerdos.
Porque
hay luces, y horizontes, y sueños, que quedan impresos para siempre en la
retina de quien vio amanecer alguna vez en la Costa del Sol.
Sobre los tejados de Málaga sobrevuela la voz tenue de un muchacho lanzando al aire los versos de Jorge Guillén.
Relato finalista en el I
Concurso de Relatos Cortos «Verano Malagueño», de «Made in Málaga».
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