Cada
año mi familia escoge un lugar distinto de la casa para la cena de Nochebuena.
Papá dice que así las nostalgias no pueden encontrarnos cuando deciden
regresar. Esta vez nos reunimos en el invernadero; la decoración natural ha
creado una atmósfera muy festiva y hemos abierto el tragaluz para tener bien
ventilado el improvisado comedor.
El
champán hace hipar al tío Miguel, y de repente deja escapar de su boca una
pompa dorada y luminosa que al estallar nos trae el recuerdo de la risa de su
esposa. La abuela le da una palmadita de consuelo en el hombro, justo cuando
una inquieta luciérnaga se posa en su nariz y la hace estornudar. Su brillo es
tan suave y cálido que enseguida reconocemos al abuelo.
Ya
estamos casi listos para bendecir la mesa; solo aguardamos la señal de mamá.
Ella observa el cielo que se abre sobre nuestras cabezas y, al fin, una
estrella fulgurante y blanca aparece en el firmamento iluminando nuestros
rostros. Yo saludo a Martina con la mano, como cada noche, y mamá sonríe y
murmura: «Ya estamos todos».
Entonces
agarro su mano y la de papá con fuerza y nos preparamos para celebrar la
Navidad.
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