El
musical sonido de tus dedos sobre la máquina de escribir me iba a volver loco.
Por eso cambié la vieja Olivetti por un silencioso ordenador. He puesto tus
libros favoritos en las estanterías más bajas para que no se destrocen cuando
vuelan hacia el suelo; y ahora tomo aquellas pastillas con sabor a manzana para
dormir cada noche. Es agotador escucharte trabajar a todas horas.
Prometí
que te cuidaría hasta el final de mis días, igual que supe que serías escritora
para siempre. No entendí aquella frase que me dijiste entonces: «El espíritu de
un escritor nunca deja de crear». Y yo, tres meses después, busco tu reflejo
por cada rincón de nuestra casa y sigo adorando a tu fantasma.