(Inspirado en la película «El jovencito Frankenstein»)
Mi
padre, Igor Antonio Normal Pérez, era un tipo poco agraciado: de aspecto
patibulario, quitahipos y jorobado; con ojos saltones y mirada panorámica.
Trabajaba de mancebo en una farmacia regentada por un matrimonio joven, sin
otro menester que limpiar y ordenar fórmulas magistrales, porque, de feo que
era, el dueño no lo dejaba salir a atender para no incomodar a la clientela.
Pero el buen hombre supo gestionar el déficit de hermosura con otra gracia. Y,
mientras el farmacéutico despachaba recetas a destajo, él se trajinaba a su
mujer en la rebotica con su única lindeza.
Parece
ser que de ella heredé mi sonrisa pícara y el bamboleo de mis seductores
andares; de padre, huelga decirlo.
Siempre
estuve convencido de que algún día donarían su cerebro a la ciencia. O lo otro.
Se
me acaba de ocurrir una idea.
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