En
mi niñez, el tablero se desplegaba ante mis ojos como un mapa. Cada vez que
tiraba mis dados, emprendía un viaje de aventuras volando a lomos de enormes
aves que me hacían ir veloz.
―Lo
importante es el camino, no el destino ―decía papá ante mi euforia en la última
casilla.
Al
crecer, aunque la vida me dio refugio en alguna posada, no imaginé el tiempo
que pasaría en aquella cárcel sin candado ni esposas, perdido en mi propio
laberinto. Por eso, cuando caí en el pozo, creí que nunca escaparía.
Pero
hay metas que solo se alcanzan apostando en equipo. Lo supe al ver a mi padre
llegar con el viejo juego bajo el brazo, dispuesto a terminar conmigo la
partida.
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