Clara se detuvo un instante frente al escaparate de la tienda, junto al portal de su casa. Contempló decepcionada su reflejo, y observó sus cada vez más pronunciadas ojeras y su pelo descuidado. Desde que Lucas nació, apenas tenía tiempo para mirarse al espejo, y sentía que su feminidad se había dado a la fuga hacia algún lugar entre la falta de sueño y el cambio de pañales. No era de extrañar que Martín hubiera perdido interés por ella; llevaban meses sin tener sexo y, aunque él seguía siendo un hombre cariñoso, la pasión se había evaporado igual que el agua caliente de los baños que ya no compartían.
No
se lo reprochaba, teniendo en cuenta lo absorta que había estado con su
maternidad, pero empezaba a echar de menos la intensidad con la que solían
buscarse al principio. Cuando regresó de sus pensamientos y centró la mirada,
descubrió los objetos esotéricos que se desperdigaban tras el cristal. Llevaba
seis meses viviendo en aquel edificio, pero era la primera vez que había reparado
en la actividad real de aquel comercio. Siempre había pensado que allí se
dedicaban a hacer tatuajes.
«La
Mandrágora. Tarot y rituales», rezaba el cartel de la puerta. Un
escalofrío le recorrió el cuello, y tuvo la sensación de que estaba siendo
observada. Una chica, en el interior, tenía la mirada clavada en ella. El
rostro le resultaba familiar: era la muchacha de ojos verdes que vivía en el piso
de abajo, y con la que en alguna ocasión se había cruzado en el ascensor. Esta
le desplegó una maravillosa sonrisa y le hizo señales con la mano para que
entrara. Como atraída por un imán, giró el pomo y pasó al interior. Un suave
tintineo siguió al crujido de la puerta al cerrarse.
—Hola.
¿Estás bien? Te has detenido ahí delante y parecías preocupada. Nunca te había
visto pararte, por eso pensaba que...
—Sí,
estoy bien, solo un poco cansada. —Clara sintió la necesidad de excusarse—. Y
perdona si no he pasado anteriormente por aquí. Es que, no sé, me asustan un
poco las cosas de bruj... —se detuvo antes de acabar la frase.
—¡No
te cortes! —dijo ella riendo—, la brujería es para mí lo que para otros la
religión. Y no pasa nada porque no hayas entrado antes. Ser vecinas no te
obliga a comprarme un amuleto. —Entonces, se quedó callada escudriñando el
rostro de Clara, que se sintió desnuda por completo.
—Y
dime —le preguntó al fin—, ¿qué te hace falta?
—¿A
mí? Pensé que me habías llamado tú ―respondió desconcertada.
—Bueno,
es posible que yo te haya invitado a entrar. Pero es obvio que necesitas algo.
¿Qué es?
—Pues
la verdad es que estoy agotada, y creo que me vendrían bien unas vitaminas —mintió,
intentando escapar de aquella conversación—, pero será mejor que busque una
farmacia; me parece más apropiado.
Ni
por asomo pensaba contarle a aquella mujer los pensamientos que minutos antes
habían cruzado su mente. En seguida supo que no hacía falta.
—¿Para
ti o para tu marido? —Enmarcados en la espesa cabellera oscura, aquellos ojos
se volvieron asombrosamente felinos. Soltó una carcajada, al ver la cara
descompuesta de Clara—. Además de ser bruja, vivo bajo tu casa y conozco el
trasiego que provoca tu hijo por las noches.
El
intenso olor a hierbas aromáticas adormecía sus sentidos. «¿Y si fuera una
hechicera de verdad?». La pregunta rebotaba en su cabeza. Tal vez aquel
encuentro estaba predestinado; nunca se dejaba llevar...
—¿Haces
pócimas? —soltó, sin pensar.
La
joven volvió a sonreír. La densa atmósfera que se respiraba allí hacía que la
realidad se difuminara por momentos.
—¿Para
alguna invocación en especial?
—Quiero
volver a ser atractiva para los hombres. En concreto ―rectificó—, para mi
esposo.
La
bruja sopesó a su futura clienta con mirada experta, y se dirigió hacia la
oscura trastienda. Apenas tardó un minuto en regresar, portando un pequeño
frasco.
—Aquí
tienes. Creo que esto te servirá. Solo tienes que ponerte este aceite en los
labios y besar a quien desees. El sortilegio hará el resto.
Clara
miraba con cierto escepticismo el líquido, pero su curiosidad era enorme.
—¿Cuánto
es? —preguntó.
—La
voluntad.
Extrañada
por la respuesta, hizo ademán de buscar en su bolso.
—No
me has entendido, Clara. ¿Es tu nombre, verdad? Yo no cobro por mis hechizos de
esa manera. A cambio de ellos, mi cliente se compromete a devolvérmelos con una
pequeña porción de su "voluntad" ―puso especial énfasis al pronunciar
la palabra por segunda vez—. No te asustes, la manera en la que suelo cobrar no
tiene ninguna intención perversa. Solo se trata de una cadena de favores. Me
harás una concesión a la que no podrás negarte, porque me habrás entregado tu
firme intención de llevarla a cabo; así se cierra el círculo.
—¿Pero
dañará a alguien? —Empezaba a preocuparse por el cariz que estaban tomando los
acontecimientos.
—Generalmente
provoca el efecto contrario ―respondió con una sonrisa misteriosa.
Clara
no terminaba de comprender, pero, por momentos, ese frasco transparente se le
antojaba una necesidad. Asintiendo con la cabeza, aceptó la transacción.
La
hechicera se acercó a ella, le apartó un poco la blusa hacia un lado y colocó
el dedo índice a la altura de su corazón. Presionó con suavidad, hasta que una
extraña huella color púrpura quedó marcada sobre su piel.
—Es
el sello de nuestro contrato —susurró—. Cuando hagamos el cambio, desaparecerá
de ahí. Ya sabes, favor por favor.
Al
abandonar la tienda y sentir el aire fresco en la cara, tuvo la sensación
de haber despertado de un sueño.
Era
tarde ya. El niño al fin se había dormido, y Clara decidió darse una ducha para
relajarse. Ya estaba secándose, cuando escuchó la puerta de la entrada. Martín
acababa de llegar. Fue a buscarla, la saludó con un beso en la mejilla y siguió
hacia el dormitorio, ensimismado en sus pensamientos. Ella volvió a contemplar
su reflejo frente al espejo por segunda vez aquel día; sentía que se estaba
volviendo invisible. El recuerdo del frasco que guardaba en el bolso hizo que
se fijara en la pequeña marca del pecho: seguía intacta. No tenía nada que
perder, de modo que, aún desnuda, fue a buscar el botecito y deslizó un dedo
empapado de aquel ungüento por sus labios.
Él
se quitaba la ropa sentado sobre la cama cuando ella se acercó despacio y, con
toda la naturalidad de la que fue capaz, le besó. Mientras un frío extraño
adormilaba su boca, una quemazón inusual le hacía llevarse la mano al pecho.
Fue tan rara la sensación, que por unos segundos no se dio cuenta de que los
dedos de su marido se deslizaban ascendiendo por sus piernas. Sin pronunciar
una sola palabra, la atrajo hacia él y la tumbó sobre el colchón. No recordaba
la última vez que la había poseído de una manera tan salvaje, pero la hizo
sentir intensamente deseada.
Complacida
con las agradables emociones que aún le provocaban las caricias de Martín,
pensó que, después de todo, esa ayuda adicional que le había proporcionado la
magia terminaría despertando sus cuerpos tanto tiempo dormidos. En la penumbra
de la habitación, recostada sobre él, distinguió, desconcertada, dos huellas de
color púrpura en el pecho de su aún jadeante esposo. Al parecer, la chica de
abajo había hecho más de un cliente entre los habitantes del vecindario.
Quiso
ignorar la desazón que le provocó aquel descubrimiento. Se puso una camiseta
para esconder la peculiar rúbrica, y decidió que hasta el día siguiente no
indagaría acerca de las peticiones que él le habría hecho, por dos veces, a la
bruja. Pero esa noche, por mucho que lo intentó, no pudo conciliar el sueño.
Después
de darle muchas vueltas, Clara llegó a la conclusión de que sería mejor no
pedirle explicaciones. Hasta su cabeza llegaron los recientes acontecimientos que
habían transformado el talante pesimista de su esposo en un optimismo
desbordante: la publicación de su segunda novela, y el incremento de las ventas
de su obra en el último mes. Aquellos tenían que haber sido los deseos que
había cambiado por dos fracciones de su voluntad. Tal vez solo debía esperar un
poco a que ambos saldaran sus deudas. Era posible que, si él descubría lo que
ella ambicionaba, se sintiera utilizado, de modo que decidió mantenerlo en
secreto.
—Esta
mañana estás preciosa —le dijo al encontrarla en la cocina—. Hoy llegaré tarde,
tengo una reunión con mi editor a última hora —le comentó. Antes de salir
se volvió para darle un apasionado beso.
Las
reminiscencias de la noche anterior le produjeron a Clara un suave cosquilleo
en la espalda. Definitivamente, era una suerte haberse cruzado con...
—¡Martín!
—le gritó antes de que cerrara la puerta de casa—. ¿Tú sabes cómo se llama la
vecina de abajo?
—María
—respondió ya fuera.
«Qué
nombre tan poco sugerente para una hechicera», pensó, levantándose para buscar
a Lucas. Mientras, al otro lado de la puerta, el rostro de Martín mostraba
preocupación. La pregunta de su mujer le había pillado desprevenido.
Aquel
día, las obligaciones y la rutina se le antojaron menos pesadas. Ardía en
deseos de volver a experimentar las emociones de la noche pasada, y pensó que
tal vez ya no necesitaría tener que recurrir al brebaje milagroso. Sin embargo,
el aspecto cansado y la mirada esquiva de Martín le hicieron presagiar que él
no venía muy dispuesto a saciar sus expectativas. Apretó el pequeño recipiente
en su puño, y con gesto cariñoso rodeó a su marido con los brazos. En cuanto
colocara el aceite en sus labios, sería suyo de nuevo. Intentando liberarlo del
agotamiento, empezó a aligerar su carga desabrochando poco a poco su camisa, y
con el último botón sintió que el corazón se le paraba. Una de las marcas ya no
estaba allí.
Si
bien había podido olvidar durante unas horas las razones que habían dibujado
aquellas huellas ovaladas en su piel, ahora era incapaz de borrar de su mente
la oscura idea de que su desaparición era un mal augurio. Tuvo la sensación de
que una enorme grieta se abría entre ellos, y que su profundidad la iba
horadando una incipiente mentira. Se miraron durante un instante y, mientras ella
esperaba que le contara la verdad, él la besaba en la frente dejando una excusa
en sus oídos y mil preguntas en el aire. Decidió guardar el frasco en el cajón
de la mesilla.
Clara
no había dormido nada y, a pesar de que Martín había amanecido comportándose
con total normalidad, el miedo de la incertidumbre se había instalado en su
interior. Necesitaba saber, pero él no parecía dispuesto a decir nada. Tenía
que encontrar otra manera: María. Ella podría explicarle qué estaba sucediendo
y, si se negaba a contárselo, le ofrecería cuantos favores le pidiera. Pero no
podía seguir con esa desazón; la inquietud por no conocer cuál era el precio
que su marido pagaba por sus deseos cumplidos la iba a volver loca. «¿Y si la
bruja le había mentido? ¿Y si terminaba dañando a Lucas o a ella? ¿Y si...?».
En cuanto todos salieron a la calle y hubo dejado al niño en la guardería, hizo
el camino de vuelta hasta la tienda para resolver sus dudas.
La
encontró cerrada; apoyó la frente en el cristal, pero no parecía haber nadie
dentro. Tal vez la chica estuviera aún en casa. Probaría suerte. Mientras
subía, intentaba ordenar sus ideas. Aún no tenía demasiado claro qué le iba a
decir cuando estuviera frente a ella. Si la situación hubiese sido a la
inversa, no le habría gustado que la maga le confesara a su marido de qué iba
aquella historia. Quizás se ablandase cuando la viera en aquel estado; se había
mostrado muy comprensiva la primera vez que se encontraron.
Cuando
llegó al piso y tocó el timbre, le sorprendió comprobar que estaba
desconectado. La puerta, ligeramente entornada, alertó sus sentidos. La llamó
por su nombre, pero nadie parecía responder. Una fuerza desconocida la impulsó
hacia el interior, y se quedó quieta unos segundos en la entrada. El pasillo
estaba en penumbra y un suave parpadeo rojizo se filtraba desde una de las
habitaciones. Clara avanzó con sigilo; la curiosidad que la arrastraba en
aquella dirección era demasiado poderosa. Ya en el umbral de aquel cuarto, pudo
escuchar los gemidos persistentes de una mujer. Empujó la puerta.
Lo
que vio la dejó blanca como el papel. Entre la tenue luz de unas velas
rojas, María disfrutaba en el dormitorio, a horcajadas sobre un hombre. Su
larga melena caía hacia delante moviéndose al vaivén de los rítmicos jadeos. Clara
contempló la creciente excitación de unos cuerpos que se precipitaban hacia un
clímax inminente. Se quedó paralizada. La hechicera, situada frente a ella,
levantó la cabeza y la miró sonriente. Llevó su dedo índice hacia los labios,
ordenándole silencio. La exclamación de placer que surgió de su compañero de
juegos se cruzó con el grito desgarrador de Clara.
—¡Hijo
de puta!
Martín
se incorporó desconcertado. Ya no quedaban restos de marca alguna en su pecho.
Ella sentía unas inmensas ganas de vomitar, y las piernas le temblaban. Se
negaba a creer que aquellos fueran los favores que esa víbora se hubiera
cobrado de su marido. Había sido engañada como una estúpida, aunque algo en su
interior le decía que la culpa había sido suya, por ingenua.
Deseaba
que la tierra se abriera bajo sus pies y se la tragara. Veía a su marido infiel
vestirse con precipitación, pero su mente se empeñaba en ralentizar la escena,
desgarrándole poco a poco el corazón. Se miraron a los ojos; él con la culpa
dibujada en los suyos, y ella con una decepción indescriptible.
—Clara
—apenas le salía la voz—, lo siento, yo…
Se
giró sobre sus talones, dispuesta a salir de aquel infierno; pero la mano de la
bruja se lo impidió, aferrándose a su brazo.
—No
lo culpes —exigió con total determinación—. No tenía muchas opciones. Nunca se
debe subestimar el poder de la magia. Él estaba obligado a ceder a mi petición,
y nada podía impedir que lo hiciera. Esa porción de voluntad era mía.
—¡Me
aseguraste que no nos dañaría! —le escupió llena de ira—. ¡Y nos has destruido!
—No
te mentí. Te dije que mi intención no era perversa. Todo depende de lo abierta
de miras que puedas ser —se quedó observándola un instante—, y obviamente no lo
eres mucho. En cualquier caso, te expliqué que esto es una cadena de favores.
—¡Eres
una maldita...!
—Bruja.
Sí, lo sé; tú también lo sabías. Ambos aceptasteis las condiciones. También te
aseguré que esto no tenía que herir a nadie.
—¿Cómo
puedes decir eso? —Estaba a punto de echarse a llorar.
—Aún
tienes pendiente de saldar tu deuda conmigo ―contestó.
Clara
rogó para sus adentros que aquella pesadilla acabara cuanto antes, y que el
pago le provocara tanto dolor a su esposo como él acababa de causarle a
ella. Martín se había colocado a su lado, no parecía saber qué hacer. Lo
odiaba. Jamás borraría de su mente la escena que acababa de presenciar.
Solo
le quedaba esperar el golpe de gracia que debía asestarle la mujer que permanecía,
aún desnuda, frente a ella.
—Quiero
que me hagas un favor —susurró María, dulcemente. Se detuvo pensativa un
instante sopesando las posibilidades; al final concluyó—: Debes perdonar a tu
marido.
El
aire en la habitación resultaba asfixiante, y Clara pensó que la cabeza le iba
a estallar. El estigma de aquella trampa empezó a quemarle en el pecho, justo
sobre la huella de aquel dedo endemoniado.
La
indignación, al escuchar las palabras de la bruja, ascendía por sus venas en
dirección al corazón, hasta que, sin saber cómo, un nuevo latido la hizo
descender, inexplicablemente, vencida por un sentimiento de compasión. Algo que
no pudo identificar hizo que volviera la mirada hacia Martín y descubriera en
sus ojos un sincero arrepentimiento. La mancha púrpura de su pecho se había
desvanecido.
—Vámonos
a casa, por favor —le rogó ella—. Necesito dejar atrás todo esto.
Él
la cogió con suavidad de la mano, y salieron juntos de la casa.
La
hechicera, ya a solas, fue apagando una a una las velas. Un gato negro se
acercó silencioso y ronroneó entre sus tobillos. Ella se agachó a acariciarlo.
—No
ha estado mal, ¿verdad, minino? Es una pena que ella haya resultado ser una
estrecha; lo hubiéramos pasado muy bien los tres juntos. Estos mortales siempre
olvidan que en todos los conjuros somos nosotras las que cerramos el círculo, y
que siempre hay un plan B.
El
felino dio un salto sobre una estantería, e hizo caer con estrépito dos de las
figuras de alabastro que había sobre ella, que acabaron destrozadas en el suelo.
En
algún lugar, no muy lejos, un frasco de cristal se hacía añicos dentro de un
cajón. Ahora todo volvería a la normalidad.
Seleccionado
para su publicación en la Antología del “ III Concurso homenaje a John William
Polidori” de Ediciones Saco de Huesos.
¡Enhorabuena por esa selección, María! Jugar con la magia es muy peligroso, aquí un ejemplo, aunque claro en este relato se ofrece otra opción que, según cómo se mire, no es mala del todo. En fin, que las brujas son muy peligrosas.
ResponderEliminarEn distancias largas también te desenvuelves muy bien.
A seguir.
Abrazos.