Vuelvo a estar delante del
imponente edificio. Siento que de alguna manera mi historia termina en el lugar
con más solera de esta ciudad. Observo en silencio el reloj de la fachada y,
como si una mano invisible hiciera girar sus agujas a una época que no
reconozco, regreso a un presente que me es ajeno. No consigo comprender por
qué, sobre la puerta principal, unas letras me anuncian que ha dejado de ser la
Facultad de Veterinaria.
Aunque los naranjos de la entrada
siguen impertérritos al paso del tiempo, todo parece haber cambiado en el
interior, como si la pátina que cubre todo lo antiguo hubiera desaparecido con
la pulcra capa de la modernidad. En este lugar que se erige como sede del
Rectorado los ecos de ultratumba rebotan por las paredes de mosaico. Los que
pasean ahora por la sólida construcción mudéjar no atinan a descifrar las
extrañas cacofonías que se escuchan intramuros. Pero nadie se inquieta por tan
singular fenómeno. Descubro que el ruido de los vivos ahoga cualquier vestigio
del pasado en medio de la frenética actividad.
Se ha disipado el olor a formol y
desinfectante que ayer impregnaba las batas blancas en nuestro bullicioso ir y
venir, aunque, al cerrar los ojos, puedo escuchar cómo chirrían las viejas
puertas de madera de las aulas.
En el patio trasero un par de vacas,
tan viejas como el establo, mugen resignadas al trasiego de alumnos inexpertos.
Poco a poco, los familiares sonidos parecen retornar al espacio que siempre
ocuparon. Al abrir los ojos el aire se percibe más espeso, y a la densa
atmósfera se unen los golpes de unos cascos al trote sobre el mármol blanco.
Como si uno de los jinetes del Apocalipsis hubiera perdido su montura, un
caballo de sospechosa tonalidad deja ver su recio esqueleto bajo capas de
lacerada musculatura. Tras él otro jamelgo, tan hinchado y verde como un
gigantesco globo infantil, se lanza al galope desde el viejo Departamento de
Anatomía. Nadie más parece verlos campar a sus anchas, aunque sus relinchos
hacen menear la cabeza de ese bedel, que se sacude la extraña contaminación
acústica abriendo los ventanales.
Un grupo de ranas, algo
chamuscadas, huye del laboratorio de Fisiología. Las descabezadas saltan de
lado a lado por la galería, bastante desorientadas, y en su croar acompañan a
las que han quedado indultadas en un barreño.
Las ovejas, que tenían su aprisco
en uno de los descampados del exterior, pastorean ahora en los jardines de un
parque infantil surgido de la nada. Desde la ventana del primer piso puedo
verlas en su ingravidez; igual que las descubren un puñado de chiquillos que
corren tras ellas imitando sus balidos. Las madres se miran desconcertadas
intentando entender el extraño juego de sus criaturas.
Camino intrigado por el corredor
principal de la primera planta, donde un grupo de ancianos conversa
animadamente. Ignoro qué hacen esos estudiantes que parecen haber envejecido
allí mismo. Su manoteo al aire me resulta peculiar hasta que, al
aproximarme, descubro el zumbido persistente de un ejército de moscas
espectrales. Sonrío al comprobar que los minúsculos insectos alados, que
consiguieron aparearse hasta el infinito en experimentos genéticos, han logrado
salir de sus tarros y volar hacia la luz, aunque esta provenga del tímido haz
que se filtra por los cristales.
Siguen aquí. Todos ellos. Se
resisten a marchar, igual que mis recuerdos. Esos que por momentos empiezan a
perderse en mi memoria. Ahora lo sé. Los espíritus olvidados de este lugar
permanecemos impasibles al paso del tiempo. Aquí se quedaron prendidos mis
sueños y las ilusiones que nunca llegué a cumplir. La vida a veces juega malas
pasadas, pero los pensamientos de quienes compartieron conmigo mis mejores
momentos, esos, siempre me permitirán regresar. Es el sino de los
fantasmas.
Finalista en
el XII Certamen Internacional de Relato Breve sobre Vida Universitaria
«Universidad de Córdoba».