domingo, 25 de julio de 2010

Marta y el abuelo

El mundo infinito asoma
en los ojos mudos de los años,
del pasado y futuro encontrados.

Abrazo henchido de experiencia
que a la niña ingenuidad envuelve, 
reposa así su mano amable
en la dorada cabeza que duerme.

Se llena el aire de brisa sabia, 
en infantiles pupilas reflejada
de amor sublime y risa empapada.

Juego de antaño, agora magia
de convertir soledad en suerte, 
pintando remolinos de besos,
trazándole a la vida puentes. 

Todo eres tú, 
y a ti todo vuelve,
como regresan los sueños
en su carita alegre.

Arropada en las piernas del abuelo,
comparte sonrisas y palabras;
y es aurora la noche en sus miradas.

Anhelos antiguos alzan el vuelo,
convirtiendo a la nieta en hada, 
que aprende de él la vida,
entregando a los sueños alas.

sábado, 24 de julio de 2010

Lecciones de Historia

     

Con el libro abierto
y los ojos cerrados
paseaba mis deseos
por la pizarra infinita;
el verde mar
donde tu mano diestra
dejaba secretos
mensajes de tiza.

Letras sabias
de experiencia,
de lecciones aprendidas,
que yo, con letras dormidas,
dejaba en corazones de tinta.

Haciendo del pupitre una frontera,
que tu mirada anhelante no cruzaba;
mas mi risa tu voluntad siempre vencía,
y en rincones escondidos
tu boca traspasaba.

Allí estábamos los dos,
yo tu alumna, tú el maestro,
tú en mis curvas, yo en tu cuerpo.
Así amaste mi sonrisa ingenua,
así me atrapó tu voz, 
así se enredaron las palabras,
así te alcanzó el amor.
¿Dónde irás tú sin mí?
¿Dónde iré sin ti yo?
Al calor de primeros de junio,
cuando el verano apremiaba,
vi en tus ojos el miedo,
y en tus labios tres palabras:
No puede ser.
El juego de lo prohibido,
de actitudes condenadas,
de la edad que me hacía niña
y a los dos nos separaba,
si era tu magia infinita
la verdad que me atrapaba, 
y no tus años vividos
ni tus canas, ¿qué más daba?

En la noche de San Juan,
cuando el curso terminaba,
prometiste llevarme contigo,
huir al nacer el alba.

Y al amanecer tardío,
junto a aquella ventana,
te esperé impaciente
como quien espera un final feliz                                           
que nunca llegaba;
y al romper el día,
solo lloraba… 
Tu imagen de mi corazón ausente,
perdido el amor en tu carta,
de papel herido de muerte,
donde la tinta asesina
en tu lecho rezaba:

"Me marcho sin ti,
y en ti dejo mi vida,
porque a mi lado tu juventud
sin remedio se marchita;
debes soñar otros mundos
y cerrar nuevas heridas.
Amor. Quizás ahora no entiendas
de mis lágrimas saladas,
de mi lucha incierta,
de mi huida desbocada,
pero entenderás algún día
por qué devolví tus alas”.




domingo, 18 de julio de 2010

De cómo sentirse una ballena




Hoy me ha pasado una cosa surrealista. Me he escapado un segundo a la tienda de chollos, vamos, la de “todo a cien” de toda la vida, que hay junto a la oficina. Mientras estaba enfrascada en uno de los pasillos buscando un tenedor de trinchar (mejor no preguntes para qué), he escuchado cómo una voz desconocida de mujer  decía espantada:
—¡Mira, Juana, mira qué barriga!
Yo miraba para todos lados esperando que la barriga motivo de tal asombro no fuera la mía. ¡Ay! Pero, infeliz de mí, sí que era la mía y, para colmo, la tal Juana (embarazada de seis meses como se apresuró a informarme) me miraba tan asombrada como la primera chica que, con ojos estrábicos, seguía con la mirada fija en mi figura y señalándome con el dedo (para más "inri").
Yo me limitaba a sonreír con cara de boba y, cuando en esos segundos, que se me antojaron eternos, ya me estaba girando sobre mis talones para escapar por otro pasillo, la mujer profirió un bocinazo en la dirección que yo llevaba:
—¡Mamaaá! ¡Maaaamá! ¡Ven! ¡Ven! ¡Mira!
Y sin saber cómo, una señora algo entrada en años, con un tostador en la mano, salió por detrás de una estantería para acudir a la llamada de sus hijas.
         —¡Y decías que yo tenía la barriga gorda, mamá! ¡Mira eso!
Y "eso" era yo, alegando en mi defensa que estaba ya de ocho meses, y que la niña que esperaba era grande, y tenía mucho líquido acumulado en la placenta (aunque esto último fuera una mentira gorda que necesitaba soltar con urgencia), y que...
—¿Ves, mamá? ¡Y decías que yo estaba gorda de seis meses! (y la verdad es que "la Juana" tenía más bien el aspecto de haberse tragado un melón).
¿Y sabes lo que pasó? Pues que, en mitad de mi retahíla, la mujer se fue directa hacia mí, me levantó la camisa, y se asomó por debajo para palpar; para certificar lo que estaba viendo, vamos. ¡Ahgg! ¡me faltó el canto de un duro para trincharla con el tenedor que llevaba en la mano! Y, ya de paso, decirle:
—Perdón, señora, perdón, ¿le importa que le coja una teta? Ya sabe, para igualar la situación…
¡Madre mía! Salí de allí como pude, espantada y sin mi compra. Mientras, seguía oyendo a mis espaldas:
—Pues eso es cesárea seguro, como "la Vane"...
La madre que la parió...

viernes, 16 de julio de 2010

Oír para creer

 —Hola,  cariño; ¿has empezado la reunión?
[…]
—Es un solo un segundo, cielo; ¿sabes dónde he puesto las escrituras de la casa? Esta tarde tengo que ir al notario, y juraría que las dejé en una carpeta en el escritorio de la entrada.
[…]
—¿Cómo dices? ¿Que tú también las viste ahí?... No. Lo único que hay aquí encima es un trabajo escolar de Guille: “El descubrimiento de América”.
[…]
—¿Cómo que le has debido dar al niño las escrituras por error?
[…]
—Está bien, Marina, no te alteres, ya sé que has salido de casa a toda prisa. Solo me estoy imaginando cuando el niño le entregue a su maestra las escrituras. ¡Uff, vaya manera de justificar que el Nuevo Mundo pertenecía a los españoles!
[…]
—Sí, ya sé que tienes mil cosas en la cabeza, pero es que ayer te llevaste el teléfono inalámbrico de casa en vez del móvil, y la base se puso a pitar como loca cuando pasaste la distancia de cobertura. ¡Menudo susto! ¡Ah!  Y el lunes te trajiste a casa la compra de otra señora, que sigo pensando debiste llevar de vuelta, aunque te pareciera bien el contenido de las bolsas. Ya sé que puedes con todo cariño, pero últimamente estás un poco estresada.
[…]
—No, no digo que no seas capaz. Es sólo que llevar el trabajo, los niños y la casa para adelante sin ayuda es demasiado. ¿Por qué no llamas a la asistenta que te dijo tu amiga? Tenías el teléfono por aquí, ¿no?
[…]
—Mi vida, claro que no me quejo. Me encanta que quieras ser una empresaria y madre de familia ejemplar. Es sólo que pienso que una mano en casa nos vendría bien. Si tú estás más tranquila, nuestra lavadora no se empeñará en lavar la ropa blanca con la equipación de la selección española de fútbol.
[…]
—No, Marina. No sigo disgustado por eso. Pensándolo bien, ahora puedo ver los partidos en calzoncillos haciendo honor a “la roja”. Venga, prométeme que llamarás cuando llegues a casa…
[…]
—Vale. No tengas prisa por la reunión, ya me preparo algo de comer. Me iba a hacer un bocadillo de chori… ¡Marina, por Dios! ¿QUÉ HACE MI PIJAMA EN LA NEVERA?
[…]
—No, cariño, no me río de ti. Sí, sí, ahora mismo llamo a esa señora.
[…]
—¿Que dónde está la ristra de chorizo, entonces? Veamos. Teniendo en cuenta la hora que es y que mi pijama está en su lugar, creo que ahora mismo …se debe estar echando una siesta.

—PI-PI-PI-PI-PI-PI…

—¿Marina? ¿Marina? 

jueves, 15 de julio de 2010

Donde caben dos, caben tres

   Donde caben dos, caben tres… Qué bonito eso de apretarse en casa para hacer sitio a la gente que más queremos. Me encantaba el soniquete de esa canción. Hay anuncios pegadizos, y este realmente lo era. Un día se me metió la cancioncilla en la cabeza y llegué a la oficina tarareándola. Al momento todo el mundo estaba coreándome. Y al rato, ya hasta las narices, querían que me callara; pero, claro, lo de la música pegadiza es como un tic, complicado de controlar.

      La letra me recordaba a lo que solía decir mi madre cuando queríamos llevar algún amigo a comer a casa, cosa que hacíamos con frecuencia: —Donde comen dos, comen tres—; supongo que de ese dicho salió el eslogan posterior. Y lo cierto es que era verdad, porque en la cocina de mamá el menú se estiraba como en el milagro de los panes y los peces.

      Al poco tiempo de salir el anuncio, aprendí que existe una diferencia sustancial entre el «comer» y el «caber». Básicamente porque cuando alguien entra a comer a tu casa, por lo general, después de la consabida sobremesa, suele irse por donde ha venido. El problema viene con lo otro, con lo de caber.

      Tenemos un vecinito de la edad de nuestros gemelos, chico simpático y risueño donde los haya, al menos eso era lo que pensaba cuando jugaban todos en el parque; pero, claro, eso suele pasar cuando los niños son de sus papás y, después de un ratito, ¡hala!, cada mochuelo a su olivo. Lo malo es cuando la criatura se instala a piñón, previa invitación de una servidora, ante la dificultad de la vecina de quedarse con él una noche. Aquel día, en un gesto espontáneo, me escuché a mí misma diciendo aquello de: —Sin problema, donde caben dos, caben tres—, incluyendo una minicamita plegable de cincuenta euros. ¡Qué buenos inventos! ¿Eh?

      La cuestión es que, efectivamente, cabían tres más apretaditos, más agitaditos y más endemoniados. Y la cosa no hubiera ido más allá si la vecina de enfrente no se hubiera tomado literalmente mi ofrecimiento, y a aquella noche no le hubieran seguido muchas más. A decir verdad, a veces me daba la sensación de que le estaba haciendo una faena devolviéndole a su niño.

      ¿Qué más puedo contar? Obviamente no había manera posible de que aquello acabara bien. Un buen día se me cruzaron los cables. Mandé la cama plegable al trastero, a mi vecina a la porra, y al felpudo de la puerta a la basura.

      ¿El felpudo? ¡Ah, sí! Me negaba a leer ni un día más aquello de «Bienvenido a la república independiente de mi casa…»

sábado, 10 de julio de 2010

Un padre entregado

     No lo entiendo. Llevo aquí sentado veinticuatro horas, y todavía me estoy preguntando cómo me he dejado convencer. La culpa la tienen esos psicólogos que no paran de bombardearnos con la idea del diálogo entre hijos y padres. Estoy seguro de que ninguno de ellos conoce la paternidad. Si la conocieran, sabrían que no es tan fácil dialogar cuando la tierna criatura que tienes enfrente es un adolescente de quince años convencido de que un concierto de su grupo favorito puede cambiar el curso de su vida. Lo malo es que,  cuando crees que, después de criarlo toda la vida, tienes la sartén por el mango, te encuentras que no tienes ningún poder sobre él. Porque, no se sabe cómo, en medio de ese “diálogo”, donde casi todo lo dicen tu mujer (condescendiente) y él (suplicante), acabas pensando que no puedes destrozarle la vida.

       Y ahí estaba yo, en una cola con tropecientos adolescentes de hormonas disparadas, esperando comprar una entrada de concierto de un grupo coreano de nombre impronunciable. Impronunciable para mí, claro, porque la treintena de chicos que tengo alrededor corean su nombre hasta con acento. ¡Pero si hasta cantan en japonés! Mi propio hijo, que lleva arrastrando el inglés desde ya no sé cuándo, canta las canciones en un idioma que, más que a japonés, me suena a chino. Tengo un complejo de friqui que no puedo con él; el resto de adultos que pasan por la calle me miran con los ojos como platos. Entonces, yo agarro a mi hijo en plan paterno- filial, intentando justificar mi presencia.

      Mi mujer, madraza donde las haya, nos trae provisiones de cuando en cuando. Al menos sé que no moriré de hambre. Aunque no sabría qué pensar de la jovencita que espera delante de nosotros. En todo el tiempo que llevamos aquí, no la he visto más que comer patatas y beber coca-cola. ¿Es que esta chiquilla no tiene padres? He empezado a pasar croquetas hacia delante con la esperanza de alimentar la población congregada. En un minuto ya no tenía existencias. Eso me indica que he de ser más precavido la próxima vez, y menos generoso. Esto empieza a convertirse en una cuestión de supervivencia.

      Lo peor es lo del baño. Se lo dije a mi mujer, que yo tenía el punto flojo y eso de aguantar mucho tiempo no era lo mío. He estado haciendo turnos con mi hijo para no perder nuestro puesto en la cola. Para evitar la cara de pocos amigos del dueño del bar al que vamos, he tenido que comprar una bebida cada vez que he querido entrar. Eso me ha metido en un bucle, de beber líquido para eliminarlo después, que me tiene angustiado.

      Al fin nos ha llegado la vez. No sabría explicarlo, pero un gusanillo dentro del estómago me ha llevado a ser osado, y he comprado una entrada para mí. Me siento parte del grupo. También he comprado una para mi mujer. Pero eso… eso ha sido pura venganza.

viernes, 9 de julio de 2010

Historias de la campiña


Segundo desafío de mi Travesía Literaria. Seguimos en el mismo Estado, California, pero en este nuevo viaje la premisa que nos guía es una boda. Es un texto independiente del anterior, Un tranvía para Ana. Era condición ineludible. Veremos en el futuro a dónde nos lleva todo esto…

”Thomas Sandler y Caroline Saint-James tienen el placer de invitarles a su enlace matrimonial, que tendrá lugar el próximo 29 de septiembre en la hacienda familiar “Real Montealto”, en el Valle de Napa, California.”

Sofía depositó sobre su regazo el puñado de antiguas fotos que había estado mirando. Desde la parte más alta de la colina, sentada bajo el viejo roble, podía contemplar todo el valle. Entornó los ojos para protegerse de los primeros rayos de sol que empezaban a rayar el horizonte, y la imagen que surgió parecía detenida en el tiempo, como una postal. El viñedo se extendía hasta donde la vista alcanzaba, y ahora, a punto de comenzar la vendimia, aparecía como un espeso entramado verde que inundaba de frescor el aire y le daba cierto sabor dulzón. Sofía pensó que no había ningún paisaje en el mundo comparable a aquel lugar. 

Cerró los ojos, y el pensamiento la llevó sesenta años atrás, cuando aquellas tierras recién cultivadas empezaban a verse inundadas de pequeñas cepas sembradas con extremo cuidado. Ella apenas contaba dieciocho años cuando llegó junto a su madre, desde Chile, al Valle de Napa. Su padre, hombre decidido y conocedor del mundo de la vid, ya había entregado, tiempo antes, su vida entera al proyecto de otro hombre, el señor Saint-James, propietario de la extensión de tierra más grande que jamás hubiera visto. Ambos habían vendido su alma a un solo propósito: convertir aquella tierra en la mejor reserva de vino del mundo. Nunca imaginó que aquel sueño, que entonces le era tan ajeno, se convertiría en centro de su universo de la mano de Peter, el hijo del patrón.

La primera vez que sus miradas se cruzaron, supieron que estarían destinados a compartir sus vidas. Aquel joven californiano de ojos azules, y diez años mayor que ella, le enseñó a amar su nueva tierra y conocer todos sus matices. Se enamoraron perdidamente el uno del otro, pero aquello acarreó un dolor y un sufrimiento a sus familias que nunca hubieran deseado. Ella era una criatura de piel morena y ojos negros que recordaba a unos y a otros de dónde provenía. La hija del capataz nunca debía haber puesto los ojos en un miembro de la familia Saint- James. Peter sufrió una presión aún mayor por parte de los suyos, y la decisión de alejarlos no se hizo esperar. Él permanecería en “Real Montealto“, y a ella la enviarían a San Francisco. Por eso, cuando aquella madrugada fue a buscarla, la encontró en plena agonía por el dolor de la separación. Se vio arrastrada de su mano hacia lo alto de la colina y allí, bajo un roble, y en compañía de dos trabajadores de la hacienda, el padre Samuel los convirtió en marido y mujer.

Aquello había supuesto el alejamiento temporal de sus familias; no había cabido otra solución para evitar los conflictos entre ambas partes. Vivieron en San Francisco durante un tiempo, pero los hijos que llegaron, y el miedo de Saint-James a perder a su único heredero, les hizo regresar del nuevo al valle. Allí comenzaron una nueva vida, ligando su sangre a la savia que corría por cada vid de aquella tierra.