No lo entiendo. Llevo
aquí sentado veinticuatro horas, y todavía me estoy preguntando cómo me he
dejado convencer. La culpa la tienen esos psicólogos que no paran de
bombardearnos con la idea del diálogo entre hijos y padres. Estoy seguro de que
ninguno de ellos conoce la paternidad. Si la conocieran, sabrían que no es tan
fácil dialogar cuando la tierna criatura que tienes enfrente es un adolescente
de quince años convencido de que un concierto de su grupo favorito puede
cambiar el curso de su vida. Lo malo es que, cuando crees que, después de criarlo toda la
vida, tienes la sartén por el mango, te encuentras que no tienes ningún poder
sobre él. Porque, no se sabe cómo, en medio de ese “diálogo”, donde casi todo
lo dicen tu mujer (condescendiente) y él (suplicante), acabas pensando que no
puedes destrozarle la vida.
Y
ahí estaba yo, en una cola con tropecientos adolescentes de hormonas
disparadas, esperando comprar una entrada de concierto de un grupo coreano de
nombre impronunciable. Impronunciable para mí, claro, porque la treintena de
chicos que tengo alrededor corean su nombre hasta con acento. ¡Pero si hasta
cantan en japonés! Mi propio hijo, que lleva arrastrando el inglés desde ya no
sé cuándo, canta las canciones en un idioma que, más que a japonés, me suena a
chino. Tengo un complejo de friqui que no puedo con él; el resto de adultos que
pasan por la calle me miran con los ojos como platos. Entonces, yo agarro a mi
hijo en plan paterno- filial, intentando justificar mi presencia.
Mi
mujer, madraza donde las haya, nos trae provisiones de cuando en cuando. Al
menos sé que no moriré de hambre. Aunque no sabría qué pensar de la jovencita
que espera delante de nosotros. En todo el tiempo que llevamos aquí, no la he
visto más que comer patatas y beber coca-cola. ¿Es que esta chiquilla no tiene
padres? He empezado a pasar croquetas hacia delante con la esperanza de
alimentar la población congregada. En un minuto ya no tenía existencias. Eso me
indica que he de ser más precavido la próxima vez, y menos generoso. Esto
empieza a convertirse en una cuestión de supervivencia.
Lo peor
es lo del baño. Se lo dije a mi mujer, que yo tenía el punto flojo y eso de
aguantar mucho tiempo no era lo mío. He estado haciendo turnos con mi hijo para
no perder nuestro puesto en la cola. Para evitar la cara de pocos amigos del
dueño del bar al que vamos, he tenido que comprar una bebida cada vez que he
querido entrar. Eso me ha metido en un bucle, de beber líquido para eliminarlo
después, que me tiene angustiado.
Al fin
nos ha llegado la vez. No sabría explicarlo, pero un gusanillo dentro del
estómago me ha llevado a ser osado, y he comprado una entrada para mí. Me
siento parte del grupo. También he comprado una para mi mujer. Pero eso… eso ha
sido pura venganza.
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