sábado, 10 de julio de 2010

Un padre entregado

     No lo entiendo. Llevo aquí sentado veinticuatro horas, y todavía me estoy preguntando cómo me he dejado convencer. La culpa la tienen esos psicólogos que no paran de bombardearnos con la idea del diálogo entre hijos y padres. Estoy seguro de que ninguno de ellos conoce la paternidad. Si la conocieran, sabrían que no es tan fácil dialogar cuando la tierna criatura que tienes enfrente es un adolescente de quince años convencido de que un concierto de su grupo favorito puede cambiar el curso de su vida. Lo malo es que,  cuando crees que, después de criarlo toda la vida, tienes la sartén por el mango, te encuentras que no tienes ningún poder sobre él. Porque, no se sabe cómo, en medio de ese “diálogo”, donde casi todo lo dicen tu mujer (condescendiente) y él (suplicante), acabas pensando que no puedes destrozarle la vida.

       Y ahí estaba yo, en una cola con tropecientos adolescentes de hormonas disparadas, esperando comprar una entrada de concierto de un grupo coreano de nombre impronunciable. Impronunciable para mí, claro, porque la treintena de chicos que tengo alrededor corean su nombre hasta con acento. ¡Pero si hasta cantan en japonés! Mi propio hijo, que lleva arrastrando el inglés desde ya no sé cuándo, canta las canciones en un idioma que, más que a japonés, me suena a chino. Tengo un complejo de friqui que no puedo con él; el resto de adultos que pasan por la calle me miran con los ojos como platos. Entonces, yo agarro a mi hijo en plan paterno- filial, intentando justificar mi presencia.

      Mi mujer, madraza donde las haya, nos trae provisiones de cuando en cuando. Al menos sé que no moriré de hambre. Aunque no sabría qué pensar de la jovencita que espera delante de nosotros. En todo el tiempo que llevamos aquí, no la he visto más que comer patatas y beber coca-cola. ¿Es que esta chiquilla no tiene padres? He empezado a pasar croquetas hacia delante con la esperanza de alimentar la población congregada. En un minuto ya no tenía existencias. Eso me indica que he de ser más precavido la próxima vez, y menos generoso. Esto empieza a convertirse en una cuestión de supervivencia.

      Lo peor es lo del baño. Se lo dije a mi mujer, que yo tenía el punto flojo y eso de aguantar mucho tiempo no era lo mío. He estado haciendo turnos con mi hijo para no perder nuestro puesto en la cola. Para evitar la cara de pocos amigos del dueño del bar al que vamos, he tenido que comprar una bebida cada vez que he querido entrar. Eso me ha metido en un bucle, de beber líquido para eliminarlo después, que me tiene angustiado.

      Al fin nos ha llegado la vez. No sabría explicarlo, pero un gusanillo dentro del estómago me ha llevado a ser osado, y he comprado una entrada para mí. Me siento parte del grupo. También he comprado una para mi mujer. Pero eso… eso ha sido pura venganza.

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