Publicado en la VIII Antología “Calabazas en el trastero (Aparecidos)”, de Ediciones Saco de Huesos.
Desde
el asiento del copiloto, miro a papá. Está blanco como el papel y parece haber
envejecido muchos años de pronto. El ruido del coche subiendo a toda velocidad
por el sendero de tierra llena todo el aire, pero apenas lo notamos. El
silencio viene desde dentro y hace que me piten los oídos. Sé que a él le
ocurre lo mismo. El mundo ha desaparecido ahí fuera. Un pensamiento oscuro nos
está devorando. Estoy mareado.
Hace
solo unas horas que subimos por esta misma cuesta por primera vez, pero ahora
me parece que han pasado días. Cuando llegamos a media mañana, el
olivar ya nos esperaba a los lados de este camino lleno de arena; íbamos
levantando un polvo tan seco y amarillo como los rastrojos de trigo que habían
sido amontonados para ser quemados al atardecer. Casi atropella a un par de
niños que se cruzaron de golpe en mitad de la subida.
Papá
maldijo su estampa; estaba nervioso. Hacía una semana que había encontrado en
Internet un trabajo temporal de topógrafo en aquella finca. Nunca había
aceptado un encargo de esa manera, y no se fiaba, pero hacía demasiado
tiempo que no le salía nada, y mamá le dijo que había que agarrarse a un clavo
ardiendo.
Ella
le puso la mano en el hombro para calmarlo, y lo consiguió; siempre tenía
ese efecto sobre él. Todos teníamos los nervios de punta; llevábamos dos horas
metidos en el vehículo, Elena había vomitado y, cuando al fin llegamos a lo
alto de la loma, no teníamos claro si aquello de pasar todos juntos un fin de
semana en el campo había sido buena idea. Al bajarnos, una
bofetada de calor me dejó sin aliento. Agosto abría grietas en la tierra y
también secaba los pulmones; en aquel cortijo perdido en medio de ninguna
parte, aún más.
Un tipo alto al que no
sabía calcularle la edad, con la piel oscura y ojos pequeños, nos esperaba en
la puerta del caserón. Tenía la piel del rostro cuarteada por el sol, igual que
la de las manos, que eran enormes, y sostenían un puñado de llaves de hierro.
El hombre nos miró de arriba abajo con desconfianza, pero, cuando
descubrió a la pequeña Elena tras las faldas de mamá, dibujó una mueca parecida
a una sonrisa.
—Debe
de ser el guarda —dijo papá—. El propietario ya me advirtió que no llegaría
hasta esta noche. Imagino que empezaremos mañana con las mediciones. Vamos
dentro.
La
casa tenía los muros gruesos, y en su interior la temperatura descendía
bastante. La penumbra alivió la sequedad de nuestros ojos, aunque el olor a
cerrado hizo que mamá buscara inmediatamente una ventana para ventilar. La
claridad dejó al descubierto un enorme salón con chimenea, y había cuernas de
venado colgadas por todas partes. No me gustaban nada, pero me alivió ver que
no había ninguna cabeza disecada. Los dormitorios ya estaban preparados para
nosotros: un cuarto para los mayores y una habitación de niños con tres camas.
Elenita se lanzó de inmediato sobre un arcón de muñecas de trapo. A mí todo me
olía a mueble rancio y tela apulgarada. El guarda apenas abrió la boca. Solo lo
hizo para despedirse, levantando un poco la mascota de fieltro que le cubría la
cabeza.
—Sean
bienvenidos —soltó con voz grave y áspera―. Si necesitan cualquier cosa, no
tienen más que llamarme. Vivo en la casa que hay justo a la vuelta. Estamos
pared con pared. Les escucharé.
—¿Cómo
ha dicho que se llama? —preguntó mamá cuando nos quedamos solos.
—No
tengo ni idea —contestó papá. Y se echó a reír.
Pero
en seguida cambió el tono, y soltó una blasfemia cuando descubrió que no había
cobertura en el móvil. Yo comprobé algo aún peor: en aquel sitio la
electricidad funcionaba de pena y no tendría manera posible de cargar la
batería de mi consola. Aquello era una mierda. El cabreo me sacó a trompicones
de la casa y me dejó sentado bajo el porche de ramas de álamo que cubría la
entrada. Las chicharras parecían haberse vuelto locas. El ruido que hacían
desde los árboles era capaz de aumentar aquel calor sofocante. Entonces tuve la
incómoda sensación de que me estaban observando.
Frente
a la casa, al otro lado de la era, había un viejo molino de aceite y, pegado a
este, lo que parecía un corral, porque a través de una trampilla a nivel
del suelo se veían entrar y salir gallinas. Al otro lado se levantaba un
edificio con pinta de establo, cerrado con un enorme portalón de madera. Justo
a mi derecha había una cochera de tractores y, un poco más lejos, un silo de
trigo. A partir de ahí, solo se veía la campiña llena de olivos.
Esperé,
concentrado, algún movimiento a mi alrededor. Apena tardé unos segundos en
distinguir unas cabezas agachadas detrás de la rueda de una segadora. Sabían
que los había descubierto, y empezaron a asomar. Eran dos chicos. Los mismos
que papá había estado a punto de llevarse por delante un rato antes. Se
acercaban despacio, casi acechando.
Yo
los iba estudiando a medida que se aproximaban. Nunca había visto unos niños
tan sucios; era como si todo el polvo de aquel paraje se hubiera quedado pegado
en sus cuerpos con el sudor. No podía distinguir si su piel era morena o blanca
bajo aquella capa color chocolate. Parecían no atreverse a acercarse del todo,
y yo no estaba seguro de querer que lo hicieran.
El
mayor adelantó el paso y se quedó a unos metros de mí.
—¡Oye,
tú! —me gritó— ¿Te vienes a jugar?
Yo
contemplé esa posibilidad bastante inquieto, como si la invitación fuera para
darme una paliza. Entonces vi algo en sus ojos: auténtica emoción. Tal vez sí
que querían que fuera a jugar con ellos. Miré mis botas de campo, recién
estrenadas, y sentí una punzada de envidia al ver sus pies descalzos mientras
los míos se cocían a fuego lento.
—¡Mamaaaá!
¿Me puedo ir a jugar con estos niños?
Ella
se asomó tras la puerta, los observó y puso gesto de preocupación; cruzó
la mirada con papá, que en ese momento salía hacia la calle.
—Déjalo,
mujer. Deben de ser los hijos del guarda. Le vendrá bien dejar un rato la
dichosa máquina y relacionarse con seres humanos —dijo, con el tono de reproche
de siempre.
—Está
bien, Alejandro, vete un rato —aceptó mamá―, pero no te alejes demasiado.
Me
acerqué hasta ellos para presentarme, no muy convencido todavía.
—Yo
soy Antonio —dijo entonces el chico alto—. También tengo trece años. Y este es
mi hermano Josete.
El
pequeño sonrió dejando al descubierto una enorme mella en las paletas
superiores. Igual que la que tenía Elena.
Me giré para llamarla
y que viera a los niños, pero ella ya nos había escuchado y estaba rezagada
unos metros más atrás, aún bajo el porche. Mantenía la mirada en un punto más
alejado, y saludaba con la mano. Entonces la vi: una niña, con el pelo largo y
oscuro, llamaba a mi hermana desde la puerta del molino.
—¿Quién
es esa?—pregunté.
El
chico miró a su hermano y luego a mí. Dudaba.
—Es
nuestra hermana Tere —dijo al fin—. Pero ella nunca juega con nosotros. Vámonos
ya! ―apremió.
Salimos
los tres en dirección al establo. Mi hermana corría detrás de nosotros y se
agarró a mi mano.
—Yo
también me voy a jugar —chilló, entusiasmada.
—No,
Ele, tú te quedas en la casa con mamá —le pedí, poco convencido de que mi ruego
tuviera algún efecto.
—Por
favor, yo quiero ir con esa niña —dijo, suplicante.
Pero
la chica ya no estaba.
—Solo
los chicos —interrumpió Antonio.
Elena
estaba a punto de romper a llorar, y lo miré buscando un poco de
aceptación.
—¡Déjala
venir! —animó el pequeño —. Papá ha dicho que lleváramos a la niña con
nosotros.
El
hermano mayor se acercó un poco más a mí, y colocó con fuerza su mano sobre mi
hombro; bajó tanto la voz, que me costó un poco escucharlo. Pero sus palabras
se abrieron paso en mi cabeza y noté una extraña punzada en el estómago: —No
dejes que nos acompañe.
No
fue lo que dijo, sino cómo lo dijo. Un escalofrío me recorrió la espalda.
Me volví hacia mi hermana y le ordené que regresara.
El
sonido de su llanto recorrió toda la explanada, pero fue ahogado de inmediato
por un tremendo portazo a nuestras espaldas y el estrépito al romperse los
cristales de uno de los ventanales del molino.
—Tere
se ha enfadado —murmuró Josete.
—Vámonos
a jugar —ordenó Antonio.
Los
niños de campo no juegan como los de ciudad; pude comprobarlo enseguida. Cuando
llegamos al establo, empujaron la enorme puerta de madera apoyando sus cuerpos
contra ella; esta cedió un poco, dejando un estrecho espacio por el que nos
fuimos colando uno a uno. Dentro olía a humedad. Mis ojos se fueron adaptando
poco a poco a la penumbra, salpicada por algunos rayos de luz que entraban como
podían por los enormes ventanales semicerrados. Dos largas hileras de pesebres
de cemento llegaban hasta el fondo de la enorme nave, pero no había ningún
animal. Solo algunas palomas volaban de un lado a otro haciendo un extraño
sonido con las alas, como si cortaran el aire; después, se posaban en los
hierros que parecían sujetar las grandes vigas de madera del techo.
Los
vi subir con agilidad por una enorme pila de pacas de paja almacenadas unas
sobre otras en uno de los laterales. Había cientos de ellas. Formaban una
gigantesca pirámide que se alzaba hasta lo más alto. Allí arriba empezaron a
retirar los alambres que le daban la forma rectangular, y a lanzarlas deshechas
hacia abajo. Entonces observé que ya tenían un enorme montón de paja suelta en
el suelo, casi de mi altura. Subí con ellos, y me quedé pasmado cuando vi que
se colgaban de los gruesos hierros que ahora quedaban a la altura de sus
cabezas para coger impulso, y se lanzaban al vacío para ir a parar sobre la
blanda cama que habían hecho allá abajo. En plena caída gritaban
eufóricos.
—¡Salta!
¡No tengas miedo! —me animaban—. ¡Es muy divertido!
Me
asomé desde el borde para sopesar la altura, y sentí mucho vértigo. Me agarré
al hierro con fuerza para equilibrar mi cuerpo, que se aflojaba por momentos.
Estaba demasiado alto. Y ellos estaban muy lejos. Lejos y expectantes. Quería
saltar, demostrarme a mí mismo que era un chico valiente, pero tenía los pies
clavados sobre la inestable superficie.
Un
aire frío a mi espalda congeló las gotas de sudor de mi nuca.
—¡Salta!
—dijo ella con voz suave.
El
sobresalto hizo que perdiera el equilibrio y cayera. Fue una sensación
increíble. Los chicos aplaudieron mi acrobacia. Después, volvimos a escalar
para repetir la hazaña.
La
vi bajar a escondidas por el lado contrario de una manera extraña. Estaba
demasiado oscuro, pero me pareció que descendía a cuatro patas, cabeza abajo,
como lo haría una araña. Aunque iba demasiado rápido, no la distinguía
bien. Se ocultó metiéndose por uno de los huecos que dejaba la enorme torre de
pacas. Mientras esperaba mi turno de salto, me acerqué con curiosidad. Su juego
también parecía divertido.
Me
asomé dentro del agujero por el que había desaparecido. Se había formado una
galería en el interior de la estructura de paja; los chicos debían haberla
hecho desplazando aquellos fardos rectangulares. Ella me esperaba unos metros
hacia el fondo; había una extraña claridad que venía de su lado. Pude ver lo
pálida que estaba. Comencé a seguirla en línea recta y, durante apenas un
minuto, caminé reptando tras sus pasos por el improvisado túnel, subimos y
bajamos hasta que me desorienté del todo. A medida que avanzaba, las voces de
fuera sonaban cada vez más amortiguadas, como si estuvieran a kilómetros de
distancia.
Me
detuve a respirar, noté que necesitaba hacerlo más fuerte. Entonces me di cuenta
de que me faltaba el aire. Intenté dar marcha atrás, pero mi cuerpo apenas me
permitía hacer esa maniobra para girar. Me dolía el pecho y estaba mareado.
—¡Tere!
—grité—¡Ayúdame!
Cada
vez había más oscuridad, solo podía ver el ligero resplandor de la niña cada
vez más lejos. Sentí pánico. De repente, ella se volvió contorsionándose sobre
su propio cuerpo, y se colocó frente a mí a una velocidad aterradora. Sus
ojos, a unos centímetros de los míos, eran completamente negros, y su mandíbula
desencajada se abrió a punto de engullirme. Su grito se tragó el mío. Y
todo se apagó.
Las
mismas manos que habían tirado de mí hacia el exterior, ahora me zarandeaban
para que reaccionara. Me costó un poco recordar dónde estaba, la cabeza me
dolía y comencé a llorar sin poder controlarme. Los chicos se miraban
desconcertados, sin saber qué hacer.
—Quiero
ir con mis padres —supliqué. La última imagen de mi consciencia se mantenía
zumbando sin querer desaparecer. No podía dejar de temblar.
Miré
a los dos niños buscando ayuda.
—Estaba
con vuestra hermana; o creo que era ella ―titubeé.
—Tampoco
nosotros sabemos si es ella ―respondió Antonio, preocupado―. Tere no es como
nosotros la recordábamos. Creíamos que nadie más podía verla así, como es
ahora.
La
piel se me erizó aún más.
—¿Y
cómo es ahora? —pregunté, arrepintiéndome al instante de haberlo hecho.
—Es
una muerta —escupió Josete.
—¡No
es una muerta! —le corrigió su hermano—. Es un fantasma. Pero ella no sabe que
lo es.
—¡Sí
lo sabe! ¡Por eso está enfadada! —gritó el pequeño―. Porque no puede regresar a
casa, y está atrapada en el molino. Quiere sus muñecas.
Asistía
como ausente a la conversación. Yo no estaba allí. Cerré los ojos con fuerza
deseando que fuera un mal sueño, pero seguía escuchándolos.
—Madre
quiso ir a buscarla para que no estuviera sola. Pero no lo logró. Padre dijo
que los niños que mueren en un accidente van a lugares distintos al que van los
mayores que se quitan la vida. Por eso madre llora cada noche y él toma esas
pastillas para dormir. Le pide que se lo lleve con ella, pero sabe que no puede
dejar a mi hermana sola. Nunca se lo perdonaría, ni siquiera muerta —Josete se
echó a llorar—, pero a ella no podemos verla; solo a la tonta de Tere, que
siempre está enojada.
—¡No
es tonta, enano! —le dijo su hermano, empujándolo.— Es que está sola y se
aburre. No tiene con quién divertirse. Solo estamos nosotros, pero no sabemos
jugar a sus juegos.
—Ella
no quiere jugar conmigo —balbuceé—, intenta hacerme daño.
Tenía
tanto miedo que en medio de la penumbra de aquel establo no era capaz de
ubicarme. Los chicos corrieron hacia la puerta, pero el pequeño espacio que
habíamos dejado al entrar se había cerrado. Era imposible tirar de aquella mole
desde dentro. Me agarraron de la camiseta y les seguí hasta una puerta lateral
de chapa, que se abrió chirriante al descorrer el cerrojo. La luz me cegó y la
flama de la calle me quemó la piel, pero al menos era aire puro. Estábamos en
el interior del corralón. De nuevo encerrados.
Miré
el portillo por donde entraban y salían las aves, pero era demasiado pequeño
para colarnos por él. Entonces, en mi desesperación, comencé a llamar a papá a
voces.
—Si
están en la casa no te oirán. Los muros son demasiado gruesos y estamos en la
parte baja de la era―. Antonio me miraba con lástima.
—¿Estás
seguro? —insistí.
—Lo
hemos comprobado muchas veces. Antes, nosotros vivíamos allí. Cuando pasó lo de
mi hermana y mamá, nos fuimos a la casa destinada al guarda.
Yo
lo miraba sin comprender, preguntándome quién diablos era entonces su padre. La
observación de Antonio, segundos después, hizo que mis alarmas saltaran
en otra dirección:
—Podemos
entrar por la puerta de atrás del molino. ―Se quedó pensando unos segundos―. No
―negó finalmente―, padre siempre lo cierra con llave.
—¡Cuando
veníamos hacia aquí estaba abierta! ―chilló el otro―. Escuchamos cómo se
cerraba de un portazo, no tiene la llave echada.
La
sola posibilidad de atravesar aquel lugar para salir de allí me aflojó las
piernas. Ellos me miraban esperando mi reacción. No parecía que hubiera muchas
opciones.
Cuando
nos adentramos en la parte posterior de la almazara, comprobé que era un lugar
sombrío, como mi estado de ánimo. Un penetrante olor a podredumbre se instaló
en mi nariz y me anuló el olfato. El suelo estaba resbaladizo y nos íbamos
apoyando en unos tubos con roscas en forma de hélice que atravesaban la sala,
tan oxidadas y sucias que manchaban nuestras manos de una pringue desagradable.
En la sala contigua estaban las piedras de moler, enormes e inmóviles, sobre
una superficie llena de esteras impregnadas de aceite.
Josete
se detuvo junto a la puerta de un pequeño almacén.
—Aquí
se ahogó nuestra hermana —anunció, como hipnotizado.
Yo
observaba aquel cuarto pestilente, de paredes oscuras y suelo de hormigón, sin
entender cómo alguien podía morir ahogado allí.
Antonio
se agachó a recoger un pedazo de cristal y lo lanzó en el interior de la
habitación. El suelo pareció arrugarse bajo el peso del objeto y este se hundió
engullido por una masa espesa y parda.
—Es
un pozo de alpechín —dijo—. Tere cayó en él el verano pasado.
Un
escalofrío me recorrió el cuerpo de pies a cabeza. Yo la había visto, había
sentido su presencia; no era posible que estuviera muerta. Y, sin embargo, toda
mi lógica se deshacía recordando aquella imagen horrible de su rostro
desfigurado. No conseguía ver en ella a un ser humano. Eso era: podía sentir al
monstruo que encerraba su espíritu.
Completamente
atontado, escuché a los chicos forcejear con la puerta, y me volví hacia ellos
rezando para que pudieran abrirla. Solo me giré un segundo, apenas un parpadeo.
Pero me alcanzó.
La
mano que surgió, de pronto, bajo el nauseabundo líquido, agarró con fuerza
mi tobillo derecho y tiró de mí hacia la alberca. Cuando el terror
inmovilizó mis músculos y sumergió del todo mi cabeza, paré de luchar contra el
miedo, y me dejé arrastrar. Pensé en mamá, deseé que me salvara como
hacía siempre que me asustaba de algo.
A
punto de estallarme los pulmones, algo me impulsó desde el fondo, sacando la
mitad de mi cuerpo fuera de la balsa. Había sido esa pesadilla con forma de
niña.
—¡Déjame
en paz! ―le chillé con todas mis fuerzas―. ¡Aléjate de mí!
Me
miraba fijamente, empapada en la misma mugre pringosa que yo. Sonreía con la
repugnante sustancia oscureciendo sus dientes. Una baba oscura y pastosa empezó
a chorrear de su boca deformada.
—¿Qué
quieres de mí? —grité, desesperado.
—No
quiere nada de ti —me respondió su hermano mayor a mi espalda—. Por eso no te
ha llevado con ella ―siguió—. Está enfadada porque no has dejado que tu hermana
pequeña viniera hasta aquí. La quiere a ella.
Entonces
el verdadero terror se apoderó de mí. Y vomité.
La vieja puerta cedió
finalmente a nuestros empujones, y huí de allí tan rápido como pude. Tenía que
avisarlos.
Cuando
mamá me vio llegar, se asustó mucho; puso su mano en la boca para ahogar una
arcada. Mi aspecto no era más horrible que el fétido olor que desprendía.
—¡Dios
santo! Alejandro, ¿qué te ha pasado? ―gritó papá, cogiéndome en brazos justo
antes de que cayera al suelo.
Mientras
el agua de la bañera me espabilaba, yo intentaba contarles lo sucedido, pero la
angustia que sentía paralizaba mi garganta, me cortaba la respiración y solo me
dejaba balbucear palabras incomprensibles. Mamá me besaba sin parar, pero nada
me calmaba. No me sentía a salvo en absoluto. Miraba a mi hermana que, agarrada
a la pierna de papá, me observaba con cara de preocupación.
—¡Hay
un fantasma que quiere llevarse a Elena! ―dije al fin, sollozando.
Mamá
comenzó a llorar también.
—Tenemos
que llevarlo a un hospital. ―Estaba muy nerviosa—. No sabemos dónde se ha
caído, ni si ha tragado algo.
Papá
miró el reloj.
—¡Maldita
sea!, este hombre debería haber llegado ya para organizar el trabajo de mañana.
―Hablaba para sí; luego se fue―. ¡Voy a buscar al guarda! ―gritó desde la
calle. Tardó apenas tres minutos en regresar.
—¡Joder!
¡En esa casa no hay nadie! Está todo apagado. Debe de ser él quien está
quemando los rastrojos allá abajo. ―Se quedó unos segundos pensando―. Vamos a
hacer una cosa: voy a ir a buscarlo y a decirle lo que ha pasado, si es que no
se ha enterado ya. Quizás en el camino haya algo de cobertura y pueda hablar
también con el dueño de la finca. Cariño, recoge las cosas; en cuanto regrese,
nos vamos. Alejandro ―dijo impaciente―, termina de vestirte, hijo, necesito
saber qué ha pasado.
Dentro
del coche nos dimos cuenta de que yo seguía apestando.
—Papá,
¿tú crees en fantasmas? ―le pregunté cuando hubo arrancado. Durante el corto
trayecto hasta donde estaban aquellos montones ardiendo, le conté la pesadilla
de la que aún no había regresado.
—Hijo,
esos chicos son unos gamberros, y han estado jugando contigo de una manera
bastante peligrosa. Te podía haber costado la vida.
—Pero
ellos decían que su hermana muerta se sentía sola y que quería a Elena con
ella. ¡Hasta su padre quería que la lleváramos al molino!
No
me creía. Buscaba en sus ojos un poco de entendimiento, pero estaba lejos de
comprender nada de lo que le decía. Fingiría un horrible dolor de estómago si
era necesario, pero teníamos que salir de allí como fuera.
El
dispositivo de manos libres soltó un pitido. Había vuelto la cobertura. El
primero de los mensajes saltó en el buzón de voz:
—Buenas
tardes, Fernando. Llevo dos horas esperándole en la finca y empiezo a
preocuparme. Espero que no hayan tenido problemas para llegar, o que no se haya
arrepentido en el último momento. Por favor, póngase en contacto conmigo en
cuanto le sea posible.
Noté
que sus manos se tensaban. Detuvo el coche y, sin escuchar el resto de los
mensajes, comenzó a marcar en el móvil. Un desconocido respondió por el
altavoz.
—¡Por
fin da señales de vida, hombre! ¿Dónde se ha metido?
—No
entiendo muy bien lo que está pasando. Creo... creo que nos hemos perdido. ―Papá
parecía tremendamente confuso―. Seguí todas sus instrucciones. ¿Es posible que
estemos en otro lugar? No lo entiendo. El encargado parecía esperarnos y...
—¿Quiere
decir que están en otro cortijo? ―interrumpió la voz al otro lado—. ¿Pero
dónde?
—¡No
lo sé! —contestó, nervioso.
—Descríbame
el sitio ―pidió.
Como
si estuviera intentando recordar un paisaje olvidado hace años, iba dando la
información a pequeñas dosis, de modo que empecé a apuntar detalles del lugar,
que papá repetía a continuación como un autómata.
—¡Por
todos los santos! ¡Está usted en "El Socarral"! Debió pasarse el
primer desvío; están a unos veinte minutos del camino de servicio que le
indiqué. ―Se hizo un breve silencio—. Tiene usted que salir de allí. El
propietario de la finca no está en sus cabales ―soltó a bocajarro―. El año
pasado perdió a su mujer y a su hija en un accidente; bueno, en realidad fue la
pequeña la que murió ahogada, la mujer apareció colgada de una viga en...
Papá
desconectó el manos libres y cogió el móvil.
—No,
estoy solo con mi hijo. Ellas siguen arriba. ―Tiré de la manga de su camisa con
gesto apremiante―. Mire, tengo que subir a buscarlas... Sí, por favor,
encárguese usted de llamarlos, me sentiré más tranquilo si me manda a los
civiles.
Papá
no se molestó siquiera en apagar el teléfono. Sudaba. Arrancó de nuevo el
vehículo, y giró bruscamente dando la vuelta. Tuvo que encender las luces; en
unos minutos, el sol había desaparecido en el horizonte.
—¿Me
crees ahora? ―pregunté con un nudo en la garganta.
—Hijo,
en este momento temo más a los vivos que a los muertos, créeme.
Ya
estamos arriba. La ansiedad dispara los latidos del corazón, que suben hasta la
sien golpeando sin piedad. Detiene el coche con brusquedad, y deja los faros
alumbrando directamente sobre la fachada del molino. No sé qué ha visto.
Entonces, yo también me sobresalto ante la figura que grita arrodillada frente
a la puerta. Es mamá, que llora y golpea desesperada. Papá sale a la
carrera.
—¿Qué
ha pasado? ¡Dime! ―La zarandea, intentando hacerla reaccionar. Tiene un golpe
en el rostro, y le sangra la nariz.
—¡Se
ha llevado a la niña! ¡Ese hombre se ha llevado a Elena! ―Su llanto es un
gemido.
Papá
la suelta y se lanza contra el portón, embistiendo la agrietada madera.
—¡Suelta
a la niña, bastardo! ―chilla fuera de sí― ¡Elena!
Los
alaridos de mi hermana resuenan en el interior, rebotando en las paredes.
Me
acerco despacio, el tiempo se ha detenido y todo va a cámara lenta. Apenas
percibo un leve zumbido a mi alrededor. Junto a la ventana sin cristales, los
dos chicos se abrazan en el suelo formando un nudo de brazos y piernas. Están
asustados. Mis ojos, secos, miran suplicantes.
—Decidle
a vuestro padre que me devuelva a mi hermana ―me oigo rogar.
Ellos
no se levantan. El mayor me habla; no le escucho, pero puedo leer sus
labios.
—Padre
va a cumplir su promesa. Ya puede ir con nuestra madre. Tere no está sola.
El
zumbido cesa. Un crujido me rasga los oídos. Elena ya no grita, ni se escucha el
chapoteo dentro; papá y mamá también han enmudecido. Yo no los miro, pero sé
que están observando cómo me hago pis encima. Mis ojos están clavados en el
interior del viejo molino, en el movimiento oscilante de unas botas de campo a
la altura de mi cabeza.
Este texto revela una nueva faceta en tu trayectoria, la del relato de mayor extensión, en la que vas plasmando madurez expresiva, añadida a tu ya más que comprobada riqueza de lenguaje, y a esa imaginación desbordante que te caracteriza. La historia es original y consistente; las descripciones, sugerentes y plenas de realidad; el lenguaje, muy cuidado; y consigues manejar con maestría la tensión en el lector hasta el broche del desenlace final. Soberbio relato, en definitiva.
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