sábado, 6 de diciembre de 2014

Dime dónde estarás mañana



Abrí la puerta muy despacio y contuve la respiración. Percibí un inconfundible olor a rancio,  que se colaba por mis fosas nasales estrechando mi seca garganta. Los departamentos antiguos de la Facultad siempre olían de aquel modo. Por un instante, el pánico me paralizó y estuve a punto de volver sobre mis  pasos, pero una inesperada descarga de adrenalina se tragó cualquier atisbo de duda. No podía detenerme ahora, Cristina me necesitaba. Ignoré el vértigo y las ganas de vomitar y, con las manos húmedas, me adentré en una sala llena de muebles viejos y de polvo acumulado. Sobre el escritorio, montones de papeles amenazaban con deslizarse hasta el suelo y delatar mi presencia. Si me descubrían allí,  estaría perdida. "Solo será un momento", me animé.

Resultaba complicado orientarse en el interior del despacho de literatura árabe; apenas entraba luz por las ventanas a aquellas horas de la tarde. Me tomé unos segundos para recuperar el aliento. La intensidad con la que el pulso me bombeaba la sangre hacia las sienes apenas me dejaba enfocar con claridad, y ese maldito latido ensordecedor que venía subiendo desde mi pecho iba a volverme loca. Entendí que eso debía de ser el verdadero miedo. Un miedo cerval que volvía a paralizarme. Intenté alejar esa sensación de ahogo que mantenía mi estómago pegado al diafragma y bloqueaba todos mis reflejos; lo suficiente para permitir que mis pies se movieran hacia el segundo cajón de la carcomida mesa de trabajo, destinada al profesor interino.  

Estaba cerca. Tan solo debía llegar hasta allí y coger los documentos que había en su interior. Un calor abrasador ascendía por mi cuello, y me encendía el rostro. Un minuto. Solo necesitaba un minuto, y luego saldría de allí. Pero era pedir demasiado. Escuché un chasquido a mi espalda y comprobé, aterrorizada, cómo el pomo de la puerta empezaba a girar. En ese instante, realmente consciente del riesgo que estaba corriendo, vi pasar a toda velocidad los acontecimientos que me hicieron regresar de nuevo a la Facultad de Filología, apenas dos semanas antes. 


Ese mediodía había quedado con Cristina en las escalinatas principales del edificio. Quería presentarme de manera oficial a Kudret, el nuevo profesor interino de literatura árabe; el guapo turco que le daba clases en segundo curso y que, al mismo tiempo, se acostaba con ella. Dos cosas compatibles en el tiempo, pero inviables según marcaban los cánones universitarios. En cualquier caso, había algo en él que no me gustaba; posiblemente fuera el hecho de que la primera vez que nos cruzamos en los pasillos, me miró a mí como debiera haberla mirado a ella.  
—Es un encantador de serpientes —le dije cuando quiso saber mi parecer.
—Estás rabiosa porque me estoy tirando al tío más bueno de la facultad —sentenció. 
Desde luego, Kudret era todo un homenaje al modelo turco de la masculinidad, pero no estaba dispuesta a entrar en ese juego. 
—Disfrútalo mientras puedas; está de paso, no te compliques mucho la vida —le aconsejé.
—No me vengas ahora haciéndote pasar por la madre que nunca tuve; con que me hagas de hermana me vale. 

Aún no había sonado el timbre, cuando observé que Kudret salía por una de las puertas laterales. Lo saludé con la mano, pero él no se dio cuenta. Siguió caminando hacia los aparcamientos, y se encontró con dos tipos jóvenes, trajeados y con gafas de sol. Tenían aspecto de terroristas, o de modelos de anuncio de yogur griego. Reí para mis adentros por semejante comparación. Me acerqué con curiosidad, y les hice una foto con el móvil. Menudos amiguitos tenía el novio de Cristina. Levanté los ojos de la pantalla, y descubrí que él me había visto; me observaba muy serio, aunque rápidamente me obsequió con una flamante sonrisa. Regresé con discreción a la entrada principal, prefería estar con Cristina cuando él llegara. Volví a mirar aquella foto.
—Parece que tarda en salir, ¿no? —su voz tras de mí apenas a unos centímetros de distancia, me sobresaltó e hizo que el teléfono cayera de mis manos. 
— ¿Qué? —balbuceé—. No... no te había visto llegar.
Se agachó con agilidad, y me lo devolvió, sosteniéndome la mirada. Me ardía la cara. Justo en ese momento escuchamos a Cristina llamándonos. Kudret fue a su encuentro, y yo, con la respiración aún agitada, les di unos segundos de margen mientras guardaba la imagen. Inútil intento; la foto ya había desaparecido. 

La comida fue toda una inmersión cultural en la gastronomía de su tierra. El restaurante estaba un poco alejado, posiblemente porque no quería dejarse ver con dos estudiantes en las inmediaciones del campus, en un ambiente tan poco formal. Uno de los tipos que había visto anteriormente en el parking salió de la cocina y le comentó algo en voz baja. Disculpándose,  se levantó para ir a hablar con él en un lugar más apartado. Parecían discutir algo serio.
—Oye, Cristi,  ¿no es un poco raro que seamos los únicos comiendo aquí? 
Ella se encogió de hombros, mientras se metía en la boca un trozo de cordero asado.  
—Hoy es lunes —explicó él, cuando regresó a la mesa—; es el día que se cierra al público. Lo han abierto expresamente para nosotros. 
Se dirigía a mí;  yo lo sabía, y él también.  De repente me sentí muy incómoda.

Cuando terminamos el almuerzo, nuestro acompañante se ofreció a devolvernos al campus de nuevo. Íbamos hacia la puerta, cuando Cristina informó que debía ir al baño antes. Mientras la esperábamos fuera, comenzó a llover. Kudret entró y volvió a salir con un paraguas en la mano. Se acercó cuanto pudo para que ambos quedásemos  protegidos de la lluvia. 
—Cristina dice que eres como una hermana. ―Estaba tan cerca que sentía su respiración.
—Este tío es un caradura —pensé.
—Imagino que nunca le harías daño —continuó.
Mis pensamientos iban a toda velocidad ¿Qué quería decir con eso? ¿Acaso temía que me fuera de la lengua y contara su aventura profesor-alumna?
—Tampoco dejaría que se lo hicieran —contesté, girándome y plantándole cara. 

Sin apenas tiempo para reaccionar, sujetó con firmeza mi cuello y me atrajo hacia él, besándome con una intensidad que me aflojó las piernas. 
La puerta del restaurante se abrió justo en ese momento, y quise morirme. 
—Podemos irnos cuando queráis. —La voz de Cristina sonaba completamente normal. 
Entonces, comprobé desconcertada que aquel suicida había colocado el paraguas como parapeto entre mi amiga y nosotros dos. 
—¡Vámonos, pues! —dijo, ofreciéndole su mano.
Bastante alucinada por lo que acababa de suceder, los seguí en dirección al coche, sin dejar de preguntarme qué demonios pretendía aquel hombre. Fuera lo que fuese, parecía controlar las reglas del juego.

Durante los días siguientes, evité encontrarme con cualquiera de los dos. Sabía que debía advertir a mi amiga sobre lo que había pasado, pero la veía tan colada que, posiblemente,  esa confesión la hubiera puesto en mi contra. Solo faltaba una semana para que las clases acabaran y él se marchara a su país. Las cosas rodarían solas. Por eso la llamada de Cristina me cogió totalmente desprevenida.
—¡Me voy con Kudret a Turquía! —gritó al otro lado. Un mal pálpito me encogió el estómago. —¿Ana? ¿sigues ahí? ―preguntó.
—Sí... sí, estoy aquí —mis pensamientos iban a mil por hora—. ¿Cómo ha ocurrido?
—Me ha invitado a pasar unas semanas con él para enseñarme Estambul. ¿Puedes imaginarlo? Pasaremos juntos las próximas semanas. ¡Está loco por mí!
—Ya...—murmuré—. Escúchame, Cristi, tenemos que hablar. Voy a recogerte a la salida de tu próxima clase.

Tenía que decírselo. No iba a resultar nada fácil, pero no podía dejar que se fuera con él. No solo se comportaba como un canalla. Era su extraña manera de monopolizar a Cristina desde que se conocieron. Tenía un mal presentimiento. 
—¿Un presentimiento? —exclamó extrañada cuando nos encontramos—. ¿Cómo puedes decir eso? ¡No lo conoces! ¿No será que te gusta, y te fastidia que estemos juntos? 
Aquello no podía estar saliendo de su boca.
—Mira, Cristina... —ya no había vuelta atrás—. El otro día en el restaurante, tu amiguito...
—¿Hablábais de mí? —una voz a mis espaldas me atravesó el cerebro, y me puso instintivamente en alerta.
—¡Mierda! —murmuré entre dientes—. Ahora no. 
—Le estaba contando a Ana que me voy contigo ―informó Cristina —. Está un poco preocupada por mí. —Podía notar el sarcasmo en su forma de pronunciar aquellas palabras. 
Al girarme, pude apreciar la mirada fulminante que él le lanzó.
—Te pedí que no lo comentaras —dijo con una suavidad que sus ojos desmentían.
Ella se dio cuenta en seguida, y comenzó a excusarse.
—No se lo he dicho a nadie más. Ana es mi mejor amiga, no tengo secretos para ella.
—¿Y ella? ¿tiene secretos para ti? —dijo con absoluta premeditación.

Antes de que ninguna de las dos pudiéramos responder a eso, Kudret le ordenó: —Habibi, ve al coche y espérame allí, voy a recoger unos libros y enseguida salgo.
Me quedé espantada mientras ella me daba un beso rápido en la mejilla, a modo de despedida. Mi cara de perplejidad era demasiado obvia.
—¿De verdad ibas a decírselo? ¿Ibas a contarle lo del beso? —me inquirió.
—¿Nadie te dijo que es de mala educación escuchar conversaciones ajenas? —le espeté indignada—. No sé a qué estás jugando, Kudret, pero no voy a dejar que Cristina se vaya contigo. Hablaré con su padre, y le advertiré sobre la clase de hombre que eres. 
—Su padre estará fuera todo el verano con su nueva novia. Ya me encargué de eso.
—¿Que te encargaste de qué...? —me di cuenta de que no había estado en sus intenciones haberme hecho ese comentario. 
—Ana —comenzó a decir acariciando con maestría un mechón de mi pelo—, vente tú también a Estambul. 
De nuevo empecé a notar cómo la respiración se me aceleraba; no solo por su inadecuado acercamiento, sino por aquel repentino cambio de tema. Nunca me había sentido tan intimidada. El pasillo se había quedado completamente vacío. ¿Dónde diablos estaba todo el mundo?
—Escucha —empecé a decir con todo el aplomo del que fui capaz —. No me gustas. No me gusta la manera en que tratas a Cristina, ni tu comportamiento respecto a mí. Déjanos en paz, y márchate de una vez. —Mientras hablaba, su gesto se iba volviendo más oscuro.
—No —sentenció en tono hostil—. Escúchame tú a mí —dijo, agarrándome del brazo con fuerza. ―Me hacía daño―. Eres tú la que va a dejar de meterse en mis asuntos, y la que nos va a dejar en  paz. ¿Has entendido? 
De repente me di cuenta de que los veinte años de diferencia que nos separaban pesaban tanto como su amenaza. Me zafé como pude, temblando como un flan. Satisfecho al ver mi reacción, recuperó la compostura y salió en dirección a la calle. 

Tardé tres días en volver a hablar con Cristina. Me llamó muy temprano desde un número desconocido. Hablaba con voz temblorosa y parecía muy asustada. 
—Ana, llama a la policía. —Sus palabras golpearon mi cerebro como un mazazo―. Estoy con dos chicas más en el piso de Kudret. Son las novias de sus amigos ―hablaba atropelladamente—. Nos vamos todos a Estambul mañana por la tarde, han adelantado el vuelo dos días. ―Empezó a llorar, y apenas entendía lo que me decía—. Una de las chicas quiso marcharse ayer, parece más joven que yo, y hoy lleva todo el día adormilada. Creo que le han dado algo... —bajó el tono hasta el susurro—.  Hablan todo el tiempo en turco, y no sé qué dicen —volvió a sollozar—. Kudret está distinto. Ayer, cuando le dije que quería llamarte para despedirme, se enfadó muchísimo, y me quitó el móvil. Se ha dejado el suyo aquí y...

Yo estaba en shock, aquello era totalmente surrealista. Intentaba pensar con claridad. 
—No te preocupes, voy a llamar a la policía. No te puede llevar a Turquía en contra de tu voluntad ―intentaba sonar convincente—. Dile que has perdido la documentación.
—Ya es tarde, le di mi pasaporte hace unos días; vi cómo lo guardaba en el segundo cajón de su mesa. Mañana temprano irá para despedirse a la Facultad; necesita recoger mi documentación, aún sigue allí. 
—¿De qué mesa me hablas? —casi grité.
—La que hay bajo la ventana, en el Departamento. ¡No dejes que me saque del país!

La llamada se cortó. Un escalofrío me recorrió el cuerpo. Aquello no podía estar pasando. Cuando intenté explicarle a la policía lo que sucedía, parecían no entenderme.
—¿Y dice usted que su amiga está retenida por su novio en contra de su voluntad? ¿Y que no sabe dónde localizarla? ¿Nos podría dar el teléfono desde el que llamó? Intentaremos contactar con ella.
Me quedé esperando toda una eternidad.
—Señorita, parece que todo está bien. Hemos conseguido contactar con su amiga, y parece ser que solo han querido gastarle una broma pesada. 
Yo estaba atónita. ¿Y eso era todo? ¿No iban a comprobar nada más? Estaba tan desesperada, que me planté en la comisaría media hora después para denunciar su desaparición.
—Deben pasar veinticuatro horas antes de empezar a buscarla —fue la respuesta de la agente que me atendió.
         Me eché a llorar como una niña.
—Hagamos una cosa. —La mujer empezó a sopesar la situación—. Daremos aviso al aeropuerto para que mañana vigilen la salida de pasajeros a Estambul. Si vemos algo extraño en el comportamiento de tu amiga, lo sabremos. ¿De acuerdo?
Yo apenas la escuchaba. Acababa de reparar en algo: Kudret estaba sobre aviso. No podía esperar. Tenía que llegar al pasaporte de Cristina antes de que él lo hiciera. 

El chirriar de la puerta al abrirse me devolvió al despacho donde me encontraba. Unos segundos me bastaron para darme cuenta de que no sería Kudret quien estaría frente a mí. Ajena a la voz del anciano que me increpaba, yo solo podía mirar al cajón, abierto frente a mí, completamente vacío.
—¿Kudret? —balbuceé a punto de desmayarme de la tensión.
—Vino esta mañana para despedirse y recoger sus cosas ―contestó el hombre, enfadado.
—¿Esta mañana? —Él sabía que yo iría hasta allí. Seguramente había descubierto a Cristina hablando conmigo. ¿Pero dónde diablos estaban ahora?

Según informó Interpol, Cristina salió de España con su acompañante turco y cuatro personas más, a la misma hora en que yo estaba en la Facultad de Filología dando explicaciones de mi allanamiento.
Hace tres meses de aquello. Aún no sé nada de mi amiga.

No hay comentarios:

Publicar un comentario