Abrí la puerta muy
despacio y contuve la respiración. Percibí un inconfundible olor a rancio,
que se colaba por mis fosas nasales estrechando mi seca garganta. Los
departamentos antiguos de la Facultad siempre olían de aquel modo. Por un
instante, el pánico me paralizó y estuve a punto de volver sobre mis
pasos, pero una inesperada descarga de adrenalina se tragó cualquier
atisbo de duda. No podía detenerme ahora, Cristina me necesitaba. Ignoré el
vértigo y las ganas de vomitar y, con las manos húmedas, me adentré en una sala
llena de muebles viejos y de polvo acumulado. Sobre el escritorio, montones de
papeles amenazaban con deslizarse hasta el suelo y delatar mi presencia. Si me
descubrían allí, estaría perdida. "Solo será un momento", me
animé.
Resultaba complicado
orientarse en el interior del despacho de literatura árabe; apenas entraba luz
por las ventanas a aquellas horas de la tarde. Me tomé unos segundos para
recuperar el aliento. La intensidad con la que el pulso me bombeaba la sangre
hacia las sienes apenas me dejaba enfocar con claridad, y ese maldito latido
ensordecedor que venía subiendo desde mi pecho iba a volverme loca. Entendí que
eso debía de ser el verdadero miedo. Un miedo cerval que volvía a paralizarme.
Intenté alejar esa sensación de ahogo que mantenía mi estómago pegado al
diafragma y bloqueaba todos mis reflejos; lo suficiente para permitir que mis
pies se movieran hacia el segundo cajón de la carcomida mesa de trabajo,
destinada al profesor interino.
Estaba cerca. Tan solo
debía llegar hasta allí y coger los documentos que había en su interior. Un
calor abrasador ascendía por mi cuello, y me encendía el rostro. Un minuto.
Solo necesitaba un minuto, y luego saldría de allí. Pero era pedir demasiado.
Escuché un chasquido a mi espalda y comprobé, aterrorizada, cómo el pomo de la
puerta empezaba a girar. En ese instante, realmente consciente del riesgo que
estaba corriendo, vi pasar a toda velocidad los acontecimientos que me hicieron
regresar de nuevo a la Facultad de Filología, apenas dos semanas antes.
Ese
mediodía había quedado con Cristina en las escalinatas principales del
edificio. Quería presentarme de manera oficial a Kudret, el nuevo profesor
interino de literatura árabe; el guapo turco que le daba clases en segundo
curso y que, al mismo tiempo, se acostaba con ella. Dos cosas compatibles en el
tiempo, pero inviables según marcaban los cánones universitarios. En cualquier
caso, había algo en él que no me gustaba; posiblemente fuera el hecho de que la
primera vez que nos cruzamos en los pasillos, me miró a mí como debiera haberla
mirado a ella.
—Es
un encantador de serpientes —le dije cuando quiso saber mi parecer.
—Estás
rabiosa porque me estoy tirando al tío más bueno de la facultad —sentenció.
Desde
luego, Kudret era todo un homenaje al modelo turco de la masculinidad, pero no
estaba dispuesta a entrar en ese juego.
—Disfrútalo
mientras puedas; está de paso, no te compliques mucho la vida —le aconsejé.
—No
me vengas ahora haciéndote pasar por la madre que nunca tuve; con que me hagas
de hermana me vale.
Aún
no había sonado el timbre, cuando observé que Kudret salía por una de las
puertas laterales. Lo saludé con la mano, pero él no se dio cuenta. Siguió
caminando hacia los aparcamientos, y se encontró con dos tipos jóvenes,
trajeados y con gafas de sol. Tenían aspecto de terroristas, o de modelos de
anuncio de yogur griego. Reí para mis adentros por semejante comparación. Me
acerqué con curiosidad, y les hice una foto con el móvil. Menudos amiguitos
tenía el novio de Cristina. Levanté los ojos de la pantalla, y descubrí que él
me había visto; me observaba muy serio, aunque rápidamente me obsequió con una
flamante sonrisa. Regresé con discreción a la entrada principal, prefería estar
con Cristina cuando él llegara. Volví a mirar aquella foto.
—Parece
que tarda en salir, ¿no? —su voz tras de mí apenas a unos centímetros de
distancia, me sobresaltó e hizo que el teléfono cayera de mis manos.
—
¿Qué? —balbuceé—. No... no te había visto llegar.
Se agachó con
agilidad, y me lo devolvió, sosteniéndome la mirada. Me ardía la cara. Justo en
ese momento escuchamos a Cristina llamándonos. Kudret fue a su encuentro, y yo,
con la respiración aún agitada, les di unos segundos de margen mientras
guardaba la imagen. Inútil intento; la foto ya había desaparecido.
La
comida fue toda una inmersión cultural en la gastronomía de su tierra. El
restaurante estaba un poco alejado, posiblemente porque no quería dejarse ver
con dos estudiantes en las inmediaciones del campus, en un ambiente tan poco
formal. Uno de los tipos que había visto anteriormente en el parking salió de
la cocina y le comentó algo en voz baja. Disculpándose, se levantó para
ir a hablar con él en un lugar más apartado. Parecían discutir algo serio.
—Oye,
Cristi, ¿no es un poco raro que seamos los únicos comiendo aquí?
Ella
se encogió de hombros, mientras se metía en la boca un trozo de cordero asado.
—Hoy
es lunes —explicó él, cuando regresó a la mesa—; es el día que se cierra al
público. Lo han abierto expresamente para nosotros.
Se
dirigía a mí; yo lo sabía, y él también. De repente me sentí muy
incómoda.
Cuando
terminamos el almuerzo, nuestro acompañante se ofreció a devolvernos al campus
de nuevo. Íbamos hacia la puerta, cuando Cristina informó que debía ir al baño
antes. Mientras la esperábamos fuera, comenzó a llover. Kudret entró y volvió a
salir con un paraguas en la mano. Se acercó cuanto pudo para que ambos
quedásemos protegidos de la lluvia.
—Cristina
dice que eres como una hermana. ―Estaba tan cerca que sentía su respiración.
—Este
tío es un caradura —pensé.
—Imagino
que nunca le harías daño —continuó.
Mis
pensamientos iban a toda velocidad ¿Qué quería decir con eso? ¿Acaso temía que
me fuera de la lengua y contara su aventura profesor-alumna?
—Tampoco
dejaría que se lo hicieran —contesté, girándome y plantándole cara.
Sin
apenas tiempo para reaccionar, sujetó con firmeza mi cuello y me atrajo hacia
él, besándome con una intensidad que me aflojó las piernas.
La
puerta del restaurante se abrió justo en ese momento, y quise morirme.
—Podemos
irnos cuando queráis. —La voz de Cristina sonaba completamente normal.
Entonces,
comprobé desconcertada que aquel suicida había colocado el paraguas como
parapeto entre mi amiga y nosotros dos.
—¡Vámonos,
pues! —dijo, ofreciéndole su mano.
Bastante
alucinada por lo que acababa de suceder, los seguí en dirección al coche, sin
dejar de preguntarme qué demonios pretendía aquel hombre. Fuera lo que fuese,
parecía controlar las reglas del juego.
Durante
los días siguientes, evité encontrarme con cualquiera de los dos. Sabía que
debía advertir a mi amiga sobre lo que había pasado, pero la veía tan colada
que, posiblemente, esa confesión la hubiera puesto en mi contra. Solo
faltaba una semana para que las clases acabaran y él se marchara a su país. Las
cosas rodarían solas. Por eso la llamada de Cristina me cogió totalmente
desprevenida.
—¡Me
voy con Kudret a Turquía! —gritó al otro lado. Un mal pálpito me encogió el
estómago. —¿Ana? ¿sigues ahí? ―preguntó.
—Sí...
sí, estoy aquí —mis pensamientos iban a mil por hora—. ¿Cómo ha ocurrido?
—Me
ha invitado a pasar unas semanas con él para enseñarme Estambul. ¿Puedes
imaginarlo? Pasaremos juntos las próximas semanas. ¡Está loco por mí!
—Ya...—murmuré—.
Escúchame, Cristi, tenemos que hablar. Voy a recogerte a la salida de tu
próxima clase.
Tenía
que decírselo. No iba a resultar nada fácil, pero no podía dejar que se fuera
con él. No solo se comportaba como un canalla. Era su extraña manera de
monopolizar a Cristina desde que se conocieron. Tenía un mal
presentimiento.
—¿Un
presentimiento? —exclamó extrañada cuando nos encontramos—. ¿Cómo puedes decir
eso? ¡No lo conoces! ¿No será que te gusta, y te fastidia que estemos juntos?
Aquello
no podía estar saliendo de su boca.
—Mira,
Cristina... —ya no había vuelta atrás—. El otro día en el restaurante, tu
amiguito...
—¿Hablábais
de mí? —una voz a mis espaldas me atravesó el cerebro, y me puso instintivamente
en alerta.
—¡Mierda!
—murmuré entre dientes—. Ahora no.
—Le
estaba contando a Ana que me voy contigo ―informó Cristina —. Está un poco
preocupada por mí. —Podía notar el sarcasmo en su forma de pronunciar aquellas
palabras.
Al
girarme, pude apreciar la mirada fulminante que él le lanzó.
—Te
pedí que no lo comentaras —dijo con una suavidad que sus ojos desmentían.
Ella
se dio cuenta en seguida, y comenzó a excusarse.
—No
se lo he dicho a nadie más. Ana es mi mejor amiga, no tengo secretos para ella.
—¿Y
ella? ¿tiene secretos para ti? —dijo con absoluta premeditación.
Antes
de que ninguna de las dos pudiéramos responder a eso, Kudret le ordenó: —Habibi,
ve al coche y espérame allí, voy a recoger unos libros y enseguida salgo.
Me
quedé espantada mientras ella me daba un beso rápido en la mejilla, a modo de
despedida. Mi cara de perplejidad era demasiado obvia.
—¿De
verdad ibas a decírselo? ¿Ibas a contarle lo del beso? —me inquirió.
—¿Nadie
te dijo que es de mala educación escuchar conversaciones ajenas? —le espeté
indignada—. No sé a qué estás jugando, Kudret, pero no voy a dejar que Cristina
se vaya contigo. Hablaré con su padre, y le advertiré sobre la clase de hombre
que eres.
—Su
padre estará fuera todo el verano con su nueva novia. Ya me encargué de eso.
—¿Que
te encargaste de qué...? —me di cuenta de que no había estado en sus
intenciones haberme hecho ese comentario.
—Ana
—comenzó a decir acariciando con maestría un mechón de mi pelo—, vente tú
también a Estambul.
De
nuevo empecé a notar cómo la respiración se me aceleraba; no solo por su
inadecuado acercamiento, sino por aquel repentino cambio de tema. Nunca me
había sentido tan intimidada. El pasillo se había quedado completamente vacío.
¿Dónde diablos estaba todo el mundo?
—Escucha
—empecé a decir con todo el aplomo del que fui capaz —. No me gustas. No me
gusta la manera en que tratas a Cristina, ni tu comportamiento respecto a mí.
Déjanos en paz, y márchate de una vez. —Mientras hablaba, su gesto se iba
volviendo más oscuro.
—No
—sentenció en tono hostil—. Escúchame tú a mí —dijo, agarrándome del brazo con
fuerza. ―Me hacía daño―. Eres tú la que va a dejar de meterse en mis asuntos, y
la que nos va a dejar en paz. ¿Has entendido?
De
repente me di cuenta de que los veinte años de diferencia que nos separaban
pesaban tanto como su amenaza. Me zafé como pude, temblando como un flan.
Satisfecho al ver mi reacción, recuperó la compostura y salió en dirección a la
calle.
Tardé
tres días en volver a hablar con Cristina. Me llamó muy temprano desde un
número desconocido. Hablaba con voz temblorosa y parecía muy asustada.
—Ana,
llama a la policía. —Sus palabras golpearon mi cerebro como un mazazo―. Estoy
con dos chicas más en el piso de Kudret. Son las novias de sus amigos ―hablaba
atropelladamente—. Nos vamos todos a Estambul mañana por la tarde, han adelantado el
vuelo dos días. ―Empezó a llorar, y apenas entendía lo que me decía—. Una de
las chicas quiso marcharse ayer, parece más joven que yo, y hoy lleva todo el
día adormilada. Creo que le han dado algo... —bajó el tono hasta el susurro—. Hablan todo el tiempo en turco, y no sé qué
dicen —volvió a sollozar—. Kudret está distinto. Ayer, cuando le dije que
quería llamarte para despedirme, se enfadó muchísimo, y me quitó el móvil. Se
ha dejado el suyo aquí y...
Yo
estaba en shock, aquello era totalmente surrealista. Intentaba pensar con
claridad.
—No
te preocupes, voy a llamar a la policía. No te puede llevar a Turquía en contra
de tu voluntad ―intentaba sonar convincente—. Dile que has perdido la
documentación.
—Ya
es tarde, le di mi pasaporte hace unos días; vi cómo lo guardaba en el segundo
cajón de su mesa. Mañana temprano irá para despedirse a la Facultad; necesita
recoger mi documentación, aún sigue allí.
—¿De
qué mesa me hablas? —casi grité.
—La
que hay bajo la ventana, en el Departamento. ¡No dejes que me saque del país!
La
llamada se cortó. Un escalofrío me recorrió el cuerpo. Aquello no podía estar
pasando. Cuando intenté explicarle a la policía lo que sucedía, parecían no
entenderme.
—¿Y
dice usted que su amiga está retenida por su novio en contra de su voluntad? ¿Y
que no sabe dónde localizarla? ¿Nos podría dar el teléfono desde el que llamó?
Intentaremos contactar con ella.
Me
quedé esperando toda una eternidad.
—Señorita,
parece que todo está bien. Hemos conseguido contactar con su amiga, y parece
ser que solo han querido gastarle una broma pesada.
Yo
estaba atónita. ¿Y eso era todo? ¿No iban a comprobar nada más? Estaba tan
desesperada, que me planté en la comisaría media hora después para denunciar su
desaparición.
—Deben
pasar veinticuatro horas antes de empezar a buscarla —fue la respuesta de la
agente que me atendió.
Me eché a llorar como una niña.
—Hagamos
una cosa. —La mujer empezó a sopesar la situación—. Daremos aviso al aeropuerto
para que mañana vigilen la salida de pasajeros a Estambul. Si vemos algo
extraño en el comportamiento de tu amiga, lo sabremos. ¿De acuerdo?
Yo
apenas la escuchaba. Acababa de reparar en algo: Kudret estaba sobre aviso. No
podía esperar. Tenía que llegar al pasaporte de Cristina antes de que él lo
hiciera.
El
chirriar de la puerta al abrirse me devolvió al despacho donde me encontraba.
Unos segundos me bastaron para darme cuenta de que no sería Kudret quien
estaría frente a mí. Ajena a la voz del anciano que me increpaba, yo solo podía
mirar al cajón, abierto frente a mí, completamente vacío.
—¿Kudret?
—balbuceé a punto de desmayarme de la tensión.
—Vino
esta mañana para despedirse y recoger sus cosas ―contestó el hombre, enfadado.
—¿Esta
mañana? —Él sabía que yo iría hasta allí. Seguramente había descubierto a
Cristina hablando conmigo. ¿Pero dónde diablos estaban ahora?
Según
informó Interpol, Cristina salió de España con su acompañante turco y
cuatro personas más, a la misma hora en que yo estaba en la Facultad de
Filología dando explicaciones de mi allanamiento.
Hace
tres meses de aquello. Aún no sé nada de mi amiga.
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