Al sur de la antigua
Hispania, existe una ciudad que solo es visible durante nueve meses al año. Al
llegar el verano, un sol implacable despierta con sus rayos a un dragón que
habita en el Sáhara. Su hambre voraz levanta montañas de arena y seca los
oasis. El enorme reptil inicia su vuelo hacia el viejo continente hasta
alcanzar la legendaria urbe, engullendo a su paso caminos, arboledas y casas.
Dicen que brota fuego de sus fauces, calcinando las pocas aves que osan cruzar
el límpido cielo, y que, al rozar la piedra de los adoquines, transforma las
calles en un espejismo. Tras la estela de su ardiente aliento, surge una bóveda
brumosa que cubre los campos, desde la espesa sierra hasta la vega, ocultando a
ojos extraños todo cuanto queda bajo ella.
Así permanece la bestia
durante el estío, alimentando su insaciable apetito bajo los arcos de un puente
indestructible. Algunos ingenuos forasteros se atreven a desafiar la sofocante atmósfera
y logran penetrar en su interior para comprobar la existencia de semejante
monstruo, mas huyen despavoridos al contemplar cómo las estatuas de bronce que
se erigían en las plazas han tornado en charcos oscuros a los pies del
pedestal. Cuenta la leyenda que, durante estos meses inauditos, la vida se
esfuma igual que se evaporan las aguas del río, y que el viento lame los muros
de las iglesias, derritiendo los campanarios. En este lugar sin tiempo, el
reloj del Ayuntamiento se detuvo a las seis y media de la tarde, cuando las
fláccidas agujas se desplomaron, incapaces de seguir girando.
Pero el secreto mejor
guardado se esconde bajo las sombras de las fachadas. Mientras el mundo ora en
misa de réquiem por una ciudad muerta, sus habitantes sobreviven en un letargo
aprendido con los siglos. Ya no temen a la fiera que les invade y abrasa cada
rincón, pues su piel guarda memoria de ataques del pasado y han aprendido a
vencer las embestidas del calor.
Los niños curten su piel y
transpiran como las escamas de ese diablo, pues encontraron en su trato la
mejor escuela. Cuando el dragón agita sus alas esparciendo llamaradas, cierran
puertas y ventanas, y pausan sus quehaceres. Los más jóvenes, inmunes a sus
dentelladas, recorren las aceras, indiferentes a los rugidos, y alimentan su
propia fortaleza friendo huevos y asando carne sobre los bancos de metal del
parque; y, si los aventajados alumnos se sienten desfallecer, recurren a
pócimas secretas de rojas hortalizas que deleitan paladares en forma de frescas
cremas. Los más sabios, valerosos guerreros donde los haya, acompasan su respiración
con los resoplidos humeantes del animal en obligada siesta para sosegarlo, y este,
en un mantra de ronquidos, acaba enroscando su cuerpo y ofreciendo la ansiada
tregua.
Así, al llegar la noche, la población
abandona sus refugios y se lanza a las calles para empapar de granizados el
ambiente; y, si el áspero ser se revuelve en sus pesadillas dejando escapar
infernales bocanadas, todos acuden a las improvisadas aguas termales de las
fuentes para encontrar el sueño que a veces no llega. Al
fin, cuando el siroco cambia su rumbo y el otoño sopla tímido en las secas
hojas de los árboles, el dragón emprende su regreso al desierto. Mas nadie se
confía en exceso con la retirada. Como buenos aprendices de sus costumbres,
saben que gusta de remolonear en su despedida, y no es la primera vez que con
uno de sus últimos bufidos hace madurar los membrillos de la campiña. Solo los
ancianos siguen su rastro con la vista en el horizonte, sabedores de que el
próximo año volverá aún más hambriento.
Me ha gustado mucho, pero yo soy muy de verano, a ver si tu dragón se da una vuelta por aquí para que el invierno no se haga tan pesado. Preciosa semblanza de Córdoba con la escusa del calor. Nos vemos pronto. Besosss!!!
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