La pequeña Elvira tiembla débilmente, sentada en un sofá azul. Su cuerpo se estremece de manera tan imperceptible que nadie a su alrededor se ha percatado de ello. Sin embargo, los miedos que la agitan por dentro podrían hacer caer un rascacielos. Respira hondo, busca el regazo de su madre y cierra los ojos. La mujer la aprieta contra sí y, durante un instante, le devuelve una paz casi olvidada.
La niña se pregunta a dónde irán con aquella maleta. Sabe que, aunque en ella solo cabe una muda, lleva dentro todo el peso de la incertidumbre. Puede verlo en los ojos de su progenitora.
Nunca han viajado tan ligeras de equipaje. En realidad jamás han ido a ninguna parte, al menos no en el mundo real. Sin embargo, ya habían surcado juntas el mar en medio de la tormenta cuando, sumergidas en un baño de espuma, esquivaron los truenos en forma de puños que aporreaban la puerta.
―La tempestad pasará pronto, grumete ―le decía ella para tranquilizarla. Y era verdad. La calma llegaba poco después y, aún con los cabellos mojados, caminaban de puntillas atravesando la estancia donde un dragón dormitaba sobre un enorme diván. A veces, la bestia daba un miedo atroz, sobre todo cuando parecía abrir sus rasgados ojos inyectados en fuego. Entonces, Elvira se aferraba a la mano de su madre y corrían hasta puerto seguro, bajo el abrigo de las sábanas, en su dormitorio con cerrojo.
En ocasiones, por efecto de algún hechizo, la feroz criatura se convertía en un caballero que les regalaba palabras de afecto y las llevaba de paseo. La niña se dejaba acariciar con desconfianza, esperando que, de un momento a otro, los dedos de aquella mano amable se convirtieran en unas familiares zarpas. Y es que, en el universo de la diminuta Elvira, las historias bonitas eran solo cuentos breves e inacabados.
Alguna noche, un nuevo desafío las sorprendía sin previo aviso. Como una verdadera heroína, su madre se daba prisa para ponerla a salvo en la gruta que habían inventado debajo de su cama, al tiempo que desviaba la atención del enemigo. Cuando el silencio la avisaba de que el temible ataque había terminado, iba en busca de su protectora, siempre vencida, para llenarla de besos y rogarle, entre lágrimas, que la alejara de allí.
―Este es nuestro castillo, no
tenemos otro lugar donde ir ―respondía ella, compungida.
Pero Elvira ya no quería jugar más. A sus siete años, creía que la auténtica fortaleza estaba entre los muros de su colegio. Soñaba con que su maestra pudiera leerle la mente, como hacía su madre al cruzar la mirada porque, temiendo por ella, ni siquiera se sentía capaz de despegar los labios y escupir sus temores.
La última vez, el cansancio frente a la rabia ajena zarandeó sus sueños infantiles; ya ni siquiera los libros de aventuras que leía en voz alta pudieron amortiguar los gritos. Era incapaz de hacer volar su imaginación; no conseguía percibir el aroma de los bosques encantados, ni notaba su piel empapada de sal tras un abordaje pirata. Simplemente, salió de su cuarto en busca de una verdad tan grande como el alma turbia que habitaba en el corazón de su padre. El puño salvaje que cruzó el aire hacia el rostro de su madre la encontró a ella en mitad del camino.
Cuentan que no hay dolor más genuino que el que se siente en carne viva cuando hieren a un hijo, y el resorte que se disparó en la mente de la mujer abrió de golpe una puerta al final del túnel.
Tras ese instante, no hubo un antes y un después en la vida de Elvira, solo un resquicio que le devolvió la magia cuando escuchó a su madre pedir ayuda a su Ángel de la Guarda. Tuvo la certeza de que hablaba con él porque, unos días más tarde, las esperaba en un parque, tras marchar de casa a hurtadillas.
―Mamá, ¿este es nuestro ángel? ―preguntaba al tiempo que le tiraba del vestido, reclamando su atención.
Ella se limitaba a asentir con la cabeza, con gesto preocupado, mientras la niña se afanaba buscando unas alas, que se le antojaban invisibles, en el cuerpo de la desconocida que las conducía a un nuevo hogar.
Acurrucada en un abrazo maternal, sobre el cálido sofá azul, Elvira aún no logra entender el mundo que la rodea; pero ya no es tan importante. Ella siempre fue capaz de percibir la fragilidad del corazón de su madre. El mismo latido que había sentido transformarse a medida que se apartaban de aquella casa de recuerdos grises.
―Ahora debéis ser valientes ―les anima el ángel.
A pesar de su corta edad, la niña comprende por qué no había conseguido ver sus alas: se las ha prestado a su madre para que esta, al fin, pueda volar.