Finalista en el Certamen Internacional Cuentamontes de Cuentos y Relatos de Montaña 2018.
Existen
algunas emociones en nuestro interior que permanecen dormidas, hasta que un
recuerdo las despierta. A veces, es solo una imagen que ha pasado frente a ti
en algún momento de tu vida; otras, es un vestigio latente de nuestro origen,
que nos hace emprender un viaje inesperado. Por eso estoy aquí, a los pies de
las montañas Gheralta, en la región de Tigray. En Etiopía.
Mi
madre suele decir que mi piel es como el ébano, oscura y brillante, igual que
la noche en que dejó atrás su tierra. En mi memoria solo hay amaneceres
cantábricos de mar espumoso, acunados por el aire del norte. Nunca había
conocido ese mundo que aún refleja en sus pupilas, pero me cuenta que un viento
cálido empezó a soplar en casa cuando llegaron las preguntas que nunca antes le
hice.
Hace
unos meses soñé con un sol inmenso y caliente, y escuché el eco de ritmos
extraños, que guiaron mis pies hasta el salón. Allí estaba ella, abrazada a su
vieja caja de madera. La memoria familiar dormía en el secreto de sus cuatro
compartimentos. Por primera vez, descubrí el murmullo del sur en el mapa de
nuestra historia, concentrado en la tierra árida; sentí la eternidad, latente
en un puñado de semillas; y me perdí en el suave tintineo de una campanilla que
acompañaba palabras en su idioma natal. El cuarto hueco no contenía nada. Solo
el vacío que deja el hogar cuando no consigues regresar. Supe entonces que era
el momento de conocer el lugar que vio nacer a mis padres.
Anudo
despacio los cordones de mis botas. Es ya un movimiento tan mecánico que,
mientras mis dedos trabajan en la lazada, mis pensamientos se concentran en
percibir lo que hay a mi alrededor.
La
tierra es seca y amarilla y, de vez en cuando, levanta remolinos de polvo que
se pierden entre la escasa vegetación. La aridez del aire reseca mis fosas
nasales, tan poco acostumbradas a la falta de humedad, y el silencio solo es
interrumpido por el graznido de una rapaz que sobrevuela nuestras cabezas.
Todo
es nuevo, y al mismo tiempo me resulta extrañamente familiar. Las mujeres con
las que nos hemos cruzado me miran con curiosidad. No las culpo. Debe ser como
ver tu propio reflejo en un espejo salido del futuro.
Observo
a Ana y a Carmen, a poca distancia, revisando los mosquetones de su arnés. Mis
inseparables amigas y compañeras no me han abandonado. Después de infinitas
salidas a nuestros montes, no querían dejarme emprender una nueva ruta en
soledad. Aunque esta vez el sendero tuviera su inicio a miles de kilómetros de
casa. Sin embargo, en la seguridad que me proporciona el escudo de su amistad,
sé que han dejado un espacio alrededor de mis emociones. Hoy todas subiremos a
lo más alto, pero la búsqueda que impulsará nuestros pasos será diferente para
cada una. Los senderos siempre están ahí. Solo esperan al caminante para
transformar su manera de mirar el mundo.
Respiro
hondo y alzo la mirada para contemplar los redondeados farallones de piedra
vertical alzándose en medio de esta llanura. Abuna Yemata Guh. Hacia allí me
dirijo.