En Sanlúcar, justo en el lugar donde el río se
vuelve mar, el sol convierte en plata todo lo que toca. Por eso se enciende la
luz en la piel de los chiquillos de tez morena que en las tardes de agosto
juegan en la playa a esperar que Febo suelte los caballos de su carroza. El
dios, a cambio de una copa de manzanilla y una tortillita de camarones, se
reconcilia con los hombres y deja que jinetes y amazonas monten los
purasangres.
El galope de los cascos hace saltar los ocres y la
espuma en un crisol de arena que a veces se fija a fuego en los ojos de sus
gentes.
Dicen que en una de las carreras al joven Curro le
cayó una mijilla de furia andaluza en las pupilas, y desde entonces pasea su
ceguera y su guitarra por Bajo de Guía, donde las señoritas de buena familia
pierden el pudor y maceran su amor de verano.