En la ciudad de los expulsados, todos poseen alguna marca que los identifica: la huella de una mordedura de un perro en la muñeca, un arañazo en el rostro de una mano desesperada; incluso heridas aún abiertas en los nudillos por los golpes que asestaron. Pero la mayoría de ellos porta una señal indeleble que trasciende la piel, bajo un corazón oscuro y pétreo: la vergüenza de haber sido rechazados por quienes viven al otro lado de la frontera. Finalmente, se cumplió la profecía.
Las
mujeres que se aferraban a las correas de sus defensores de cuatro patas como a
la propia vida, dejaron de hacerlo; los gritos que clamaban auxilio encontraron
otras voces que acudieron a la llamada, y las personas de bien lograron romper
el silencio cómplice y alzaron el rostro para acusar a los feroces criminales.
Cesó el miedo, y la luz se abrió paso.
No
hubo héroes, ni nuevas leyes, ni siquiera una fuerza sobrenatural que hiciera
reaccionar a las víctimas. Fueron los
niños los que pronunciaron el primer «No».
Con palabras frágiles y miradas llenas de preguntas interpelaron al
mundo. Ninguno de sus congéneres les contestó; solo la vida les dio respuestas
dejándolos crecer y ser hombres y mujeres de verdad. Se convirtieron, con su
valor, en escudos de sus madres y hermanas, de sus amigas y vecinas, y todas
ellas aprendieron a vestirse con el espíritu de la dignidad.
Ningún puño encendido volvió a rozar el cuerpo de una mujer.
Los
despreciados fueron exiliados de la sociedad, condenados a mostrar su estigma.
Y solo a veces, muy de tarde en tarde, algún chiquillo consigue cruzar movido
por la curiosidad y, apenado, les deja una caricia o una sonrisa transparente. Nadie
sabe que esa añoranza que despierta en ellos es ahora su peor destierro.
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