Juan difuminó en su memoria el sabor de unas fechas entrañables, y la vida llenó su corazón de ausencias que se desbordaban cada veinticuatro de diciembre. Si un destello del pasado surgía en forma de parabién, encendía la televisión para empaparse de las injusticias que azotaban la humanidad. Mas los hombres saben mucho de dolor y poco de fe.
Cuando conoció a Sofía, el mundo se volvió más amable, y decidió entregarle toda su existencia. Pero seguía aislándose en esa época especial, mientras ella permanecía fiel a sus tradiciones. Sin embargo, siempre se respetaron su manera de sentir.
En su aniversario, él le regaló un cachorro de labrador.
―¿Dejarás que le ponga el nombre?
―Es tuyo.
―¿Seguro?
―¡Te lo juro por mi honor! ―respondió, riendo.
―Entonces se llamará Navidad.
Jamás imaginó que, en pleno agosto, su mujer osaría llamar así al animal; pero le había dado su palabra. Se pasó el verano invocando la odiada festividad en sus paseos, ante la atónita mirada de la gente.
Dos años más tarde, Sofía enfermó. Al llegar la noche más difícil, ella le besó con amor, acarició el lomo de su perro, y los dejó perdidos en una absoluta oscuridad. Esa Nochebuena, cuando el frío arreciaba, el interior de Juan empezó a congelarse. Navidad se levantó de su rincón para templar los pies de su nuevo amo. El calor ascendente despertó las nostalgias, que hicieron regresar a su esposa horneando aquellas galletas de jengibre que él siempre se negó a probar. Se encaminó despacio hacia la cocina en busca de harina y huevos.
―Vamos ―confortó al animal―. Nada muere del todo, y tú eres la señal que me ha dejado para darle vida a mis recuerdos. Hoy la necesitamos cerca.
Esa noche, una luz diferente brilló en sus ojos.
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