La ciudad despertó,
lentamente, con legañas en las ventanas. Sus habitantes tardaron un poco más en
bajar de la cama, y lo hicieron con la típica crisis de cerebro matutina. Todo
parecía correctamente cotidiano, y habría sido un día más, sin pena ni gloria,
de no ser por el ligero temblor que hizo inclinarse todas las casas de manera
inusual.
Al
principio, vivir dentro de aquel peculiar reloj resultaba
emocionante: con el transcurrir del tiempo, las calles iban cambiando su
recorrido sin orden ni concierto, apareciendo nuevos caminos
hacia el colegio, la iglesia o el hospital. Llegar a
ellos resultaba toda una aventura porque nunca estaban en el mismo lugar donde
habían quedado el día anterior.
Nadie recordaba cómo
habían ido a parar dentro de aquel sinuoso recipiente de cristal, de modo que,
simplemente, prefirieron pensar que siempre había sido así. A esas alturas, ya
se habían acostumbrado a las extrañas oscilaciones del terreno. El único
ciudadano que parecía inquietarse por el continuo descenso del nivel del suelo
era el más anciano de esta singular comunidad.
Se decía que había
sobrevivido a la última tormenta de arena, y que contaba con tantos
años como la propia ciudad. Pasaba las horas sentado frente a la transparente
pared, expectante. De cuando en cuando, dibujaba líneas en el cristal con
pintura de colores que, desde lejos, parecían conformar una larga escala que
subía hacia la enorme cúpula sobre sus cabezas.
Aquella
mañana, el paisaje dentro del reloj era alarmantemente distinto. Las cuestas se
mostraban peligrosamente empinadas, y una delgada capa de arena blanca empezaba
a deslizarse sobre los adoquines, desde la periferia hacia el mismo centro de
la ciudad. Todos se dirigieron intrigados hacia la plaza principal, intentando
descubrir el origen de tal fenómeno.
Fue
entonces cuando la imponente fuente de piedra, que se alzaba en medio de ellos,
desapareció de improviso, engullida por un silencioso remolino de arena.
Atónitos ante semejante prodigio, comenzaron a retroceder a toda velocidad;
esfuerzo que resultó completamente inútil, ya que, uno tras otro, se fueron
precipitando por el inesperado embudo.
Cayó una farola,
después un puesto de helados y, tras este, el ayuntamiento. Al final, la ciudad
entera fue tragada por el sospechoso agujero. El último en descender fue el
viejo observador, que se deslizó por el ancho cuello de botella como si de un
tobogán se tratara.
Cuando
los desconcertados vecinos lograron abrirse paso bajo las dunas, descubrieron
el maremágnum en el que se había convertido su pequeño universo y, por primera
vez, se percataron de que su libre albedrío había sido solo un espejismo.
—Bueno
–dijo alguien–, el tiempo parece haberse detenido. Ahora que estamos aquí
abajo, podemos reconstruirlo todo sin el riesgo de volver a caer.
–Vivimos
en un reloj de arena –dijo el anciano, exasperado–. Nuestro tiempo se ha
agotado. ¿Es que no lo veis?
Entonces se dieron
cuenta de la gravedad de sus palabras. La terrible tormenta de arena, de la que
hablaban los libros antiguos, llegaría para poner su mundo del
revés. Asustados e incapaces de reaccionar, los habitantes
decidieron continuar haciendo lo que habían hecho desde el principio de los
tiempos: sentarse a esperar que los acontecimientos se sucedieran mientras
aguardaban el fatídico desenlace con absoluta resignación.
Todos, excepto el
eterno vigía, que parecía decidido a sublevarse contra aquel aciago
destino, desprovisto de libertad. Dicen
que lo vieron caminar hacia las afueras con un martillo en la mano. Después del
estrépito de cristales rotos, nunca más supieron de él. El
resto aún espera un final que nunca llega.
Finalista en el III Certamen Literario “El Secreter”.
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