martes, 25 de noviembre de 2014

Abriendo caminos


La ciudad despertó, lentamente, con legañas en las ventanas. Sus habitantes tardaron un poco más en bajar de la cama, y lo hicieron con la típica crisis de cerebro matutina. Todo parecía correctamente cotidiano, y habría sido un día más, sin pena ni gloria, de no ser por el ligero temblor que hizo inclinarse todas las casas de manera inusual.
Al principio,  vivir dentro de aquel peculiar reloj resultaba emocionante: con el transcurrir del tiempo, las calles iban cambiando su recorrido sin orden ni concierto, apareciendo nuevos caminos hacia  el colegio, la iglesia o el hospital.  Llegar a ellos resultaba toda una aventura porque nunca estaban en el mismo lugar donde habían quedado el día anterior.
Nadie recordaba cómo habían ido a parar dentro de aquel sinuoso recipiente de cristal, de modo que, simplemente, prefirieron pensar que siempre había sido así. A esas alturas, ya se habían acostumbrado a las extrañas oscilaciones del terreno. El único ciudadano que parecía inquietarse por el continuo descenso del nivel del suelo era el más anciano de esta singular comunidad.
Se decía que había sobrevivido a la última tormenta de arena,  y que contaba con tantos años como la propia ciudad. Pasaba las horas sentado frente a la transparente pared, expectante. De cuando en cuando, dibujaba líneas en el cristal con pintura de colores que, desde lejos, parecían conformar una larga escala que subía hacia la enorme cúpula sobre sus cabezas.
Aquella mañana, el paisaje dentro del reloj era alarmantemente distinto. Las cuestas se mostraban peligrosamente empinadas, y una delgada capa de arena blanca empezaba a deslizarse sobre los adoquines, desde la periferia hacia el mismo centro de la ciudad. Todos se dirigieron intrigados hacia la plaza principal, intentando descubrir el origen de tal fenómeno.
Fue entonces cuando la imponente fuente de piedra, que se alzaba en medio de ellos, desapareció de improviso, engullida por un silencioso remolino de arena. Atónitos ante semejante prodigio, comenzaron a retroceder a toda velocidad; esfuerzo que resultó completamente inútil, ya que, uno tras otro, se fueron precipitando por el inesperado embudo.  
Cayó una farola, después un puesto de helados y, tras este, el ayuntamiento. Al final, la ciudad entera fue tragada por el sospechoso agujero. El último en descender fue el viejo observador, que se deslizó por el ancho cuello de botella como si de un tobogán se tratara.
Cuando los desconcertados vecinos lograron abrirse paso bajo las dunas,  descubrieron el maremágnum en el que se había convertido su pequeño universo y, por primera vez, se percataron de que su libre albedrío había sido solo un espejismo.
—Bueno –dijo alguien–, el tiempo parece haberse detenido. Ahora que estamos aquí abajo,  podemos reconstruirlo todo sin el riesgo de volver a caer.
–Vivimos en un reloj de arena –dijo el anciano, exasperado–. Nuestro tiempo se ha agotado.  ¿Es que no lo veis?
Entonces se dieron cuenta de la gravedad de sus palabras. La terrible tormenta de arena, de la que hablaban los  libros antiguos, llegaría para poner su mundo del revés. Asustados e incapaces de reaccionar, los habitantes decidieron continuar haciendo lo que habían hecho desde el principio de los tiempos: sentarse a esperar que los acontecimientos se sucedieran mientras aguardaban el fatídico desenlace con absoluta resignación. 
Todos, excepto el eterno vigía,  que parecía decidido a sublevarse contra aquel aciago destino, desprovisto de libertad. Dicen que lo vieron caminar hacia las afueras con un martillo en la mano. Después del estrépito de cristales rotos, nunca más supieron de él. El resto aún espera un final que nunca llega.


         Finalista en el III Certamen Literario “El Secreter”.


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