El
Titanic II esperaba en el puerto, indiferente a los malos augurios. Quien
decidió ponerle nombre a aquel mastodonte marino sabía que solo los menos
supersticiosos osarían emprender ese viaje. Tendrían que alcanzar un destino
que había quedado varado en el tiempo. Algunos, como Miguel, pretendían
demostrarse a sí mismos que existían las segundas oportunidades con final
feliz. Su matrimonio, esa frágil nave que había zarpado diez años atrás, hacía
agua, y estaba a punto de irse a pique.
Con
la esperanza de poder reflotar la pasión perdida, decidió ofrecerle a su
desencantada esposa una metáfora de su propia vida en forma de pasajes de
embarque. Eligió un camarote con el día de su aniversario, un once de mayo
grabado en su memoria como el más feliz de su existencia y, como un adolescente
enamorado, esperó en la habitación a que ella llegara.
Nunca lo hizo. Nadie
la vio descender por la pasarela y abandonar el barco; pero es imposible
ignorar que los acontecimientos siempre van encadenados y, mientras una
profunda grieta rasgaba el corazón de uno de los pasajeros, un fallo de
soldadura abría una descomunal vía de agua en la bodega del transatlántico.
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