Se me hace difícil verla
en la pantalla, con la melena suelta, unas botas altas de charol y una
minifalda de esas que dan vértigo. Mis amigos miran embobados la película,
mientras yo no puedo evitar una punzada en el estómago cuando empieza a enseñar
sus vergüenzas. Sin sus pestañas postizas y esos rabillos que se pinta en los
ojos, vuelve a tener veintiún años.
—No seas antiguo —me
dice ya en casa, enfundada en su pijama de franela—. Estamos en los setenta, y
España está cambiando.
Me entran ganas de
decirle que, mientras el país se libera, los hombres siguen presos de los
mismos instintos; pero, ahora, visualizarlos solo cuesta una peseta.
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