Conozco un lugar donde se atesoran las
nostalgias de historias antiguas. Regreso aquí a diario para entender la
ensoñación que me guía hasta esta figura: un ciervo de bronce con boca de pez
que parece percibir mi proximidad. Su exterior ya no devuelve los reflejos que
lo cubrían, siglos atrás, cuando el agua lo salpicaba mostrándolo al mundo como
un delicioso surtidor. Por alguna razón llevo su forma dibujada en mis palmas y
el tacto del metal tatuado en mi memoria.
Al caer la noche, paseo en sueños por
desconocidas callejas, y el sonido de una fuente me conduce hasta un jardín
cuajado de naranjos, junto a un palacio. Bebo del líquido que mana de uno de
los cérvidos de este venero y, al apoyar mi mano, percibo el delicado grabado.
Me siento sobre el mármol que los sostiene, y espero.
Despierto al amanecer con la certeza de
que alguien acudió a mi encuentro, y vuelvo a este museo en busca de las
respuestas que la vigilia me roba; pero el impasible animal de bronce me niega
una verdad que nunca llega.
Perdida la mirada en esa búsqueda, una
visión me envuelve hasta hacer desaparecer la sala. El grueso vidrio se ha
transformado en una celosía y, al otro lado, un joven de tez oscura trabaja con
su buril. Reconozco este taller; recuerdo haber deambulado por él en sueños,
pero entonces no podía sentir los aromas de las especias. El chico que labra
las hojas sobre el lomo del ciervo levanta la mirada y me sonríe. Nos
conocemos. El fuerte latido de mi corazón me lo ha revelado.
El mundo se me antoja una falacia de
horas inciertas. Cuando me adentro de nuevo en la inconsciencia de este sopor
nocturno, desciendo desde el salón califal en su busca. Adoro esta fuente y al
ciervo que ornamenta el fluir de sus aguas. Esa es su obra. Después de mil
preguntas, al fin puedo tocar sus manos y entregarle mis besos. Y, por primera vez,
siento esta vida como algo tangible.
El tiempo transcurre lento en la
vigilia. Añoro los momentos de irrealidad perdidos en algún lugar del pasado,
porque su magia propicia mis encuentros con él. Por esa razón acudo al museo en
horas cada vez más tempranas a buscar el hechizo de la figura tallada y ver
brotar el manantial que cada noche calma mi sed.
Hoy, con los ojos clavados en su boca,
la visión me ha estremecido. La primera gota surge teñida de un intenso
carmesí, y las paredes se desploman convertidas en una cortina de humo que me transporta
hasta el salón oriental.
Escucho escondida el eco de la voz
iracunda del Califa, que planifica su venganza contra el ingrato súbdito que ha
osado poner su mirada en la princesa. Una verdad se derrama sobre mí empapando
cada una de mis células. Salima es mi nombre.
El terror me paraliza y provoca un
chasquido en mi cabeza que me devuelve al mundo real. Tiemblo mientras conduzco
a casa y, con la vista puesta en la sierra, contemplo angustiada las ruinas de
la antigua medina.
Un somnífero abre la puerta que mi corazón
desbocado mantiene cerrada. Debo cruzar al otro lado y alcanzarlo antes de que
lo hagan ellos. Avanzo hasta nuestro rincón secreto y detengo mis pies, cuando
el primer trozo de cielo se desploma sobre mí. Él está allí. Ha acudido, como
cada noche, al reclamo de mis besos. El dolor de la escena me quiebra las piernas.
El cuerpo de guardia ya le ha hecho
prisionero y lo mantiene maniatado y de rodillas. Me mira con el valor
inundando sus ojos, mientras los míos vierten lágrimas de desesperación. Apenas
un parpadeo, una promesa de amor eterno, y la cimitarra cae sin piedad sobre el
cuello del hombre que amo.
Ahora nada puede calmar el desconsuelo
que me invade y me quema por dentro. No regresan las ensoñaciones que me devuelven
a mi existencia anterior. El corazón sabe lo que mis pensamientos niegan, y es
que este amor habrá de esperar otra vida para que mi espíritu se reencarne. No
importa cuántos siglos hayan de pasar. La mágica figura de cobre sobrevivirá al
paso del tiempo y, de nuevo, acudiré a su llamada.
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