Mi cuerpo oscila sobre las olas, y dibuja sombras imposibles bajo la luna. Las algas, gusanos de caricias acuosas, acunan mi desmemoria en un constante vaivén. Me siento como un delfín entregado al juego de las mareas en alguna vida anterior, en otro mar. Mas la brisa nocturna es fría y me hace estremecer. Este no es mi lugar; me desconozco. Mi pesada naturaleza insiste en sumergirse para hallar refugio; un hogar sin olor a sal, sin estrellas en el cielo.
El abrazo del océano hunde el miedo lentamente, y regreso a una ingravidez familiar, a mi primer silencio, a mi esencia última. Soy un pez perdido en un cruel descenso. A cada bocanada, una punzada salvaje me arranca recuerdos a jirones, sensaciones que me llaman desde la luz. Me resisto a subir. No puedo... no quiero.
Solo entonces descubro mi humanidad, mis piernas inmóviles, mis manos vacías aferrando la nada en mi regazo. Al apretar mis párpados veo de nuevo la barcaza naufragar. No encuentro a mi niño. Araño feroz el muro de agua que me aplasta, y solo me devuelve la inmensidad de mi pérdida. Vencida, me rindo a las profundidades en busca de mi pequeña criatura abisal.
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