Ocho
metros separaban mi cocina de la suya. Eso era lo que medía,
exactamente, mi cuerda de tender. Jamás hubiera mirado más allá de sus cortinas,
si no fuera porque, trasladando hasta el
lugar más cálido de la casa todos mis libros de química, descubrí que había
vida al otro lado de mi ventana. Mi vecino se afanaba en lo que parecían ser
tareas culinarias, ajeno totalmente a la espía fortuita que se había instalado
frente a él. “Curiosa manera de pasar la mañana”, pensé.
Fuera
como fuese, no parecía ser especialmente ruidoso. Lo importante era haber
encontrado, al fin, un lugar tranquilo y soleado para trabajar. La mesa de la
cocina era amplia, y la habitación bien ventilada y luminosa. Durante ese mes, aquel sería
mi centro de operaciones. El tiempo aproximado que tenía para terminar el
estudio que me habían encargado y también, con un poco de suerte, para olvidar
la desastrosa relación que acababa de finalizar con el mentiroso patológico de
mi ex.
A
punto de llegar el mediodía, un olor delicioso invadió el lugar donde me
encontraba. Como una autómata, me levanté para coger un paquete de patatas.
Mientras lo devoraba, alcé la vista en dirección a ninguna parte,
y allí me lo encontré. Parecía también
sorprendido de haber descubierto que había habitantes en el piso de enfrente.
Nervioso por saberse pillado, hizo un leve gesto con la mano a modo de
saludo, y siguió con lo suyo. Entonces me pareció que nuestras cocinas estaban
"demasiado" cerca. Se me antojaba que la suya un poco más, porque su
estofado de carne había ocupado, descaradamente, todo mi espacio. No había lata
de sardinas que me compensara de aquel sufrimiento.
Aquella
misma tarde, intenté colocar una barrera natural entre su mundo y el mío,
llenando el alféizar de macetas con plantas aromáticas. Limitaba sutilmente su
campo de visión y, al mismo tiempo, amortiguaba los delirantes aromas que
llegaban de su lado.
Una
semana después, aquella situación se había convertido en rutina. Él cocinaba y
yo me concentraba en mis informes. Al llegar el almuerzo, me detenía a
prepararme un bocadillo o una ensalada rápida, y él desaparecía como por arte
de magia hasta el día siguiente, dejando impregnado el aire de multitud de
matices culinarios.
Dicen que,
cuando intentamos aparcar el coche, bajamos
el volumen de la radio; como si el ruido nos nublara la vista. A mí me sucedía
algo similar con el olfato. Intentaba mantener mis sentidos distraídos,
escuchando música, para que mi pituitaria lograra ignorar los olores que
entraban por la ventana. “El verano” de Vivaldi se expandía por la habitación
mientras yo dibujaba radicales libres en mi cuaderno. Ese día, de
pura rabia, me atrevería con las sartenes. Iba a freírme un huevo o, a las
malas, una tortilla francesa.
Sumergida
en mis pensamientos, escuché un siseo por encima de los violines. Al otro lado,
el cocinillas parecía querer decirme algo.
―Hola.
Perdona que te moleste pero... ¿te importaría darme un poco de albahaca? ―preguntó.
Yo
puse cara de tonta. No tenía ni idea de lo que me estaba hablando, y se me notó
a la legua. Entonces señaló una de las macetas que tenía delante. ¡Vaya!, de
modo que aquella planta tan mona era albahaca...
–Claro,
no hay problema –respondí.
–Me
bastará con algunas hojas –indicó–. Si quieres, me las puedes pasar por aquí
–dijo, señalando el
tendedero.
Mientras
metía en una pequeña bolsa de papel lo que me pedía, intenté disimular mis
escasos conocimientos botánicos.
–También
tengo hierbabuena y perejil, por si necesitas—. A ver si iba a pensar que
no sabía lo que crecía en mis tiestos.
–No
hace falta, gracias –respondió disimulando una incipiente sonrisa–. Me
vale con esto. –Y tiró
del paquete que acababa de enviarle enganchado en el cordel.
Aunque
después cada uno siguió enfrascado en lo suyo, de tanto en tanto levantaba los
ojos intentando adivinar qué iba a condimentar con aquello.
Cuando
el rugido de mi estómago me avisó de que ya era hora de comer, miré los dos
huevos desafiantes que me esperaban sobre la encimera. En ese mismo instante
sonó el timbre. Encontrarme de improviso con mi vecino en la puerta de casa me
intimidó un poco. Era bastante más alto de lo que aparentaba en la distancia.
En las manos llevaba una especie de plato isotérmico con tapadera.
–Creo
que lo mínimo que podía hacer era dejar que probaras el resultado –dijo
divertido–. Sin tu albahaca no hubiera salido igual.
Aquello
no me lo hubiera esperado ni en un millón de años. En cualquier otra ocasión,
como si de un vendedor de enciclopedias se tratara, le hubiera dado con la
puerta en las narices; pero estaba hambrienta, y ese ofrecimiento era demasiado
tentador.
–Estaré
encantada de probarlo –respondí con la mejor de mis sonrisas–. Eres muy
amable, no tenías que haberte molestado.
–No
es molestia, solo he tenido que salir de mi portal y entrar en el tuyo –rió.
Cuando
se giró para marcharse, cerré la puerta. Al instante volví a abrirla.
–Disculpa.
¿Cómo te llamas?
–Alberto
–contestó mientras caminaba en dirección a las escaleras.
–Yo
soy Sara –informé.
–Lo
sé. Lo he leído en tu buzón.
El
plato que tenía frente a mí, además de tener un aspecto delicioso, era un
verdadero placer para los sentidos. Tallarines con pequeños trozos de salmón,
que parecían haber estado macerando en vino blanco y albahaca, y un ligero
sabor de fondo que no conseguía identificar. Estaban de muerte.
Sabía
que él me observaba expectante unos metros más allá, esperando mi
veredicto.
–¡Está
buenísimo! –exclamé–. Es el mejor plato de pasta que he comido en mi
vida. ¿Qué es ese sabor tan peculiar? Parece perejil, aunque
sabe más fuerte.
–Cilantro
–respondió–. Veo que cocinar, cocinas poco, pero el gusto te funciona fenomenal –bromeó.
–Gracias –dije,
mientras me preguntaba si aquello había sido un halago.
–No
hay de qué. Tú y tus cuatro estaciones me lo habéis inspirado.
Casi
sin pensar, contesté: –Si me vas a dar una muestra de tu cocina por eso,
pienso inspirarte todas las mañanas.
Mano
de santo. Al día siguiente estaba tocando, de nuevo, a mi puerta.
Poco
después se estableció un singular ritual entre Alberto y yo. Al empezar mi
jornada de trabajo, ponía de fondo alguna pieza clásica, intentando que el
volumen no interfiriera en mis pensamientos, pero
que lo alcanzara a él de alguna manera. Después, pasaba por casa a dejarme sus
experimentos gastronómicos. Cruzábamos apenas unas frases que me filtraban
información con cuentagotas. Así supe que vivía en el bloque de al lado
desde hacía tres
meses, y que era profesor de literatura en un instituto, dando clases a adultos
en el turno de tarde.La cocina era su pasión. En ella volcaba
toda su creatividad y destreza, no cabía duda.
Cada
día nos sentábamos el uno frente al otro en nuestras respectivas cocinas.
Acordamos que no descubriría mi almuerzo hasta que pudiera ver la expresión de
mi cara. Aquello debía ser un aliciente para él porque cada vez el menú
resultaba más sorpresivo y delicioso. Bajo el plato, una nota comunicando cuál
había sido la fuente de inspiración. Una dorada a la sal con una salsa de
cítricos acompañaba a un "me
gusta tu collar de conchas marinas"; una estudiada milhojas de berenjena,
carne y setas, seguido de " hueles a otoño"; carpaccio de
buey aderezado con aceite de oliva y zumo de limón: "Tu boca", decía
el papel. Aquello era una provocación en toda regla, y yo empezaba a disfrutar
de aquellas comidas de una manera desconcertante.
Esa
noche, antes de irme a
dormir, escribí una nota y la dejé colgada con una pinza de la ropa en medio
del tendedero. Al despertar, la nota ya no estaba. Alberto tampoco dio
señales de vida. Me había acostumbrado a verlo desaparecer los fines de semana,
cuando nuestra existencia transcurría al margen
del otro. Pero era jueves y, por alguna razón, las horas iban demasiado lentas
ese día. No estaba preparada para ese imprevisto,
de modo que a mediodía ya había vuelto a
las andadas. Me planté delante de un par de salchichas frankfurt y un paquete
de patatas onduladas. Cuando al fin regresó, mi despropósito alimentario se
había consumado.
–Lo
siento –su voz sonaba acelerada–. Una emergencia familiar a primera hora me
hizo salir pitando, pero todo está controlado. ¿Has comido ya?
Yo
asentí desde donde estaba, con la culpabilidad pintada en mi cara. Él soltó una
carcajada.
–No
me atrevo ni a preguntar.
Y
no lo hizo. Se quedó unos segundos callado, mirándome pensativo, como si hasta
ese momento no hubiera reparado en mí.
–Ha
sido raro no cocinar hoy para ti –dijo al fin.
–“Pues
más extraño ha sido para mí no encontrarte hoy en mi plato” –pensé.
–Déjame
compensarte. Dame solo veinte minutos y te llevo el postre –dijo de repente.
–No
te preocupes, si…
No
me dejó terminar. Sacó del bolsillo de sus vaqueros mi nota doblada.
–Según
lo que has escrito aquí, me das vía libre para visitar tu cocina y comer
contigo. –Empecé a sentir que el calor subía por mis mejillas–. Pues
quiero ir ahora.
Fueron
veintisiete minutos. Los vi pasar uno a uno en el reloj de mi cocina mientras
lo observaba trajinar en la suya. El aire se llenó de un olor familiar, dulce y
agradable. Estaba muerta de curiosidad. Cuando le abrí la puerta, traía ese
delicioso aroma pegado en el cuerpo. En la mano sujetaba un par de manzanas
caramelizadas, pinchadas en un palo de madera. A eso olía: a caramelo. La
última vez que comí una de esas fue en una feria; no
tenía más de trece años. Le dejé pasar y, sentados el uno junto al otro, por
primera vez compartimos espacio y postre.
Pero
aquellas manzanas no se parecían en nada a lo que yo recordaba. Lejos de
empalagar, cada bocado resultaba una explosión suave y crujiente de sabores. Lo
miré con admiración.
–Es
una manzana caramelizada, no acaramelada ―explicó, viendo la expresión de mi
cara–. En realidad, lo que cubre la fruta es una salsa de caramelo hecha con el
propio jugo de la manzana, cocinada despacio con canela, azúcar moreno,
mantequilla y un poco de nuez moscada.
A
estas alturas de la exposición, yo solo veía el caramelo en el iris de sus
ojos; y no tenía muy claro si darle un mordisco a la manzana o al chico de pelo
oscuro y manos prodigiosas que tenía a mi lado. Me escuché a mí misma
preguntando: ―No me has dicho qué te ha inspirado hoy esta delicia.
Sonrió
con descaro y pareció concentrarse mucho en la respuesta que iba a darme.
–¡Vaya!
–confesó–. Resulta mucho más fácil escribírtelo. Pero supongo que es lo que
toca. Verás, cuando al llegar te he visto
con el pelo recogido en esas trenzas… –Tiró
suavemente de una ellas en su dirección y me miró directamente a los ojos–.
Pensé… –hizo una
pausa–... parece una niña.
Mentía. Mientras
ejecutaba su respuesta, por una fracción de segundo, había desviado la mirada.
Pero ya era tarde para disimular, yo había visto como algo tan poco premeditado
como mi peinado había despertado el deseo en él. Un silencio revelador se hizo
entre nosotros. Lástima, porque allí estaban las despiadadas
manecillas de mi reloj de pared para hacer saltar las alarmas.
–¡Joder!
¡Es tardísimo! –exclamó de pronto–. ¡Llego tarde a clase!
Como
empujado por un resorte se puso en pie, me besó en la mejilla y salió hacia la
calle.
–¡Seguimos
hablando, Sara! –lo
escuché decir en el rellano.
Cuando
cerré tras él, no podía dejar de golpear mi frente rítmicamente contra la
puerta.
–Mierda,
mierda, mierda...
Me
pasé toda la tarde intentando comprender qué había pasado. La distancia que nos
separaba, mientras estábamos ahí sentados, hubiera desaparecido con un parpadeo y,
sin embargo, él había salido huyendo. No
podía haber perdido así mi intuición con los hombres. Si había recibido mal sus
señales, tenía que saberlo y, si
no, tendría que darle un pequeño empujoncito.
A
última hora, calculando que ya habría regresado, me
enfundé unos vaqueros, me puse una camiseta blanca bastante sugerente y,
soltándome el pelo, dejé que mi melena castaña se acomodara sobre mi
espalda. Cogí un pequeño muestrario de hojas de mis macetas, adelantándome
a su petición diaria, y salí hacia su casa. Mientras esperaba el ascensor,
repasaba mentalmente las palabras que le diría.
Una
chica rubia y muy guapa entró conmigo en el último momento y pulsó el tercero.
La miré de arriba abajo.
–“Menuda
vecina tiene este" –pensé. Cuando
paró en la planta, la dejé salir primero, y cuál
no sería mi sorpresa al
descubrir que Alberto estaba allí de pie, con
la puerta de casa abierta. Pero no me esperaba a mí. Él nos miraba a ambas
desconcertado; estaba claro que mi inesperada aparición lo
había dejado completamente descolocado.
–¿Sara,
qué...?
Le
interrumpí de inmediato: –Solo había venido a dejarte algunas hojas para tus
guisos, pensé que podías necesitarlos.
―Mi boca hablaba,
pero mis ojos decían otra cosa, y él estaba leyendo en ellos
perfectamente.
–Gracias.
―Su tono de voz denotaba preocupación―. Sara, esta es
Ana...
–Su
mujer –apuntó ella con impaciencia, y preguntó –: ¿Y tú eres…?
–Una
vecina –logré decir a duras penas. Me despedí con rapidez y bajé por las
escaleras. Necesitaba llegar a la calle para coger un poco de aire. Nunca me
había sentido tan ridícula.
Aquella
mañana ni siquiera pasé por la cocina. Aproveché que era dueña de mi propio
tiempo para alargar el fin de semana. Me marché al campo con unos amigos con la
esperanza de poner en orden mis ideas. Me preguntaba cómo era posible que
hubiera entrado en su juego de aquella manera. Me había entusiasmado como
una chiquilla, y la
realidad me había explotado en la cara sin previo aviso. A pesar de la enorme
frustración que sentía, no podía dejar de pensar en él cada vez que me sentaba
a la mesa. Me había enseñado a descubrir la historia que se escondía detrás de
sus platos, y ahora
echaba de menos esa sensación. Pensé que cocinaba con el corazón, pero me había
equivocado. Cuando regresé el domingo por la tarde encontré una nota bajo la
puerta: "Tenemos que hablar ".
Abrí
la ventana para dejar prendida, sobre el cordel, mi respuesta. Había luz en su
cocina. Parecía contento de verme hasta que descubrió el trozo de papel en
mi mano; una sombra cruzó su
mirada. Tal vez porque me había leído el pensamiento.
–Sara,
no cuelgues esa nota. Déjame hablar contigo. Llevo tres días volviéndome loco
preguntándome dónde te habías metido. Por favor –rogó.
Tres
días armando argumentos para sacarlo de mi vida en el acto, y
en un minuto se me habían caído al suelo, uno tras otro, hechos pedazos. Mi
estupidez no tenía límites.
Cuando
una hora más tarde apareció, traía una botella de vino y la cena.
–Te
debía la comida del viernes –dijo, tanteando el terreno.
Pasó
a la cocina, y allí
destapó el menú. Eran erizos de mar. En otro momento me hubiera reído a
carcajadas por la ocurrencia, pero en ese instante solo deseaba hacérselos
tragar, con púas incluidas.
Yo
permanecía ligeramente apoyada sobre la mesa,
completamente en guardia.
–Sara,
lo siento. Lo siento de verdad. Tenía que haber sido sincero contigo y haberte
explicado, mucho antes, algunos detalles de mi vida.
–¿Llamas
detalle a estar casado y andar jugando a las cocinitas con la vecina de enfrente?
–le espeté llena de ira―. Me
he pasado las últimas semanas dejándome llevar en no sé qué juego contigo,
me has alimentado el cuerpo y las expectativas. Estabas conmigo en esto. ¡Sé
que estabas conmigo! —Se
acercó en un impulso y me cogió las manos.
–Escúchame.– Se detuvo y me miró sorprendido–. Estás temblando.
–Escúchame.– Se detuvo y me miró sorprendido–. Estás temblando.
Sí,
temblaba y el vértigo que me producía su contacto me tenía mareada. Se
acercó aún más hasta que su rostro estuvo tan cerca de mi cara que podía escuchar su respiración.
–Sara...
Escucharle
decir mi nombre a esa distancia me dejó sin aliento. Buscaba encontrarse con
mis ojos, y lo
hizo. Lo enfrenté con todo el miedo y la rabia contenida. Al fin
dijo:
–Estoy
separado de mi mujer desde hace tres meses.
Lo
miré llena de incredulidad y le dejé continuar.
–Intentamos
solucionarlo de mil maneras, pero nuestro matrimonio no funcionaba, ella es muy
posesiva y extremadamente celosa y yo... –me soltó las manos– siempre necesité
mi espacio. Supongo que ella no tiene la culpa; he sido un desastre como marido.
–Pero...
–empecé a decir.
–Espera,
déjame terminar.
Estábamos
tan cerca el uno del otro, que sus palabras se filtraban por mi piel
arremolinándose en mi cabeza.
–Hace
dos semanas supe que iba a ser algo definitivo y le pedí los papeles del
divorcio. Ella se negó en redondo. No acepta esta situación. Creía que si veía
mi nueva vida y comprobaba que la estaba rehaciendo, lo entendería. Por eso
vino el jueves. El que tú aparecieras...
–esbozó una sonrisa– digamos que aceleró bastante el proceso. Pensó que eras
algo mío.
Alberto
me miraba expectante, aguardando mis palabras. Una pregunta flotaba entre ambos,
esperando que alguno de los dos la cogiera.
–¿Y
bien? –dije al fin–. ¿Soy algo tuyo?
Él sujetó
mi cara entre sus manos, mientras acercaba su cuerpo al mío. Podía sentir el
calor que desprendía.
–Me
vuelves loco, Sara –susurró–. Pero
pensé que aún no estaba preparado para empezar nada contigo. Cuando creí que te
había perdido, supe que no podía dejarte escapar. Eres algo mío desde que
colocaste aquellas macetas en tu ventana intentando esconderte de mí. –Sonrió–.
Dime que ya no necesitas ocultarte.
Enmudecí
sus palabras con mis labios, y lo besé
con los ojos cerrados. Quería despertar todos mis sentidos al nuevo sabor.
Ya no pudimos parar.
–¿Y
la cena? –jadeé.
–Calla
–pidió, suplicante–. Por una vez se impone pasar directamente al
postre.
Yo estuve totalmente
de acuerdo.
No existe receta mas hermosa ni elaborada con tal delicadeza.
ResponderEliminar¡Un abrazo!
María, un relato bien cocinado desde el principio, sin grumos y con cada ingrediente añadido en su momento justo. Aquí se hace bueno que para olvidar un plato de macarrones nada mejor que la cocina de vanguardia.
ResponderEliminar¡Qué buenos vecinos han resultado ser!
Saludos.