Regresé a Madrid y, aunque al paso de los años había olvidado cómo llegar hasta aquel lugar, mis pies me llevaron bajo aquella ventana. Mis ojos se alzaron hacia la habitación abuhardillada donde a escondidas del mundo nos regalamos tantas caricias. Añorando tus besos y aquel sueño que velaba mientras dormías, deseé que el destino te trajera de nuevo hasta mí, para recuperar el tiempo perdido.
Se desliza el alma en la húmeda espesura, en el juego del tiempo muerto y la mente esquiva. Entra en este jardín secreto, de caminos y veredas dormidas. Este es el lugar donde trepan los sueños y se enredan los silencios de madreselvas y orquídeas. Ven al jardín de las mil palabras y la lengua muda; en su fresca penumbra te espero, sueño y vivo.
viernes, 24 de diciembre de 2010
Un deseo ( en 69 palabras)
Regresé a Madrid y, aunque al paso de los años había olvidado cómo llegar hasta aquel lugar, mis pies me llevaron bajo aquella ventana. Mis ojos se alzaron hacia la habitación abuhardillada donde a escondidas del mundo nos regalamos tantas caricias. Añorando tus besos y aquel sueño que velaba mientras dormías, deseé que el destino te trajera de nuevo hasta mí, para recuperar el tiempo perdido.
martes, 7 de diciembre de 2010
El destino
Un minuto, en el frágil mundo de las miradas, fue bastante para
que volviera a la vida. Un solo instante para olvidar los años que pasó
sumergido en el abismo de las palabras, añorando su rostro. En aquel tiempo,
transformaba la tinta de su pluma en mil historias que la nombraban una y otra
vez. Su anhelo por verla de nuevo se reflejaba en las páginas que esperaban,
desnudas, su nostalgia. Él las vestía de deseos que ojos extraños devoraban sin
leer entre sus líneas. Dejaba en ellas trozos de su alma, destellos de esa luz
que tanto amaba.
Aquella mañana, el autor de infinitos libros paseó sus dedos suavemente sobre
las hojas de su última obra, y salió a buscar a su musa, a la mujer que hizo de
él un poeta. Dejó atrás su destino, las ataduras de su antigua vida, sus
mentiras y sus miedos. Ella aún le esperaba, en la sosegada paz de su pasado.
Igual que mensajes de amor, había hallado sus libros y guardado para sí una a
una la verdad de sus relatos. Él jamás volvió a buscar su pluma, ni a teñir de
tinta sus sueños. Ahora era su espíritu el que narraba su historia sobre los
labios de su musa.
martes, 9 de noviembre de 2010
Un secreto inconfesable ( en 69 palabras)
Años después, nos volvimos a cruzar. Habíamos sido infieles, pero
solo nosotros lo sabíamos. Los momentos compartidos habían dejado un dulce
recuerdo.
Acabó suavemente, con la certeza de que nuestras vidas estaban en
otras promesas realizadas antes de conocernos.
Sonreí al pasar por su lado. Pero él no me miraba a mí, sino a la
niña de ojos verdes agarrada a mi mano.
Una criatura con sus mismos ojos.
lunes, 8 de noviembre de 2010
Reserva del 53 (3ª parte)
No importa el tiempo
transcurrido, sean minutos o siglos. Las emociones van y vienen creando nuevas
historias que hacen girar el mundo. Como un pasado olvidado que siempre
regresa. Con otro rostro y otros paisajes.
California, 2010.
Carol se sentó en los
escalones del cenador. Se quitó los zapatos para aliviar sus pies doloridos. No
había parado de bailar en toda la tarde. Aquel instante de soledad y silencio
le hizo volver a la tierra después de varias horas subida en una nube. Había
sido un día feliz. Ahora era la esposa de Tom, y él le había regalado el
momento que siempre había soñado, una promesa de amor bajo el viejo roble de la
colina.
Su padre había sido
muy generoso aceptando de buen grado aquel cambio de planes de última hora,
sobre todo después de haber invitado al enlace a medio Estado. Sonrió al
recordar la sorpresa de los invitados que se encontraron celebrando una boda a
la que no habían asistido. Explicar que había sido una ceremonia íntima, por
expreso deseo de los novios, no había sido tan complicado como mantenerlos
entretenidos hasta la hora de los aperitivos. Pero la fiesta había seguido su
curso y, horas después, el jardín
continuaba lleno de gente que charlaba en las mesas o bailaba al ritmo de la
música.
Por un instante tuvo
la sensación de estar contemplando un paisaje ajeno a ella. Como cuando era
niña y observaba, a través de la ventana de su cuarto, las fiestas que se
celebraban en la hacienda. El jardín, que siempre estaba tranquilo y
silencioso, se transformaba en un alboroto de risas y conversaciones cruzadas y,
al llegar la noche, decenas de faroles lo iluminaban todo y envolvían aquella
imagen en un resplandor casi mágico. Esta vez la fiesta era para ella. Quería
saborear cada segundo y dejarlo grabado en su memoria.
Por primera vez en
todo el día se preguntó cómo habría sido compartir aquel acontecimiento con su
madre. Tal vez era simple curiosidad, en realidad no tenía ningún sentimiento
al respecto. No podía percibir las sensaciones que le producía su ausencia
porque carecía de recuerdos. Posiblemente, si ella no hubiera muerto, su vida
sería completamente diferente. Aquel lugar no hubiera formado parte de su vida
de la misma manera.
Imaginó que el
sentimiento era muy diferente para su padre. Él debía haber pensado mucho en
ella en un día como el de hoy. No solía hablar mucho de sus emociones, y cuando, en momentos especiales, la traía a
su memoria, Carol podía descubrir que aún le brillaban los ojos con su
recuerdo. Tenía que haberla amado mucho. No debía haber mucha gente capaz de
amar así, incluso después de la muerte. Lo que estaba claro es que nunca
dejaría de echarla de menos. Bien era cierto que, años después, otras mujeres
habían pasado por su vida. Robert Saint-James seguía siendo un hombre joven y
disponible, pero aquellas relaciones nunca se consolidaban, para regocijo de su
adolescente y egoísta hija, que sentía que aquellas mujeres lo apartaban de él.
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miércoles, 20 de octubre de 2010
Un lugar en mi memoria
Mil horas e infinitos
recuerdos de aquel lugar quedaron grabados para siempre en mi memoria. Un
pequeño espacio de mi pasado que convirtió, cada época estival, en una
aventura. Tal vez aquel tiempo vivido tiene que ver con la persona que hoy soy.
Sea como fuere, los olores, colores y sonidos que llenaron esos días son parte
de mi presente, y han dejado su eco resonando en mi corazón.
A mí
vuelven las primeras imágenes de aquella casa en el campo, en lo alto de una
loma, a medio camino entre un olivar y la vega del Guadalquivir. Un río que
suavizaba las altas temperatura de una tierra que amenazaba con derretir a las
piedras. Un refugio de muros gruesos y aspecto abandonado, que se convirtió
poco después en un hogar familiar donde mis hermanos y yo jugábamos y nos peleábamos a partes iguales.
Días de
juegos interminables en la era y en el pajar, de atardeceres naranjas en la
alameda, de noches iluminadas por las hogueras de rastrojos.
Recuerdo
con deleite las excursiones a la huerta, junto a la rivera, donde recogíamos
peritas de San Juan y aquellas enormes sandías que abríamos a golpes; las
valientes escaladas a lo alto de la higuera que terminaba por hacernos bajar a
fuerza de picores.
Fueron
las chicharras testigos ruidosos del cambio de aquella casa y en su interior,
al ritmo que nuestras vidas, se transformaban también sus rincones. Un
gallinero que se convirtió en un patio cuajado de macetas y, en el lugar donde
corrían las aves tiempo atrás, crecía, años después, un jardín mil veces
imaginado. Como un oasis en medio del desierto surgía, tras un enorme portón de
madera, un espacio fresco y verde que nos hacía sentir los más afortunados.
En aquel
pequeño paraíso crecía un ciruelo chino que, de ser el benjamín del lugar, pasó
a ser la sombra más buscada. Protegiendo su intimidad, un muro encalado
infinitas veces, tapizado de rosales pacíficos y jazmines. Y en el rincón más
apartado, como una fiera, invadía voraz el terreno un enorme bambú que, en las
ausencias prolongadas, obligaba a presentar batalla para hacerlo retroceder.
Aquel era el descanso del guerrero en las noches más sofocantes, cuando el
aroma a dama de noche y el canto de los grillos te acunaba bajo el cielo de
las Perseidas de agosto.
Quizás
aquel universo, de gazpacho y ensaladas, de siestas eternas y tertulias en la
madrugada, debiera tocar a su fin.
Pero,
aunque al paso de los años la ausencia de todos los que vivimos y dimos vida a
aquel lugar abra enormes grietas en su paisaje, el recuerdo y el eco de las
risas que compartimos allí permanecerá intacto, como en un cuento de hadas, por
siempre jamás.
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martes, 19 de octubre de 2010
Un beso robado ( en 69 palabras)
En aquel paseo mojado, bajo un aguacero de otoño,
mantuvimos prudentes la distancia y sujetamos el deseo silencioso. Hartos
de empaparnos de lluvia y miradas, nos resguardamos en aquella librería de
Triana. ¿Recuerdas? Un trueno en la oscura tarde, y un apagón en el rincón de
los cuentos. Como en un juego sin testigos, nuestros labios se buscaron. ¿Quién
robó el beso a quién? Aún me lo estoy
preguntando.
jueves, 14 de octubre de 2010
Reserva del 53 (2ª Parte)
A veces sentimos que
el mundo nos pertenece y tejemos sobre él nuestro propio camino. Si
conociéramos el futuro, sería más sencillo enfrentar el destino y preparar el
corazón para sus juegos y embates. Pero, quizás entonces, nunca aprenderíamos a
levantarnos y seguir avanzando fortalecidos por la caída.
California, 1995.
Robert atravesó, con
paso agitado, el corto recorrido que separaba el cobertizo de la casa y se
detuvo antes de entrar. Se quedó mirando la punta de sus zapatos mientras
intentaba tranquilizar su ánimo. Tenía el semblante serio. Se sentía
tremendamente contrariado por la escena que acababa de presenciar e intentaba
controlar un sentimiento que era incapaz de definir. Desde donde estaba, podía
ver su imagen reflejada en una de las cristaleras que daban al jardín. Reparó
en las canas, que empezaban a blanquear sus sienes, y en sus ojos, que ahora
parecían algo más pequeños y apagados. ¿Y había ocurrido aquello en los últimos
cinco minutos? Respiró hondo un par de veces antes de girar la cabeza para
descubrir que su padre lo observaba con curiosidad desde el otro lado del
jardín.
—¿Te encuentras bien,
hijo?
Peter Saint-James
conocía bien a su hijo, y sabía que en aquel momento intentaba contener su
enfado por alguna razón; quizás porque no estaba justificado, o bien porque la
razón de su existencia andaba de por medio.
—¡Por todos los
demonios, papá! ¡Acabo de pillar a tu nieta besándose con Gabriel en el
cobertizo! ―Anunciarlo en voz alta pareció serenar su irritación.
—¿Carol? —El abuelo
había acertado en su apreciación inicial—. ¿Con el hijo de nuestro capataz?
Vaya, después de todo parece que tu madre tenía razón. Siempre ha sido especial
para detectar esas cosas.
—¿Para detectar qué? —Sofía
salía en aquel momento de la casa en dirección hacia los dos hombres. Se
hubiera alarmado al ver la crispación de su hijo, sino hubiera sido por la
tranquilidad con que su marido le estaba hablando.
—Peter ha sorprendido
a Carol y a Gabriel en el cobertizo. Besándose. —El hombre la miró con cierta
admiración—. Tenías razón, cariño, esos chicos se traían algo entre manos.
—¡Pobres chicos! ¡Menudo
susto les habrás dado! ―dijo la anciana, sonriendo.
—¡Pero, mamá! ¡Tiene
diecisiete años! No me parece justificable que ande por ahí besándose con
cualquiera. ―La miró aún más enfadado—. ¿Y tú lo sabías? No voy a admitir que
aplaudas su comportamiento ni que apruebes un acto así como si fuera una
chiquillada. No voy a consentir…
—¡Para, hijo! —El
anciano hizo un gesto con la mano frenando sus palabras—. Ten cuidado con lo que dices. Gabriel no es
cualquiera; y dudo mucho que tu madre, conociendo a Carol como la conoce,
permitiera que tu hija hiciera algo que pudiera herirla, o incluso herirte a
ti. No deberías hablarle en ese tono.
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sábado, 25 de septiembre de 2010
Reserva del 53 (1ª Parte)
El quinto desafío hace un
retrato de tres generaciones de una misma familia. Esta es la primera de tres
historias que se desarrollan en el mismo Estado: California.
Siempre que los
pensamientos vuelven al pasado, rescatan de nuestra memoria momentos que marcaron a
fuego nuestra vida. No importa la naturaleza de aquellos acontecimientos. Unos
fueron memorables y otros abrieron heridas incurables. De lo que no cabe
ninguna duda es que todos ellos nos hicieron sentir que estábamos vivos.
California, 1977.
La puerta se abrió,
dejando escapar ese olor inconfundible, mezcla de cuero y tabaco, que
impregnaba el despacho. Un muchacho joven, de unos veinte años, salió de la
habitación con paso decidido hacia el vestíbulo y abandonó la casa por la
puerta principal.
Dentro de aquella estancia,
un hombre de mediana edad permanecía recostado sobre un cómodo sillón, mirando
por la ventana. Peter Saint-James tenía una expresión sonriente, fiel reflejo de la enorme satisfacción que
estaba sintiendo en aquel instante. Se levantó para poder ver mejor a través
del cristal, y observó cómo el chico se ponía al volante de su Ford Mustang y se
alejaba, dejando un rastro de polución humeante tras él.
Desde aquella
posición, podía contemplar cómo la campiña se extendía frente a él. La fértil
tierra se hallaba cubierta por miles de vides que, en todo su esplendor,
esperaban el momento de la vendimia. Aquel paisaje era el fruto de una vida de
trabajo. El esfuerzo de una generación que había dejado, en cada cosecha, un
pedazo de su historia.
Regresó hasta el
escritorio para buscar su pipa, y la encendió siguiendo un cuidadoso ritual.
Entre el humo blanco podía ver el viejo retrato de su padre colgado en la
pared. Recordaba aquel porte elegante y distinguido que siempre le acompañaba.
Le parecía estar viéndolo, peinado hacia atrás y con aquel delgado bigote,
siempre fumando habanos. Cuando era niño le disgustaba profundamente el olor de
sus puros. Nunca se lo dijo. Sonrió para sí. Seguramente, si lo viera ahora
fumando en pipa, diría que aquello no era propio de caballeros.
Mientras el
tabaco se quemaba, sus pensamientos se alejaban más allá de aquella estancia, a
miles de kilómetros. Pensó en qué distinto habría sido todo si su padre no
hubiera decidido regresar desde Chile. Los motivos que llevaron a su familia a
Sudamérica no fueron otros que buscar nuevos proyectos para invertir la pequeña
fortuna familiar, sumada a los ingresos de su padre como ingeniero. Después de
participar en la construcción del Golden Gate, quiso cambiar de aires y el país
elegido fue Chile. Durante aquellos años de su adolescencia no supo muy bien a
qué se dedicaba su padre; él simplemente se limitaba a crecer en un país cuyos
olores y sabores ya había hecho suyos. Pero, al contrario de lo que él pensaba,
aquella etapa estaba tocando a su fin.
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viernes, 17 de septiembre de 2010
El despiste y yo
Desde mi tierna
infancia, siempre he sido una persona muy despistada. Eso me ha colocado, con
bastante frecuencia, en situaciones cuanto menos incómodas. Cuando era pequeña,
esas incongruencias que acompañaban mi vida, fruto del despiste, apenas tenían
efecto alguno sobre mí.
Sin embargo, mi primer recuerdo de una metedura de pata, en la que pasé vergüenza, fue en un concurso de redacciones del colegio, con mis catorce años cumplidos. Me ofrecí voluntaria para leer mi obra y expuse un auténtico encuentro en tercera fase, con marcianos y todo, para el tema: “Encuentro entre dos mundos”. Cuando vi a mis compañeros mondarse de risa y a la señorita con cara de interrogación, supe que algo andaba mal.
—Exactamente ¿en qué parte de esta historia aparece Cristóbal Colón? —me preguntó ella.
Sin embargo, mi primer recuerdo de una metedura de pata, en la que pasé vergüenza, fue en un concurso de redacciones del colegio, con mis catorce años cumplidos. Me ofrecí voluntaria para leer mi obra y expuse un auténtico encuentro en tercera fase, con marcianos y todo, para el tema: “Encuentro entre dos mundos”. Cuando vi a mis compañeros mondarse de risa y a la señorita con cara de interrogación, supe que algo andaba mal.
—Exactamente ¿en qué parte de esta historia aparece Cristóbal Colón? —me preguntó ella.
No lo
comprendí hasta descubrir que el título completo de la redacción era: “1492, el
encuentro entre dos mundos”. Eso fue solo el principio de infinitas situaciones
ridículas.
En otra
ocasión, comprando en el supermercado, me confundí con la cesta de la compra de
otra señora; supongo que eso es habitual que ocurra, lo malo es que yo lo pasé
todo por caja y lo pagué. No me di cuenta hasta fijarme en que llevaba latas de
comida para perros. Básicamente, porque nunca he tenido animales en casa. La
cajera y los de la cola debieron pensar que era una chalada, cuando intenté
rectificar.
Creo que fue
peor lo que pasó en la reunión de antiguas alumnas del colegio. Me acerqué a un
grupo para saludar a una compañera con una preciosa barriga redondeada, que no
dudé en palpar para darle la enhorabuena, preguntándole de cuántos meses
estaba. A lo que ella respondió:
—No estoy
embarazada. Ya tengo una niña, y me basta y me sobra —dijo, haciendo ademán de
sacar una foto de la criatura.
Yo, para
arreglarlo un poco, le quitaba hierro al asunto diciendo que era normal que,
después de parir, costara un poco recuperarse, pero que luego todo volvía a su
sitio. Tuve que callarme cuando me enseñó la foto de una niña de unos tres
años.
Pero lo
peor de lo peor sucedió ayer, cuando asistí a un rastrillo benéfico, en el
Palacio de Congresos. Allí estaba la flor y nata de la ciudad y era la primera
vez, en meses, que acudía sin el chiquitín a alguna parte. Mi marido se había
quedado con el niño y me había dado la tarde libre. Iba como las tontas. Pero
¡ay!, el despiste y la falta de costumbre hicieron que, sin saber cómo, saliera
de aquel lugar empujando un carrito de bebé. Obviamente el carrito no era el
mío. Ni el bebé que iba dentro, tampoco. Tremendo error que tuve que explicar
en comisaría al policía que me detuvo en la puerta.
Creo que
mañana salgo en la tele.
jueves, 16 de septiembre de 2010
Pereza ( En 69 palabras)
Pensé que esta vez iba
a ser la definitiva. Al fin y al cabo, el yoga es más relajado que el aerobic.
Por suerte han puesto el gimnasio a pocos metros de casa, y que el yogui sea
tan atractivo hace que una esté más motivada para el ejercicio. Lo malo es que
hoy llueve a mares. Se está tan calentito en casa… Mejor empiezo mañana… Estaré
más mentalizada…
lunes, 13 de septiembre de 2010
Soledad buscada
A pesar de su actitud,
decidí seguir la relación con él. Entonces no comprendía su afán por huir del
mundo. Esquivaba cualquier posibilidad que lo acercara al bullicio de la gente,
al tumulto de las palabras sin sentido, como él lo llamaba. Me resultaba tan
complicado estar en su espacio y en el mío a la vez… Yo, que siempre buscaba el
sonido de las voces para sentirme acompañada, que odiaba la soledad. La soledad
que él amaba.
Dudaba que mi alma estuviera hecha para su silencio. Mi vida, antes de él, era un vaivén de encuentros y reuniones, buscando siempre estar rodeada. Salir. Entrar. Como un ave nocturna, devoraba las noches. Después, los días se precipitaban. Nada podía perturbar esa vorágine social que me hacía vivir y no desear nada más.
Dudaba que mi alma estuviera hecha para su silencio. Mi vida, antes de él, era un vaivén de encuentros y reuniones, buscando siempre estar rodeada. Salir. Entrar. Como un ave nocturna, devoraba las noches. Después, los días se precipitaban. Nada podía perturbar esa vorágine social que me hacía vivir y no desear nada más.
Pero
aquel día lo deseé a él más que a nada. Me quedé a su lado expectante,
anhelando comprender su historia de soledad buscada. Descubrí una vida
distinta, en miradas calladas, en paisajes que nunca había visto. Me mostró sus
lienzos y, en ellos, su alma. Entendí que no caminaba en silencio, solo en voz
baja. Ese es el mundo de aromas y sabores que puso a mi alcance. En él espero
cada día amanecer a su lado.
De la frase del Cuentacuentos: “A pesar de su actitud, decidí seguir la relación con él”.
viernes, 10 de septiembre de 2010
Vértigo...( en 69 palabras)
Tras mil chocolates para combatir
la piel erizada cada vez que nos rozábamos, ya no fui capaz de tomar otra taza
con él. Miré dónde colocar el libro en un rincón de la estantería. Entró en el
aula, ya vacía, para susurrarme al oído: —Definitivamente, se acabó el chocolate…
Presionó su cuerpo sobre el
mío, y me hizo girar con sus manos. Su boca devoró la mía; después… vértigo.
lunes, 6 de septiembre de 2010
Terapia de grupo
Mi nombre
es Elena.
Nunca había hablado de mi imperiosa necesidad de meter los productos de la
compra, clasificados por áreas. Es decir, las cosas de droguería en una bolsa,
las pastas en otra… Necesito, además, hacerlo yo. Si cualquier otra persona lo
hace por mí, metiendo una lata de atún en la bolsa de los embutidos (PRODUCTOS
DE CHARCUTERÍA) o en la de los yogures (GRUPO DE LÁCTEOS), ya me la han hecho
buena. Manías como otra cualquiera.
Pero
un día confesé esta “pequeña costumbre” a un amigo de toda la vida; médico,
para más inri. Se reía cuando le contaba mi ocurrencia en el supermercado.
Pero, al preguntarme por mi reacción cuando esto ocurría, le hablé de la desazón
producida por tal extravío entre las bolsas. Le expliqué ese terrible malestar
interno hasta localizar, para luego colocar, el producto en cuestión en el
sitio correspondiente.
Me miró con
cara de susto sentenciando: Eso es una paranoia de libro. Desde entonces me
siento rara. Básicamente por haber omitido en mi relato la extraña costumbre de
sacarlo todo sobre la mesa de la cocina colocándolo luego en las estanterías
por tamaños. Después de ese diagnóstico, cualquiera le sigue contando.
viernes, 3 de septiembre de 2010
No me dejes nunca
Aquí está el cuarto desafío. El sistema educativo en California.
A ver qué ha salido esta vez...
La
puerta del ascensor se abrió, y John
salió al vestíbulo de la tercera planta. Nunca le había gustado cómo olían los
hospitales, tal vez porque todas las razones que le habían llevado hasta allí
habían dejado recuerdos desagradables en su memoria. Aquella ocasión no era una
excepción. Se encaminó hacia la habitación trescientos diez a paso lento, con
el corazón pesado como una losa y mil preguntas en la cabeza. A la mitad del
pasillo se cruzó con una chica que lo miró con curiosidad. Pensó que ya la
había visto en algún otro momento, porque su rostro le resultaba familiar.
Bajó
la mirada perdido en sus propios pensamientos y empujó la puerta que estaba
entreabierta. La habitación estaba en penumbra, pero, casi al instante, pudo ver a Susan
postrada sobre la cama. Permanecía con los ojos cerrados y aspecto sereno.
Finalmente pudo distinguir las vendas alrededor de sus muñecas. Esta vez casi
lo había conseguido. John sintió una punzada de remordimiento en el estómago.
La
primera vez que intentó quitarse la vida solo era una amiga de su niñez, y
había muchas cosas de ella que desconocía. Pero aquello no debía haber
sucedido. Susan era ahora su chica, y tenía haber sabido que algo no iba bien.
O, al menos, que las cosas no irían bien
después de soltarle aquella noticia justo el día en que ambos se graduaban. Cómo iba a pensar que…
Edward
Miller dejó las gafas sobre la mesa de su despacho, se frotó los ojos y se
recostó sobre su sillón. Tenía la sensación de que sus movimientos se habían
vuelto repentinamente lentos y pesados. Estaba completamente agotado. Desde que
había decidido tomar las riendas de aquel instituto en Compton, al norte de Los
Ángeles, veinte años atrás, no había dejado de enfrentar situaciones que se
escapaban de la normalidad. Había llegado incluso a pensar que la realidad se volvía surrealista cuando se traspasaban
las puertas de aquel centro. Aún así, había logrado que el nivel académico
fuera el deseado, y que el Hamilton High School tuviera el mejor equipo de
baloncesto del Estado. Pero días cómo este le hacían plantearse si todos
aquellos años habían merecido la pena.
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domingo, 22 de agosto de 2010
Despierta
Podía percibir
cualquier cosa a través de sus sentidos multiplicada por diez, pero no llegar a
comprender ninguna. Sentía un calor doloroso bajo la superficie que destruía
parte de su cuerpo, un lugar que habría de ser suave y templado. No sabía por
qué ardía aquel lugar de bosque verde y fuerte que con tanto cuidado había
alentado a crecer.
Más allá de sus
dominios pudo sentir que el aire se calentaba, devorando feroz el frío
hielo de sus polos, y rasgaba en mil pedazos su helada piel, morada de auroras
y glaciares. Quiso detener aquella sensación que escapaba a su control; gritar
desesperada por la boca de un volcán, pero nadie la escuchó. Elevó sus manos en
gigantes olas que enfriaran su manto, pero nadie vio su corazón pidiendo
ayuda. Quebró su ser en un escalofrío intenso, que abrió grietas perpetuas y
heridas en su rostro, pero nadie descubrió su angustia.
Solo al final de los
tiempos supieron de su agonía. Pero ya era tarde. Madre Tierra ya había muerto.
De la frase de El Cuentacuentos:
"Podía percibir cualquier cosa a través de sus sentidos multiplicada por
diez, pero no llegar a comprender ninguna."
Publicado con el título “Alea iacta
est” en la Antología Otoño-Invierno de Diversidad Literaria.
lunes, 16 de agosto de 2010
El destino en un vagón
Supo que volverían a verse en el mismo momento que se cruzaron en el metro. Ambos lo supieron. Apenas cuatro estaciones, y el destino habría fraguado el futuro más insospechado del mundo. Ella le reconoció al instante cuando entró en el vagón. Habían sido muchos los conciertos a los que había asistido para quedar extasiada con la magia y la intensidad de su batuta. El director de orquesta más joven de Los Ángeles. Aquel chico rubio de ojos claros había sido un punto de referencia para ella en el último año. Lo miró con descaro un par de veces más para cerciorarse de que no se equivocaba de persona. Pero era él, no le cupo la menor duda.
Quiso decirle algo. Lo cierto es que, a pesar de su altura y de su espectacular físico (había notado cómo había formado un pequeño revuelo en un grupo de chicas a pocos metros de él), parecía un tipo accesible. Al menos, su rostro sonriente y su expresión tranquila así lo reflejaban. Pero algo más allá de la incertidumbre la detuvo. ¿Qué le diría, aparte de confesarle ser una admiradora fiel de su trabajo? Tal vez que, a pesar de que le hubiera encantado tocar bajo sus órdenes, se había negado en redondo a pasar por una audición para acceder a la orquesta filarmónica que él dirigía. Había estudiado la carrera de piano, e incluso había obtenido una beca en la universidad para seguir con sus estudios de violín. Podía decir que tocar en público era algo que le agradaba profundamente. Se olvidaba de dónde estaba, y entregaba toda su fuerza y su inspiración para, posteriormente, captar las expresiones de complacencia de sus oyentes. Era muy buena violinista, y lo sabía. Sin embargo, su orgullo, tal vez heredado por una fuerte impronta familiar, no le permitía dejarse evaluar por un jurado. Ella tocaba para emocionarse y emocionar, pero sentir que un grupo de expertos estaría escudriñando con lupa su técnica hacía que perdiera toda la concentración. De repente se dio cuenta de que él la estaba observando con curiosidad. Era el momento, tenía que decirle algo o en una de las paradas las puertas se abrirían y lo perdería de vista. Entonces, como un destello fugaz, supo cómo hacerlo.
_ _ _
Alcanzó el vagón de metro justo antes de que las puertas empezaran a cerrarse. Aunque no había mucha gente en el vagón, todos los asientos iban ocupados, de modo que se quedó de pie junto a la entrada. Un grupo de adolescentes murmuraba algo, y enseguida supo que hablaban de él, pues, cuando les lanzó una sonrisa, soltaron una risilla nerviosa y se daban codazos unas a otras. Entonces reparó en una chica alta de nariz pecosa y coleta rubia, que lo miraba con un descaro inusual a pocos metros de distancia. Casi de inmediato descubrió a sus pies una funda de violín, y entonces comprendió. Probablemente lo habría reconocido. No se tenía por alguien particularmente popular, pero era verdad que en los últimos tiempos se había hecho con un nombre y una fama en el mundo de la música. Lo cierto es que le resultaba gratificante y algo abrumador a la vez. La joven, que debía tener su edad más o menos, parecía algo contrariada. Tal vez quería acercarse y no se decidía. Dudaba que fuera por pura timidez, a juzgar con el descaro con el que venía mirándolo. Se preguntó qué le estaría pasando por la cabeza. Ahora era él quien la observaba con atención. Ella alzó la vista y cruzó con él la mirada. Casi de manera imperceptible, algo en la expresión de sus ojos le dijo que había resuelto su dilema.
Con decisión, ella sacó el violín de su funda y suavemente lo colocó sobre su hombro y comenzó a tocar. Todo el vagón se quedó en silencio como por encantamiento. Él también se quedó inmóvil. Por alguna extraña razón, esa chica estaba tocando para él. Lo había sabido desde que se encontró con su mirada. Tenía un instinto genuino para la música. Lo vio en sus ojos perdidos en un limbo de acordes, mientras hacía caminar infinitas notas musicales hacia un auténtico mar de sonidos.
Su parada llegó, pero él ni siquiera se percató, y el metro siguió su recorrido. En la siguiente estación ella dejó de tocar, casi como si la pieza de música se hubiera sincronizado con su reloj. Entonces ella le dedicó una amplia sonrisa y bajó al andén.
Él intentó seguirla, pero una marea humana comenzaba a entrar en el vagón.
—¡Espera! —gritó—. ¿Cómo te llamas? ¿Cómo puedo encontrarte? —Ella se volvió.― ¡Carol! ¡Y no te preocupes, yo te encontraré a ti!
Él ya no pudo ver cómo una sonrisa iluminaba el rostro de la chica.
miércoles, 11 de agosto de 2010
Atardecer
Arena y espuma
atrapan la brisa
y dulcemente
y dulcemente
adormecen la tarde,
que lleva en sus redes
que lleva en sus redes
prisionero el manto oscuro
de la noche larga.
Ese es el instante
Ese es el instante
en que mi corazón de
sal
sucumbirá en tus sombras.
Mi isla alcanzará tu playa,
tus olas dormirán mi orilla.
Se oculta el mar
sucumbirá en tus sombras.
Mi isla alcanzará tu playa,
tus olas dormirán mi orilla.
Se oculta el mar
con el sol de poniente.
lunes, 9 de agosto de 2010
La mayor condena
Todos en círculo, con
las manos unidas y las mentes ensangrentadas, esperaban la sentencia del juez.
Durante todo el juicio habían permanecido con la mirada altiva y el gesto
desafiante. Actitud surrealista para aquellos que, sin querer verlo, ya eran
ratones en una ratonera sin salida. Metidos en aquella especie de pecera, eran
condenados por un sentimiento mucho más poderoso que el odio: el desprecio. La
mirada asqueada de cuantos observaban atónitos aquel círculo humano que parecía
una reunión de adoradores del diablo.
De la frase del Cuentacuentos: "Todos en círculo, con las manos unidas y las mentes ensangrentadas"
La
rabia muda de aquella sala rebotaba contra los cristales que hacían las veces
de barrera entre dos mundos. El mundo negro de aquellos terroristas
despiadados, y el mundo gris de quienes habían perdido algún ser querido a
manos de los acusados. No existía color en aquel lugar; no mientras aquel
círculo permaneciera unido, mientras cualquier mano manchada de sangre pudiera
aferrarse a otra que le diera impulso.
La
sentencia condenatoria les borró la fría sonrisa del rostro y, tras un
escalofrío premonitorio, uno a uno fueron torciendo el gesto y separando las
manos. Como si acabaran de descubrir el lugar donde se encontraban, abrieron
los ojos más allá de la urna transparente, y un miedo cerval les azotó el
cuerpo con el áspero látigo de la cobardía. Ya no habría mano a la que asir más
falsa valentía, ni ojos que sostuvieran la sorna de una mirada febril.
Al salir
de la sala el último condenado, el pilar del oscuro grupo, miró de soslayo a
una mujer que permanecía sentada, apretando un pañuelo blanco entre sus
manos. La mujer lo miró un instante, y con su mirada dejó caer sobre él la
carga más pesada que pudo llevarse a su celda: el perdón.
martes, 3 de agosto de 2010
La Puerta Dorada
El tercer desafío
californiano: Un hecho histórico de este Estado. He elegido la construcción del
"Golden Gate". Me ha parecido fascinante conocer todas las
peculiaridades que acompañaron al proyecto. Los personajes son ficticios, pero
seguro que las personas reales que vivieron el acontecimiento compartieron
alguna vez estos mismos pensamientos.
Aquel
abril de 1936 había sido un mes pasado por agua en San Francisco. Las lluvias
de los últimos días habían complicado seriamente el progreso de los trabajos. Sam
y Leonard permanecían apoyados en uno de los flancos amurallados del fuerte
Winfield, la vieja fortaleza militar de Presidio, mirando hacia la bahía. El
mal tiempo parecía que había dado un respiro a la hora del desayuno, y ambos
compartían un bizcocho de canela con sabor a tiempos mejores. Junto a ellos, un
niño de ocho años, el hijo de Leonard, jugaba con una pelota de cuero que
pateaba una y otra vez contra las piedras de la fachada, indiferente a la
colosal estructura metálica que surgía del mar a sus espaldas. En el último año
había contemplado, en frecuentes paseos con su padre, cómo aquel coloso gris
iba ganando terreno al océano y desafiaba a la gravedad día tras día.
Los
dos amigos, sin embargo, no podían apartar los ojos de aquella gigantesca obra.
En sus inicios, tres años atrás, muchos habían tachado aquella empresa de
“locura”, pero nadie mejor que ellos para corroborar que aquello que tenían
frente a sus ojos iba a ser una realidad a corto plazo. A ambos lados de la
bahía, como dos enormes gusanos de acero que se dirigían al encuentro uno del
otro, se extendía por encima del mar el que iba a ser el puente más grande de
los Estados Unidos. Ahora, la pregunta de moda que recorría gran parte del
Estado era: ¿Llegarían a encontrarse ambas mitades? Leonard estaba convencido
de que así sería.
La
fortuna de Leonard había sido entrar a formar parte del equipo de ingenieros
que había seleccionado el mismísimo Joseph B. Strauss para llevar a cabo tan
apasionante proyecto. Un hombre, pionero en su profesión, que había hecho
realidad sobre un plano lo que hasta entonces había sido fantasía: unir la
costa norte y sur de la bahía. Después de la Primera Guerra Mundial el tráfico
rodado se había multiplicado por siete y el sistema de ferrys era incapaz de
absorber tal crecimiento. Aquello significaría un histórico avance para la
ciudad.
Participar en los trabajos iniciales y su posterior desarrollo
había supuesto todo un desafío para el joven Leonard, cuyo principal cometido,
junto al resto del equipo técnico, consistía en supervisar el seguimiento del
proyecto a ambos lados de la bahía. Había sido una suerte contar en la
ejecución de los trabajos con Sam, su amigo desde la infancia; había sido sus
ojos en aquellos puntos de la obra a los que él jamás hubiera pensado en
llegar. Aquella era la tarea de un obrero, y aquel era el papel que a su amigo
le había tocado interpretar en aquella enorme representación arquitectónica.
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lunes, 2 de agosto de 2010
Solo una vez más.
—¿Bailarás conmigo un último vals?
—Carol se volvió al escuchar la familiar voz de Gabriel. Apenas habían pasado
veinticuatro horas desde que su adorado amigo se negara en redondo a asistir a
su boda. Parecía algo definitivo. Al menos, después de confesarle que estaba
enamorado de ella desde tiempos infinitos, y que verla casarse con otro le
ocasionaría demasiado dolor. Sin embargo, allí estaba, al parecer, dispuesto a
bailar con ella el último baile.
Ella le tendió la mano en respuesta a su pregunta. Claro que bailaría con
él; al fin y al cabo, su amigo de toda la vida había aceptado su decisión, y
parecía dispuesto a poner su amistad por encima de todo.
Gabriel
la tomó de la mano y la atrajo hacia sí. Algo en el interior de su cabeza le
decía que aquello era una locura. El día anterior estaba decidido a no volver a
mirarla a los ojos. El amor de su vida se escapaba de su lado, y no había nada
que pudiera hacer por evitarlo. Ella amaba a otro hombre. Aquella odiosa idea
lo había mantenido todo el día con la sensación de estar quemándose por dentro.
Su sentido común le decía que debía alejarla de su vida de inmediato, pero el
corazón se negaba a borrarla de sus recuerdos tan pronto. Por eso, en aquella
lucha por ordenar sus emociones, no había sido capaz de vencer la tentación de
verla vestida de novia.
La
abrumadora visión lo había rendido a un último deseo de acercarse a ella.
Necesitaba volver a sentirla entre sus brazos, perderse en el aroma que
desprendía siempre, ese delicioso olor a canela y jazmín…
Aquel
era el momento. No volvería a tener una oportunidad así. La cogió por la
cintura con firmeza, y apretó suavemente su mano sintiendo el tacto de cada uno
de sus dedos. En un segundo, ya giraba al ritmo de sus pies. Ella lo miraba
sonriente y esperanzada por recuperar su amistad herida. Él la observaba
intentando mantener la imagen de su rostro grabada en su memoria. Después de
aquella noche se iría lejos de allí. Después de aquel vals, saldría de su vida
para siempre.
De la frase del cuentacuentos: "¿Bailarás conmigo un último vals?"
domingo, 25 de julio de 2010
Marta y el abuelo
El mundo infinito asoma
en los ojos mudos de los años,
del pasado y futuro encontrados.
Abrazo henchido de experiencia
que a la niña ingenuidad envuelve,
reposa así su mano amable
en la dorada cabeza que duerme.
Se llena el aire de brisa sabia,
en infantiles pupilas reflejada
de amor sublime y risa empapada.
Juego de antaño, agora magia
de convertir soledad en suerte,
pintando remolinos de besos,
trazándole a la vida puentes.
del pasado y futuro encontrados.
Abrazo henchido de experiencia
que a la niña ingenuidad envuelve,
reposa así su mano amable
en la dorada cabeza que duerme.
Se llena el aire de brisa sabia,
en infantiles pupilas reflejada
de amor sublime y risa empapada.
Juego de antaño, agora magia
de convertir soledad en suerte,
pintando remolinos de besos,
trazándole a la vida puentes.
Todo eres tú,
y a ti todo vuelve,
como regresan los sueños
en su carita alegre.
Arropada en las piernas del abuelo,
comparte sonrisas y palabras;
y es aurora la noche en sus miradas.
Anhelos antiguos alzan el vuelo,
convirtiendo a la nieta en hada,
que aprende de él la vida,
entregando a los sueños alas.
y a ti todo vuelve,
como regresan los sueños
en su carita alegre.
Arropada en las piernas del abuelo,
comparte sonrisas y palabras;
y es aurora la noche en sus miradas.
Anhelos antiguos alzan el vuelo,
convirtiendo a la nieta en hada,
que aprende de él la vida,
entregando a los sueños alas.
sábado, 24 de julio de 2010
Lecciones de Historia
Con el libro abierto
y los ojos cerrados
y los ojos cerrados
paseaba mis deseos
por la pizarra infinita;
el verde mar
donde tu mano diestra
dejaba secretos
mensajes de tiza.
Letras sabias
de experiencia,
de lecciones aprendidas,
que yo, con letras dormidas,
dejaba en corazones de tinta.
Haciendo del pupitre una
frontera,
que tu mirada anhelante no cruzaba;
mas mi risa tu voluntad siempre vencía,
y en rincones escondidos
tu boca traspasaba.
que tu mirada anhelante no cruzaba;
mas mi risa tu voluntad siempre vencía,
y en rincones escondidos
tu boca traspasaba.
Allí estábamos los dos,
yo tu alumna, tú el maestro,
tú en mis curvas, yo en tu cuerpo.
Así amaste mi sonrisa ingenua,
así me atrapó tu voz,
así se enredaron las palabras,
así te alcanzó el amor.
¿Dónde irás tú sin mí?
¿Dónde iré sin ti yo?
yo tu alumna, tú el maestro,
tú en mis curvas, yo en tu cuerpo.
Así amaste mi sonrisa ingenua,
así me atrapó tu voz,
así se enredaron las palabras,
así te alcanzó el amor.
¿Dónde irás tú sin mí?
¿Dónde iré sin ti yo?
Al calor de primeros de junio,
cuando el verano apremiaba,
vi en tus ojos el miedo,
y en tus labios tres palabras:
No puede ser.
cuando el verano apremiaba,
vi en tus ojos el miedo,
y en tus labios tres palabras:
No puede ser.
El juego de lo prohibido,
de actitudes condenadas,
de la edad que me hacía niña
y a los dos nos separaba,
si era tu magia infinita
la verdad que me atrapaba,
y no tus años vividos
ni tus canas, ¿qué más daba?
En la noche de San Juan,
cuando el curso terminaba,
prometiste llevarme contigo,
huir al nacer el alba.
cuando el curso terminaba,
prometiste llevarme contigo,
huir al nacer el alba.
Y al amanecer tardío,
junto a aquella ventana,
te esperé impaciente
como quien espera un final feliz
junto a aquella ventana,
te esperé impaciente
como quien espera un final feliz
que nunca llegaba;
y al romper el día,
solo lloraba…
y al romper el día,
solo lloraba…
Tu imagen de mi corazón ausente,
perdido el amor en tu carta,
de papel herido de muerte,
donde la tinta asesina
en tu lecho rezaba:
"Me marcho sin ti,
y en ti dejo mi vida,
porque a mi lado tu juventud
sin remedio se marchita;
debes soñar otros mundos
y cerrar nuevas heridas.
Amor. Quizás ahora no entiendas
de mis lágrimas saladas,
de mi lucha incierta,
de mi huida desbocada,
pero entenderás algún día
por qué devolví tus alas”.
de mis lágrimas saladas,
de mi lucha incierta,
de mi huida desbocada,
pero entenderás algún día
por qué devolví tus alas”.
domingo, 18 de julio de 2010
De cómo sentirse una ballena
Hoy me ha pasado una
cosa surrealista. Me he escapado un segundo a la tienda de chollos, vamos, la
de “todo a cien” de toda la vida, que hay junto a la oficina. Mientras estaba
enfrascada en uno de los pasillos buscando un tenedor de trinchar (mejor no
preguntes para qué), he escuchado cómo una voz desconocida de mujer decía
espantada:
—¡Mira, Juana, mira
qué barriga!
Yo miraba para todos
lados esperando que la barriga motivo de tal asombro no fuera la mía. ¡Ay!
Pero, infeliz de mí, sí que era la mía y, para colmo, la tal Juana (embarazada
de seis meses como se apresuró a informarme) me miraba tan asombrada como la
primera chica que, con ojos estrábicos, seguía con la mirada fija en mi figura
y señalándome con el dedo (para más "inri").
Yo me limitaba a
sonreír con cara de boba y, cuando en esos segundos, que se me antojaron eternos,
ya me estaba girando sobre mis talones para escapar por otro pasillo, la mujer
profirió un bocinazo en la dirección que yo llevaba:
—¡Mamaaá! ¡Maaaamá!
¡Ven! ¡Ven! ¡Mira!
Y sin saber cómo, una
señora algo entrada en años, con un tostador en la mano, salió por detrás de
una estantería para acudir a la llamada de sus hijas.
—¡Y decías que yo tenía la barriga gorda,
mamá! ¡Mira eso!
Y "eso" era
yo, alegando en mi defensa que estaba ya de ocho meses, y que la niña que
esperaba era grande, y tenía mucho líquido acumulado en la placenta (aunque
esto último fuera una mentira gorda que necesitaba soltar con urgencia), y
que...
—¿Ves, mamá? ¡Y decías
que yo estaba gorda de seis meses! (y la verdad es que "la Juana"
tenía más bien el aspecto de haberse tragado un melón).
¿Y sabes lo que pasó?
Pues que, en mitad de mi retahíla, la mujer se fue directa hacia mí, me levantó
la camisa, y se asomó por debajo para palpar; para certificar lo que estaba
viendo, vamos. ¡Ahgg! ¡me faltó el canto de un duro para trincharla con el
tenedor que llevaba en la mano! Y, ya de paso, decirle:
—Perdón, señora,
perdón, ¿le importa que le coja una teta? Ya sabe, para igualar la situación…
¡Madre mía! Salí de
allí como pude, espantada y sin mi compra. Mientras, seguía oyendo a mis
espaldas:
—Pues eso es cesárea
seguro, como "la Vane"...
La madre que la
parió...
viernes, 16 de julio de 2010
Oír para creer
—Hola,
cariño; ¿has empezado la reunión?
[…]
—Es un solo un segundo, cielo; ¿sabes
dónde he puesto las escrituras de la casa? Esta tarde tengo que ir al notario,
y juraría que las dejé en una carpeta en el escritorio de la entrada.
[…]
—¿Cómo dices? ¿Que tú también las viste
ahí?... No. Lo único que hay aquí encima es un trabajo escolar de Guille: “El
descubrimiento de América”.
[…]
—¿Cómo que le has debido dar al niño
las escrituras por error?
[…]
—Está bien, Marina, no te alteres, ya
sé que has salido de casa a toda prisa. Solo me estoy imaginando cuando el niño
le entregue a su maestra las escrituras. ¡Uff, vaya manera de justificar que el
Nuevo Mundo pertenecía a los españoles!
[…]
—Sí, ya sé que tienes mil cosas en la
cabeza, pero es que ayer te llevaste el teléfono inalámbrico de casa en vez del
móvil, y la base se puso a pitar como loca cuando pasaste la distancia de cobertura.
¡Menudo susto! ¡Ah! Y el lunes te
trajiste a casa la compra de otra señora, que sigo pensando debiste llevar de
vuelta, aunque te pareciera bien el contenido de las bolsas. Ya sé que puedes
con todo cariño, pero últimamente estás un poco estresada.
[…]
—No, no digo que no seas capaz. Es sólo
que llevar el trabajo, los niños y la casa para adelante sin ayuda es
demasiado. ¿Por qué no llamas a la asistenta que te dijo tu amiga? Tenías el
teléfono por aquí, ¿no?
[…]
—Mi vida, claro que no me quejo. Me encanta
que quieras ser una empresaria y madre de familia ejemplar. Es sólo que pienso
que una mano en casa nos vendría bien. Si tú estás más tranquila, nuestra
lavadora no se empeñará en lavar la ropa blanca con la equipación de la
selección española de fútbol.
[…]
—No, Marina. No sigo disgustado por
eso. Pensándolo bien, ahora puedo ver los partidos en calzoncillos haciendo
honor a “la roja”. Venga, prométeme que llamarás cuando llegues a casa…
[…]
—Vale. No tengas prisa por la reunión,
ya me preparo algo de comer. Me iba a hacer un bocadillo de chori… ¡Marina, por
Dios! ¿QUÉ HACE MI PIJAMA EN LA NEVERA?
[…]
—No, cariño, no me río de ti. Sí, sí,
ahora mismo llamo a esa señora.
[…]
—¿Que dónde está la ristra de chorizo, entonces?
Veamos. Teniendo en cuenta la hora que es y que mi pijama está en su lugar, creo
que ahora mismo …se debe estar echando una siesta.
—PI-PI-PI-PI-PI-PI…
jueves, 15 de julio de 2010
Donde caben dos, caben tres
Donde caben dos, caben tres… Qué
bonito eso de apretarse en casa para hacer sitio a la gente que más queremos.
Me encantaba el soniquete de esa canción. Hay anuncios pegadizos, y este
realmente lo era. Un día se me metió la cancioncilla en la cabeza y llegué a la
oficina tarareándola. Al momento todo el mundo estaba coreándome. Y al rato, ya
hasta las narices, querían que me callara; pero, claro, lo de la música
pegadiza es como un tic, complicado de controlar.
La letra me recordaba a lo que solía decir mi madre cuando queríamos llevar
algún amigo a comer a casa, cosa que hacíamos con frecuencia: —Donde comen dos,
comen tres—; supongo que de ese dicho salió el eslogan posterior. Y lo cierto
es que era verdad, porque en la cocina de mamá el menú se estiraba como en el
milagro de los panes y los peces.
Al poco tiempo de salir el anuncio, aprendí que existe una diferencia
sustancial entre el «comer» y el
«caber».
Básicamente porque cuando alguien entra a comer a tu casa, por lo general,
después de la consabida sobremesa, suele irse por donde ha venido. El problema
viene con lo otro, con lo de caber.
Tenemos un vecinito de la edad de nuestros gemelos, chico simpático y risueño
donde los haya, al menos eso era lo que pensaba cuando jugaban todos en el
parque; pero, claro, eso suele pasar cuando los niños son de sus papás y,
después de un ratito, ¡hala!, cada mochuelo a su olivo. Lo malo es cuando la
criatura se instala a piñón, previa invitación de una servidora, ante la
dificultad de la vecina de quedarse con él una noche. Aquel día, en un gesto
espontáneo, me escuché a mí misma diciendo aquello de: —Sin problema, donde
caben dos, caben tres—, incluyendo una minicamita plegable de cincuenta euros.
¡Qué buenos inventos! ¿Eh?
La cuestión es que, efectivamente, cabían tres más apretaditos, más agitaditos
y más endemoniados. Y la cosa no hubiera ido más allá si la vecina de enfrente
no se hubiera tomado literalmente mi ofrecimiento, y a aquella noche no le
hubieran seguido muchas más. A decir verdad, a veces me daba la sensación de
que le estaba haciendo una faena devolviéndole a su niño.
¿Qué más puedo contar? Obviamente no había manera posible de que aquello
acabara bien. Un buen día se me cruzaron los cables. Mandé la cama plegable al
trastero, a mi vecina a la porra, y al felpudo de la puerta a la basura.
¿El felpudo? ¡Ah, sí! Me negaba a leer ni un día más aquello de «Bienvenido
a la república independiente de mi casa…»
sábado, 10 de julio de 2010
Un padre entregado
No lo entiendo. Llevo
aquí sentado veinticuatro horas, y todavía me estoy preguntando cómo me he
dejado convencer. La culpa la tienen esos psicólogos que no paran de
bombardearnos con la idea del diálogo entre hijos y padres. Estoy seguro de que
ninguno de ellos conoce la paternidad. Si la conocieran, sabrían que no es tan
fácil dialogar cuando la tierna criatura que tienes enfrente es un adolescente
de quince años convencido de que un concierto de su grupo favorito puede
cambiar el curso de su vida. Lo malo es que, cuando crees que, después de criarlo toda la
vida, tienes la sartén por el mango, te encuentras que no tienes ningún poder
sobre él. Porque, no se sabe cómo, en medio de ese “diálogo”, donde casi todo
lo dicen tu mujer (condescendiente) y él (suplicante), acabas pensando que no
puedes destrozarle la vida.
Y
ahí estaba yo, en una cola con tropecientos adolescentes de hormonas
disparadas, esperando comprar una entrada de concierto de un grupo coreano de
nombre impronunciable. Impronunciable para mí, claro, porque la treintena de
chicos que tengo alrededor corean su nombre hasta con acento. ¡Pero si hasta
cantan en japonés! Mi propio hijo, que lleva arrastrando el inglés desde ya no
sé cuándo, canta las canciones en un idioma que, más que a japonés, me suena a
chino. Tengo un complejo de friqui que no puedo con él; el resto de adultos que
pasan por la calle me miran con los ojos como platos. Entonces, yo agarro a mi
hijo en plan paterno- filial, intentando justificar mi presencia.
Mi
mujer, madraza donde las haya, nos trae provisiones de cuando en cuando. Al
menos sé que no moriré de hambre. Aunque no sabría qué pensar de la jovencita
que espera delante de nosotros. En todo el tiempo que llevamos aquí, no la he
visto más que comer patatas y beber coca-cola. ¿Es que esta chiquilla no tiene
padres? He empezado a pasar croquetas hacia delante con la esperanza de
alimentar la población congregada. En un minuto ya no tenía existencias. Eso me
indica que he de ser más precavido la próxima vez, y menos generoso. Esto
empieza a convertirse en una cuestión de supervivencia.
Lo peor
es lo del baño. Se lo dije a mi mujer, que yo tenía el punto flojo y eso de
aguantar mucho tiempo no era lo mío. He estado haciendo turnos con mi hijo para
no perder nuestro puesto en la cola. Para evitar la cara de pocos amigos del
dueño del bar al que vamos, he tenido que comprar una bebida cada vez que he
querido entrar. Eso me ha metido en un bucle, de beber líquido para eliminarlo
después, que me tiene angustiado.
Al fin
nos ha llegado la vez. No sabría explicarlo, pero un gusanillo dentro del
estómago me ha llevado a ser osado, y he comprado una entrada para mí. Me
siento parte del grupo. También he comprado una para mi mujer. Pero eso… eso ha
sido pura venganza.
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