Al
franquear los gruesos muros de la entrada de aquel umbrío caserón deshabitado,
tuve la sensación de penetrar en un lugar detenido en el tiempo. La mayoría de
las losetas estaban levantadas, y los escombros se esparcían por doquier. En un
apolillado armario aún quedaban algunos trajes de hombre bastante antiguos. No
había ropa de mujer; por eso me llamó la atención encontrar, en medio de la
estancia, un viejo zapato de charol blanco con una peculiar lazada de pedrería
en la punta.
En
el Ayuntamiento me dijeron que el propietario de la casa, hacía más de setenta
años, había sido un médico holandés afincado en el pueblo. La inquietud que me
embargaba no la provocaba el lamentable estado de abandono del edificio, sino
el viejo cuaderno de hojas apergaminadas que apretaba contra mí, y que la
abuela había puesto en mis manos poco antes de fallecer. Me sentía como una
profanadora de templos. Quizás mi única misión era custodiar ese diario, y no
volver a abrir heridas del pasado, ya cerradas.
Nunca
había visto morir a nadie. Deseé que ella se hubiera ido en paz. Volver al
pueblo materno después de dos lustros me devolvió los recuerdos que ya tenía
abandonados en mi memoria. Cuando la anciana pidió que nos dejaran a solas, me
encontré de golpe contemplando en sus ojos los momentos más felices de mi
niñez; supe que entre nosotras aún se mantenía el vínculo que se había forjado
al amparo de su falda. Con dedos temblorosos, me indicó el rincón del
escritorio donde guardaba su mayor secreto y, antes de que pudiera
entregárselo, se llevó el índice hasta los labios, pidiéndome silencio. El
diario era para mí.
Contaban
que mi abuelo fue un ilustre militar. Murió antes de que yo naciera. Había
llegado allí destinado desde el norte durante la guerra, y quedó prendado de
una de las señoritas de más rancio abolengo de la comarca. Se casaron pocos
meses después. Había oído decir que era un hombre severo y poco acostumbrado a
los favores, pero que había conseguido sacar del pueblo a toda su familia
política, antes de que este fuera asaltado por el bando enemigo. Vivieron en la
capital durante un año, la primera y única vez que la abuela salió de su
tierra; y, cuando regresaron, mamá ya venía con ellos.
A
veces cuesta asimilar que alguien como ella, con casi un siglo de experiencias
mil veces narradas, y modelo de una vida recta, propia de su posición, pudiera
revelarse como una completa desconocida. Las palabras que se desprendieron de
aquellas páginas fueron un descubrimiento, y una razón lo bastante poderosa
como para hacer que retrasara mi vuelta a la ciudad.
Dos
días después del entierro, como parte de una tradición lúgubre y anacrónica,
algunos parientes rondaban aún la casa, haciendo más doloroso el duelo.
Intentando aislarse de la incómoda compañía, mi madre permanecía acurrucada en
un sillón, contemplando viejos álbumes familiares. Me senté junto a ella,
dispuesta a acompañarla en sus recuerdos. Vetustos retratos en sepia mostraban
imágenes que se antojaban irreales: el abuelo de uniforme, la abuela con
sus hermanas menores, y la foto de su boda. Aparecía con un vestido de
chantilly y unos delicados zapatos de charol blanco; los reconocí en seguida.
Una
verdad apabullante afloraba desde el pasado a toda velocidad: la abuela había
tenido un amante. Un hombre que debió marcar su vida profundamente para que
ella deseara conservar por escrito su vivencia, y cuya última pista acababa justo
en aquella casa con suelo de mosaicos blancos y azules. No había nombres, solo
una historia de amor y la dirección de aquella casa anotada en la última hoja
junto a una fecha: la del día en que se vio obligada a marchar del pueblo.
Abracé a mamá y sondeé su pasado en busca de mis propias respuestas. Cuando le
pregunté por la noche en que huyeron sus padres, ella me contó lo que sabía por
boca de una de sus tías.
Esa
tarde, ante el peligro inminente, debían coger el coche y salir a toda prisa.
Habían estado buscando a su madre por todas partes sin dar con su paradero,
hasta que, finalmente, el abuelo apareció con ella, con el rostro desencajado
por la preocupación. Contaban que apareció descalza, y que lloró durante todo
el camino hasta la ciudad. Cerré los ojos, e intenté imaginar de dónde venían y
cómo fueron esos momentos tan dramáticos. Cómo el miedo de aquel día se debió
macerar con el dolor de la traición consumada y de la incertidumbre de lo que
estaría por venir. A pesar de todo, no dejaba de preguntarme por qué ella no
luchó por aquel amor.
Mi
última noche en el pueblo, el sueño volvió a llevarme bajo el castaño junto a
los muros del cementerio, donde solíamos sentarnos a merendar cada tarde la
abuela y yo. En otoño me llenaba los bolsillos de castañas y jugaba a meterlas
en los agujeros de la pared. Ella siempre decía que al abuelo le gustaban a
rabiar, y que él vendría a recogerlas.
Cuando al amanecer
compartí con mi madre el recuerdo de mi infancia, me miró extrañada. No tanto
porque nunca le había contado dónde terminaban nuestros paseos vespertinos,
como por el hecho de que su padre hubiese sido alérgico a los frutos secos, y
que su enterramiento hubiera tenido lugar en su tierra natal, respetando su
voluntad.
Han
pasado casi cinco años desde la muerte de la abuela, y ahora acudo cada otoño
al pueblo para dejarle flores. Nunca olvido acercarme hasta el muro del
cementerio para dejar algunas castañas en los agujeros que aún quedan en él;
orificios que dejaron las balas cuando los asaltantes fusilaron al cura y al
médico del pueblo, que, cumpliendo el sagrado juramento hipocrático, decidió
quedarse con sus enfermos.
Una
fecha que quedó grabada en mi memoria, en el diario de su amante y, aún sin
saberlo ella, en el color celeste de los ojos de mi madre.