lunes, 10 de septiembre de 2012

Tiempo detenido


Lorea espera, como cada día, sentada sobre las rocas. Los dedos de sus pies apenas rozan la superficie del agua,  dejando suaves ondas concéntricas que se expanden hasta desaparecer. El tiempo se detiene en ese lugar; por eso no le pesan los minutos ni las horas transcurridas junto al mar. Sabe que, más adelante, él regresará. Solo al ocaso, las alas de Lorea apagan su luz y ella se vuelve casi terrenal.

Es en ese breve instante cuando siente con más fuerza la ausencia de su viejo amigo. Añora las intensas conversaciones llenas de preguntas.  Los eternos silencios,  pacientes, sin respuestas, sentados en la cima del mundo. Ella mira al fondo del océano intentando leer en su azul y, a veces, adivina sobre las olas escenas de su vida, y lo siente feliz. La naturaleza libre del Calamarada se sumergió plácida en las rutinas del mar; derrochando  su cálido encanto sobre los seres marinos que, atrapados en su magia, conviven en perfecta sincronía.  

Adormecida en un sueño mortal, permanece su posada abisal,  y en ese mundo  él entrega cada jirón de su piel. Aprende a nadar en un mar en calma,  mientras Lorea  aún se agita con las mareas, sin atreverse a sumergirse en su busca. Los seres del aire temen empaparse más allá de la cintura por miedo a dejar de volar. Quizás él lo recuerde, y extrañe, por un segundo, respirar de nuevo junto a ella. Lorea sonríe; presiente que hoy el chapoteo de sus pies desnudos conseguirá alcanzarlo, donde quiera que esté.