sábado, 22 de marzo de 2014

Las lentejas: cualquiera se las deja


Adoré, siendo faraón, los deliciosos platos de lentejas que cocinaban para mí. Mas fue Plinio quien me advirtió que tal dieta acabaría con mi carrera de senador romano, dañándome la vista. Me arriesgué, descubriendo, por el contrario, que, según Apiano de Alejandría, tan temeraria legumbre vuelve al hombre alegre y divertido para superar los penosos trances de enterramientos ajenos.
Tampoco los doctores del medievo consiguieron disminuir mi predilección por la leguminosa,  pese a ser firme candidato a sufrir locura y epilepsia. Jamás me tembló la mandíbula al masticar, cuando Carlos V, convencido por los consejos de su galeno, me observaba comer plácidamente, esperando que la lepra acabara con mi vida.
Solo en una ocasión estuvieron las lentejas a punto de terminar con mi preciada inmortalidad. Despuntaba el siglo XXI, cuando quiso  la muerte enfrentarse a mí a través de las  virtudes culinarias de mi suegra.
Si bien ninguna de las aseveraciones de la ciencia antigua ha de tenerse en consideración,  advierto que jamás pongan ni ingredientes ni herramientas al servicio de tal despropósito. Pues, según las intenciones,  ciertas delicias gastronómicas pueden volverse un arma mortal. 

miércoles, 19 de marzo de 2014

Cosas de niños



Quique está asustado. No le gustan los hospitales, especialmente porque, cuando están allí, mamá se pone más seria que nunca, y siente cómo tiembla al cogerla de la mano. Aunque todos estén pendientes de él, a veces se siente un poco solo;  nunca se lo ha dicho para no ponerla más triste. Tampoco le gustan los doctores; cuando ve sus batas blancas le dan retortijones,  y tiene que pedir que lo acompañen al baño. Solo desea que la prueba pase rápido, e irse pronto a casa.
Hoy lo han llevado a una sala de juegos mientras espera; es un lugar bastante bonito, aunque huele igual que el resto del edificio. Hay un niño en pijama, más o menos de su edad, que juega entretenido; de inmediato lo ha invitado a unirse a su diversión. Sabe que está enfermo, mucho más que él, y por eso tiene que vivir allí. Está impresionado al comprobar que él no parece asustado, ni siquiera preocupado; lo mira con admiración unos segundos,  y en seguida vuelve a concentrarse en el circuito de coches que están montando. Un doctor entra sonriente en la habitación.
—¡Hola, chicos! —saluda.
Quique da un respingo y siente cómo su corazón se acelera.El otro niño se levanta,  y corre a sus brazos, encaramándose de un salto.
—¿Me has traído algo? —pregunta, nervioso.
—Sí, aquí lo tienes —ríe el recién llegado, sacándose un montoncito de cromos del bolsillo.
—¡Gracias! —responde el chico, dándole un sonoro beso.
—¿Eres Enrique, verdad? —pregunta dirigiéndose a él—. En unos minutos vendrán a buscarte. Yo te estaré esperando, ¿vale?
—¿Es tu papá? —indaga Quique, cuando el hombre ya ha salido. Está sorprendido por lo que acaba de presenciar.
—¡No! —ríe el chico—. Es mi médico. 
Quique se queda pensativo, y después sonríe a su compañero de juegos. 
Cuando, finalmente, una enfermera se acerca a buscarlo, descubre que ya no está tan nervioso. Algo parecido a una pequeña esperanza se ha instalado en su interior. Él no sabe cómo describirlo; después de todo, es demasiado pequeño para entender de esas cosas. 



sábado, 15 de marzo de 2014

Relatos invisibles

Escribir en braille las historias que salían de mi cabeza convertía mis emociones en un universo rugoso, lleno de puntos, que solo unos pocos podían leer, y casi nadie interpretar. Algunas tardes, acudía a las tertulias literarias que se organizaban en una librería cercana, y escuchaba las opiniones de la gente sobre una determinada obra; después, los asistentes leían relatos de su propia autoría.

Estando allí me invadían sensaciones encontradas. Estaba abrumada por la creatividad que llenaba la sala y, al mismo tiempo, frustrada por mi incapacidad para compartir mis escritos. La tarde que lo conocí, diluviaba. Al terminar la reunión, nadie se decidía a salir. Él se acercó, y puso la palma de su mano sobre mi hombro para atraer mi atención.

—Confío en que algún día te decidas a leernos algo. Soy Marc —dijo.
—Ángela —respondí, extendiendo mi mano. 
Al rozarnos, una descarga eléctrica cruzó mis dedos. Él también la sintió, porque nos soltamos instantáneamente.
—¡Vaya! ¡Si eres tan vibrante en todo, escuchar algo tuyo tiene que ser una experiencia increíble! 
—Me temo que aún no estoy preparada para mostrar esa parte de mí que hay en lo que escribo.
Aquel breve silencio me dejó desconcertada. 
—¿Puedo invitarte a un café? —dijo al fin. 

Después de aquel café, vinieron más y, tras ellos, conversaciones que vencieron mis barreras, e hicieron que mis dedos se deslizaran por mis historias para regalárselas a él. 
—No te guardes este tesoro, Ángela. Déjame leer esto por ti; si no quieres que nadie sepa que es tuyo, elige un pseudónimo, pero tienes que compartirlo; no lo escondas.

Nunca supe cómo sonaban mis emociones hasta que él les puso voz. Entonces entendí que sólo había una razón para ello: las había hecho suyas, una a una, como al resto de mí.

sábado, 1 de marzo de 2014

Redención





Sabía que el rey condenaba a muerte a aquellos que osaban traicionarlo. Fue él, su caballero de confianza, quien llevó a cabo la mayor temeridad: amar a la reina. Nunca pensó que aquello sucedería,  pese a que, la primera vez que contempló a aquella joven, sintió la necesidad imperiosa de reclamar su atención. Conocía sus propias armas de seducción,  y logró hacerse con sus afectos.
Probó su inexperiencia, y la arrastró con él hasta el precipicio, sin pensar en el peligro al que la exponía. No calculó bien la medida de su entrega ni de su dulzura, y cayó en la trampa de perderse en el amor más sincero y puro que jamás había conocido.  El único pecado que ella cometió  fue corresponderle.
Mil veces habría pagado con su vida por cada vez que la tuvo entre sus brazos, porque en ella encontró todos los placeres conocidos por el ser humano. Después de aquello, hubiera podido soportar cualquier penitencia: los azotes de cien látigos, el hambre, la sed, el martirio de su ausencia. Cualquier infierno, menos verla sufrir. 
La torre más alta y aterradora se eleva en medio de una isla, oscureciendo la celda de los condenados. Allí el traidor alimentaba su alma con los recuerdos de encuentros furtivos. Pero dejó de contar los días cuando perdió la esperanza de libertad. Ocurrió en el justo instante en que la puerta de su prisión se abrió para dejar entrar a la peor de sus pesadillas. 
Cuando la llevaron junto a él, observó el miedo de sus ojos, y supo que algo terrible sucedería. Sus entrañas le decían que su destino no sería sufrir la condena a su lado, que la razón de su presencia tenía que arrastrar otra maldad.
Y el horror llegó de la mano de un marido despechado. Con la impotencia que le infligían las cadenas, ancladas a sus manos y a sus tobillos,  presenció cómo el monarca torturaba su frágil figura hasta hacerla perder el sentido, una y otra vez. Vertía sobre ella la rabia del engaño, como un animal salvaje, sometiendo su cuerpo a instintos lascivos.  Ella intentaba ocultar su agonía a quien tanto amaba, escondiéndole su rostro. Y él, con la cara desencajada, gritaba cuanto sus pulmones le permitían, hasta sentir cómo la propia voz se hacía añicos en su garganta.
Cuando la daga del rey se adentró en la suave piel de su espalda, rasgando su carne, supo que la había herido de muerte. Mientras la razón de su existencia se desangraba en el frío suelo de piedra, ella le miraba manteniéndolo suspendido en un lugar lejos de allí, donde tantas veces le había entregado el cielo de sus labios.  Después, el mundo se hundió bajo sus pies mientras un dolor insoportable quebraba sus rodillas. 
Todo fue oscuridad y silencio. Cada noche era más negra en esa prisión donde el tiempo se detenía. Sus ojos ya no buscaban la luz, ni sus pulmones respirar. La culpa le arañaba los pensamientos y anquilosaba las emociones.  Solo esperaba el momento en que la parca decidiera hacerse cargo de un alma que renegaba del mundo donde existía y del que estaba  por venir.
El pasado se dibujaba en su mente cambiando acontecimientos, jugando con la realidad. En él seguía su cruzada defendiendo causas perdidas, atravesando tierras fértiles y enarbolando la bandera de un reino próspero. Intentaba borrar cualquier atisbo de calor humano, la presencia de quien dominó sus emociones  y cuyo último recuerdo rasgaba su conciencia en mil pedazos.
Pero la soledad avanzaba con paso inexorable devorándolo todo en la vigilia. En esa aciaga espera, sintió cómo el aire se movía entre las cuatro paredes. Pudo percibir una presencia extraña escabulléndose entre las sombras de aquellos muros. Cuando al fin sus pupilas se adaptaron a la tenue luz, lo vio. Escondido en un rincón de la fría celda, agachado y tembloroso, pudo distinguir un ángel.
Las emociones humanas eran ya tan ajenas a él, que fue más incredulidad que miedo lo que le llevó a acercarse. Sus pensamientos se paralizaron al descubrir, enraizadas en su espalda, unas alas que diferían en su color. Una de ellas se cubría de un blanco celestial y la otra, negra como el azabache, se adentraba en una árida cicatriz sobre su espalda. Al girarse, descubrió, lleno de estupor, que era ella. 
Intentó abrazarla,  pero sus manos se encontraron buscando en el vacío. Qué mayor castigo para su alma atormentada que ver sus ojos confundidos y asustados,  y no poder rozarla. Ella no podía verlo  y él no podía tocarla. Aquella era su condena por no haber sabido protegerla.  Pero, ¿por qué estaba allí? ¿por qué la habían dejado en aquel agujero? Su alma estaba atrapada junto a la suya. 
Durante infinitas noches su imagen acompañó cada delirio, y aquel tormento le emponzoñaba el corazón e iba apagando la luz de su aparición. Un día, mientras la observaba, ella desplegó sus alas con cuidado, acariciando su lado oscuro. Y entendió. Había renunciado al cielo por él. Aquella  cicatriz en su espalda era la herida que sus pecados habían asestado a su vida mortal, y no quería renunciar a aquel recuerdo. El precio a pagar: la eternidad sin un lugar para refugiar su alma. Si tenía que buscar un abismo donde esconderse, lo había encontrado. El infierno donde él habitaba.
Había truncado el ascenso de un ángel, y debía devolverla a su lugar. El diablo ya no habría de esperar a que él se dejara morir. Invocó su presencia, tal como lo hacían las brujas que tiempo atrás había perseguido, abriendo la carne de sus muñecas con una lasca,  para verter su sangre. Y esperó que el sabbat acudiera a su llamada. Entre la bruma de su debilidad, pudo distinguir sus cuernos retorcidos,  y un fuerte olor a azufre inundó toda la celda. Su alma por liberarla de aquel purgatorio. Ese era el trato.
Entonces ella, por primera vez, levantó los ojos y le vio. Aquel segundo le bastó para saber que lo había logrado. 
Cuando nadie respondió a la llamada de la puerta, una enfermera abrió con precipitación y entró en el cuarto. En el suelo encontró un cuervo muerto, con las alas partidas, tras haber impactado con uno de los cristales del ventanal.  El anciano permanecía inconsciente, apoyado sobre la mesa, donde unas horas antes la mujer lo había dejado escribiendo su novela. A punto de descubrir el fatal desenlace, un aleteo la hizo girarse hacia un rincón de la habitación. Una paloma alzaba el vuelo para escapar hacia la libertad.