miércoles, 30 de septiembre de 2015

Después





Se observaba desnuda frente al espejo, cuando una punzada en el estómago la hizo estremecer. «Miedo escénico», pensó.
Él volvió a llamarla desde el dormitorio; parecía impaciente.
―Nada ha cambiado para mí ―le había dicho―, puedes estar convencida de eso.
Pero seguía sumergida en aquella inseguridad que le paralizaba los pies y le aceleraba el pulso. Al llegar a su lado, él sonreía expectante.
―Solo dime qué necesitas, amor. Haré lo que me pidas ―insistió.
Abrió el primer cajón del armario y buscó su  foulard de seda. Quería sentirse cómoda y saber que no habría en su mirada ni un solo destello de rechazo.
―Con los ojos vendados ―rogó.
Él soltó una carcajada de felicidad y se lo retiró de las manos.
―Siempre me han gustado tus juegos en la cama ―susurró, anudándole con destreza el pañuelo alrededor de la cabeza.
―Cariño, creo que no...
Un beso en los labios cortó la frase antes de que ella pudiera sacarlo de su error. Entonces comprendió que, en realidad, no importaba. Todo sería como antes.

Seleccionado y publicado en la Antología “Cáncer de mama”, de la Editorial Talento Comunicación.

lunes, 28 de septiembre de 2015

La nueva Babilonia




Nunca había percibido los distintos matices que tiene la lluvia. En esta ciudad, las finas gotas quedan prendidas en una espesa niebla y se depositan en mi ropa con tal disimulo que, cuando empiezo a sentir la humedad, ya estoy calada hasta los huesos. Al final decido cubrirme, y el sol, con su fino humor británico, me hace un guiño entre las nubes y me deja sola con mi paraguas atravesando la densa marea de trajes grises que van hacia la City.
El Big Ben tañe advirtiendo que en hora punta es mejor buscar un lugar tranquilo donde encontrar el anonimato para los que huyen o, tal vez, de los que solo quieren aprender inglés. Las ardillas de Saint James no hablan idiomas, pero son lo bastante listas como para conseguir lo que desean derrochando simpatía a cambio de avellanas. Tampoco se asustan ante el familiar sonido de charanga con ínfulas marciales que llega desde el palacio en días alternos. Londres toma aire de sus parques, y mantiene sus dispares distritos funcionando a pleno pulmón.
El muffin de arándanos no fue suficiente, y el hambre me sugiere salir en busca de la civilización, pero nadie me avisó de que a Babel se llega tras un viaje en metro y que, al alcanzar la superficie, el mundo se convierte en una vorágine de etnias, culturas y religiones. Me he enamorado de este lugar, donde los neones marcan el inicio de un barrio que, como un grito de caza, alimenta el estómago con Fish and Chips y el espíritu con viejas librerías. Antes de entrar en el Soho, me giro para confirmarle al brillante Cupido, que se erige en Piccadilly Circus, que ya ha cumplido su misión.
La vida fluye en cada esquina, a ambos lados del meridiano, y yo me sumerjo en sus entrañas esperando descubrir un nuevo pálpito en sus calles al emerger. Así me encuentro atrapada en el mercadillo de Portobello, curioseando en su atmósfera bohemia, y donde la tarde se mantiene bulliciosa hasta que un viejo reloj, en una pequeña tienda de antigüedades, detiene sus agujas. Son las cinco en punto, hora del té. La urbe se pausa en secreto solo para los que conviven con el Támesis desde siglos atrás, mientras para el resto de los mortales sigue el ritmo cosmopolita de la modernidad. Decido obviar tan principal ceremonia y postergar mi cita con la infusión.
Tras una ventana de Baker Street, Holmes menea la cabeza ante tal impuntualidad. Pero es que, intentando devorar cada minuto, no quiero detener mis pasos. Siento curiosidad por conocer el color de la noche de la ciudad que nunca duerme. Espero sobrevivir a este reto, siempre que, claro está, antes de cruzar una avenida, no olvide mirar a mi derecha.

jueves, 17 de septiembre de 2015

El tatuaje




Del poderoso hechizo de la mandrágora me habla esta mágica planta que se dibuja en su piel. Lamo las hojas que se yerguen frescas sobre sus pechos y se despierta mi voracidad en el palpitar narcótico de sus gemidos. Es hambre de su carne la que empapa mi boca con la savia que prometen sus labios, y el veneno de su cuerpo se inyecta en la yema de los dedos haciendo arder mis manos en el descenso.
Oscilan las raíces indelebles en la curva de sus caderas y se adentran serpenteantes entre sus muslos. Muerdo febril, una y otra vez, la manzana del amor, condenando al exilio la razón en pos del placer más sublime. Ella jadea apremiando la deconstrucción del mortal fruto, en perfecta armonía con mis movimientos. El éxtasis lleva a término la poción.
Mas ni ella resultó ser tal bruja, ni yo tan inocente víctima.

Seleccionado y publicado en la II Antología de Relatos Eróticos de la Editorial Talento Comunicación.

miércoles, 16 de septiembre de 2015

Córdoba






Al sur de la antigua Hispania, existe una ciudad que solo es visible durante nueve meses al año. Al llegar el verano, un sol implacable despierta con sus rayos a un dragón que habita en el Sáhara. Su hambre voraz levanta montañas de arena y seca los oasis. El enorme reptil inicia su vuelo hacia el viejo continente hasta alcanzar la legendaria urbe, engullendo a su paso caminos, arboledas y casas. Dicen que brota fuego de sus fauces, calcinando las pocas aves que osan cruzar el límpido cielo, y que, al rozar la piedra de los adoquines, transforma las calles en un espejismo. Tras la estela de su ardiente aliento, surge una bóveda brumosa que cubre los campos, desde la espesa sierra hasta la vega, ocultando a ojos extraños todo cuanto queda bajo ella.
Así permanece la bestia durante el estío, alimentando su insaciable apetito bajo los arcos de un puente indestructible. Algunos ingenuos forasteros se atreven a desafiar la sofocante atmósfera y logran penetrar en su interior para comprobar la existencia de semejante monstruo, mas huyen despavoridos al contemplar cómo las estatuas de bronce que se erigían en las plazas han tornado en charcos oscuros a los pies del pedestal. Cuenta la leyenda que, durante estos meses inauditos, la vida se esfuma igual que se evaporan las aguas del río, y que el viento lame los muros de las iglesias, derritiendo los campanarios. En este lugar sin tiempo, el reloj del Ayuntamiento se detuvo a las seis y media de la tarde, cuando las fláccidas agujas se desplomaron, incapaces de seguir girando.
Pero el secreto mejor guardado se esconde bajo las sombras de las fachadas. Mientras el mundo ora en misa de réquiem por una ciudad muerta, sus habitantes sobreviven en un letargo aprendido con los siglos. Ya no temen a la fiera que les invade y abrasa cada rincón, pues su piel guarda memoria de ataques del pasado y han aprendido a vencer las embestidas del calor.
Los niños curten su piel y transpiran como las escamas de ese diablo, pues encontraron en su trato la mejor escuela. Cuando el dragón agita sus alas esparciendo llamaradas, cierran puertas y ventanas, y pausan sus quehaceres. Los más jóvenes, inmunes a sus dentelladas, recorren las aceras, indiferentes a los rugidos, y alimentan su propia fortaleza friendo huevos y asando carne sobre los bancos de metal del parque; y, si los aventajados alumnos se sienten desfallecer, recurren a pócimas secretas de rojas hortalizas que deleitan paladares en forma de frescas cremas. Los más sabios, valerosos guerreros donde los haya, acompasan su respiración con los resoplidos humeantes del animal en obligada siesta para sosegarlo, y este, en un mantra de ronquidos, acaba enroscando su cuerpo y ofreciendo la ansiada tregua.
Así, al llegar la noche, la población abandona sus refugios y se lanza a las calles para empapar de granizados el ambiente; y, si el áspero ser se revuelve en sus pesadillas dejando escapar infernales bocanadas, todos acuden a las improvisadas aguas termales de las fuentes para encontrar el sueño que a veces no llega. Al fin, cuando el siroco cambia su rumbo y el otoño sopla tímido en las secas hojas de los árboles, el dragón emprende su regreso al desierto. Mas nadie se confía en exceso con la retirada. Como buenos aprendices de sus costumbres, saben que gusta de remolonear en su despedida, y no es la primera vez que con uno de sus últimos bufidos hace madurar los membrillos de la campiña. Solo los ancianos siguen su rastro con la vista en el horizonte, sabedores de que el próximo año volverá aún más hambriento.

viernes, 4 de septiembre de 2015

1912





Contaba el abuelo que contemplar por primera vez aquel espectacular monoplano cruzando el cielo fue una de las experiencias más emocionantes de su vida. Después de observar al célebre aviador francés hacer semejantes piruetas con su Blériot para inaugurar la feria, pensó que ninguno de los acontecimientos que iban a tener lugar ese día podría estar a la altura. Ni siquiera el multitudinario estreno del nuevo quiosco que el Ayuntamiento había mandado construir en el círculo interior del recinto, y que reemplazaría al anterior, que era desmontable. Tampoco la venta de "Llanero", el semental con más solera de la finca de su padre, por unas buenas pesetas.
Sin embargo, al caer la tarde, pudo comprobar que el verdadero éxtasis aéreo llegaría después de una invitación a barquillos y de un paseo junto a la chica más bonita de Albacete. El beso de la abuela hizo que sus pies se elevaran a medio metro del suelo. Dicen quienes la conocían que, teniendo en cuenta la dificultad de esa conquista, aquello sí que fue una verdadera proeza.

Finalista en el III Certamen de Microrrelatos “Sucedió en la Feria”, del Club de Escritura “La Biblioteca”, de Albacete.