lunes, 28 de septiembre de 2015

La nueva Babilonia




Nunca había percibido los distintos matices que tiene la lluvia. En esta ciudad, las finas gotas quedan prendidas en una espesa niebla y se depositan en mi ropa con tal disimulo que, cuando empiezo a sentir la humedad, ya estoy calada hasta los huesos. Al final decido cubrirme, y el sol, con su fino humor británico, me hace un guiño entre las nubes y me deja sola con mi paraguas atravesando la densa marea de trajes grises que van hacia la City.
El Big Ben tañe advirtiendo que en hora punta es mejor buscar un lugar tranquilo donde encontrar el anonimato para los que huyen o, tal vez, de los que solo quieren aprender inglés. Las ardillas de Saint James no hablan idiomas, pero son lo bastante listas como para conseguir lo que desean derrochando simpatía a cambio de avellanas. Tampoco se asustan ante el familiar sonido de charanga con ínfulas marciales que llega desde el palacio en días alternos. Londres toma aire de sus parques, y mantiene sus dispares distritos funcionando a pleno pulmón.
El muffin de arándanos no fue suficiente, y el hambre me sugiere salir en busca de la civilización, pero nadie me avisó de que a Babel se llega tras un viaje en metro y que, al alcanzar la superficie, el mundo se convierte en una vorágine de etnias, culturas y religiones. Me he enamorado de este lugar, donde los neones marcan el inicio de un barrio que, como un grito de caza, alimenta el estómago con Fish and Chips y el espíritu con viejas librerías. Antes de entrar en el Soho, me giro para confirmarle al brillante Cupido, que se erige en Piccadilly Circus, que ya ha cumplido su misión.
La vida fluye en cada esquina, a ambos lados del meridiano, y yo me sumerjo en sus entrañas esperando descubrir un nuevo pálpito en sus calles al emerger. Así me encuentro atrapada en el mercadillo de Portobello, curioseando en su atmósfera bohemia, y donde la tarde se mantiene bulliciosa hasta que un viejo reloj, en una pequeña tienda de antigüedades, detiene sus agujas. Son las cinco en punto, hora del té. La urbe se pausa en secreto solo para los que conviven con el Támesis desde siglos atrás, mientras para el resto de los mortales sigue el ritmo cosmopolita de la modernidad. Decido obviar tan principal ceremonia y postergar mi cita con la infusión.
Tras una ventana de Baker Street, Holmes menea la cabeza ante tal impuntualidad. Pero es que, intentando devorar cada minuto, no quiero detener mis pasos. Siento curiosidad por conocer el color de la noche de la ciudad que nunca duerme. Espero sobrevivir a este reto, siempre que, claro está, antes de cruzar una avenida, no olvide mirar a mi derecha.

No hay comentarios:

Publicar un comentario