miércoles, 16 de septiembre de 2015

Córdoba






Al sur de la antigua Hispania, existe una ciudad que solo es visible durante nueve meses al año. Al llegar el verano, un sol implacable despierta con sus rayos a un dragón que habita en el Sáhara. Su hambre voraz levanta montañas de arena y seca los oasis. El enorme reptil inicia su vuelo hacia el viejo continente hasta alcanzar la legendaria urbe, engullendo a su paso caminos, arboledas y casas. Dicen que brota fuego de sus fauces, calcinando las pocas aves que osan cruzar el límpido cielo, y que, al rozar la piedra de los adoquines, transforma las calles en un espejismo. Tras la estela de su ardiente aliento, surge una bóveda brumosa que cubre los campos, desde la espesa sierra hasta la vega, ocultando a ojos extraños todo cuanto queda bajo ella.
Así permanece la bestia durante el estío, alimentando su insaciable apetito bajo los arcos de un puente indestructible. Algunos ingenuos forasteros se atreven a desafiar la sofocante atmósfera y logran penetrar en su interior para comprobar la existencia de semejante monstruo, mas huyen despavoridos al contemplar cómo las estatuas de bronce que se erigían en las plazas han tornado en charcos oscuros a los pies del pedestal. Cuenta la leyenda que, durante estos meses inauditos, la vida se esfuma igual que se evaporan las aguas del río, y que el viento lame los muros de las iglesias, derritiendo los campanarios. En este lugar sin tiempo, el reloj del Ayuntamiento se detuvo a las seis y media de la tarde, cuando las fláccidas agujas se desplomaron, incapaces de seguir girando.
Pero el secreto mejor guardado se esconde bajo las sombras de las fachadas. Mientras el mundo ora en misa de réquiem por una ciudad muerta, sus habitantes sobreviven en un letargo aprendido con los siglos. Ya no temen a la fiera que les invade y abrasa cada rincón, pues su piel guarda memoria de ataques del pasado y han aprendido a vencer las embestidas del calor.
Los niños curten su piel y transpiran como las escamas de ese diablo, pues encontraron en su trato la mejor escuela. Cuando el dragón agita sus alas esparciendo llamaradas, cierran puertas y ventanas, y pausan sus quehaceres. Los más jóvenes, inmunes a sus dentelladas, recorren las aceras, indiferentes a los rugidos, y alimentan su propia fortaleza friendo huevos y asando carne sobre los bancos de metal del parque; y, si los aventajados alumnos se sienten desfallecer, recurren a pócimas secretas de rojas hortalizas que deleitan paladares en forma de frescas cremas. Los más sabios, valerosos guerreros donde los haya, acompasan su respiración con los resoplidos humeantes del animal en obligada siesta para sosegarlo, y este, en un mantra de ronquidos, acaba enroscando su cuerpo y ofreciendo la ansiada tregua.
Así, al llegar la noche, la población abandona sus refugios y se lanza a las calles para empapar de granizados el ambiente; y, si el áspero ser se revuelve en sus pesadillas dejando escapar infernales bocanadas, todos acuden a las improvisadas aguas termales de las fuentes para encontrar el sueño que a veces no llega. Al fin, cuando el siroco cambia su rumbo y el otoño sopla tímido en las secas hojas de los árboles, el dragón emprende su regreso al desierto. Mas nadie se confía en exceso con la retirada. Como buenos aprendices de sus costumbres, saben que gusta de remolonear en su despedida, y no es la primera vez que con uno de sus últimos bufidos hace madurar los membrillos de la campiña. Solo los ancianos siguen su rastro con la vista en el horizonte, sabedores de que el próximo año volverá aún más hambriento.

1 comentario:

  1. Me ha gustado mucho, pero yo soy muy de verano, a ver si tu dragón se da una vuelta por aquí para que el invierno no se haga tan pesado. Preciosa semblanza de Córdoba con la escusa del calor. Nos vemos pronto. Besosss!!!

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