domingo, 22 de agosto de 2010

Despierta

       

Podía percibir cualquier cosa a través de sus sentidos multiplicada por diez, pero no llegar a comprender ninguna. Sentía un calor doloroso bajo la superficie que destruía parte de su cuerpo, un lugar que habría de ser suave y templado. No sabía por qué ardía aquel lugar de bosque verde y fuerte que con tanto cuidado había alentado a crecer.
Más allá de sus dominios pudo sentir que el aire se calentaba, devorando feroz el frío hielo de sus polos, y rasgaba en mil pedazos su helada piel, morada de auroras y glaciares. Quiso detener aquella sensación que escapaba a su control; gritar desesperada por la boca de un volcán, pero nadie la escuchó. Elevó sus manos en gigantes olas que enfriaran su manto, pero nadie vio su corazón pidiendo ayuda. Quebró su ser en un escalofrío intenso, que abrió grietas perpetuas y heridas en su rostro, pero nadie descubrió su angustia.
Solo al final de los tiempos supieron de su agonía. Pero ya era tarde. Madre Tierra ya había muerto.


De la frase de El Cuentacuentos: "Podía percibir cualquier cosa a través de sus sentidos multiplicada por diez, pero no llegar a comprender ninguna."
Publicado con el título “Alea iacta est” en la Antología Otoño-Invierno de Diversidad Literaria.

lunes, 16 de agosto de 2010

El destino en un vagón

Supo que volverían a verse en el mismo momento que se cruzaron en el metro. Ambos lo supieron. Apenas cuatro estaciones, y el destino habría fraguado el futuro más insospechado del mundo. Ella le reconoció al instante cuando entró en el vagón. Habían sido muchos los conciertos a los que había asistido para quedar extasiada con la magia y la intensidad de su batuta. El director de orquesta más joven de Los Ángeles. Aquel chico rubio de ojos claros había sido un punto de referencia para ella en el último año. Lo miró con descaro un par de veces más para cerciorarse de que no se equivocaba de persona. Pero era él, no le cupo la menor duda.
       Quiso decirle algo. Lo cierto es que, a pesar de su altura y de su espectacular físico (había notado cómo había formado un pequeño revuelo en un grupo de chicas a pocos metros de él), parecía un tipo accesible. Al menos, su rostro sonriente y su expresión tranquila así lo reflejaban. Pero algo más allá de la incertidumbre la detuvo. ¿Qué le diría, aparte de confesarle ser una admiradora fiel de su trabajo? Tal vez que, a pesar de que le hubiera encantado tocar bajo sus órdenes, se había negado en redondo a pasar por una audición para acceder a la orquesta filarmónica que él dirigía. Había estudiado la carrera de piano, e incluso había obtenido una beca en la universidad para seguir con sus estudios de violín. Podía decir que tocar en público era algo que le agradaba profundamente. Se olvidaba de dónde estaba, y entregaba toda su fuerza y su inspiración para, posteriormente, captar las expresiones de complacencia de sus oyentes. Era muy buena violinista, y lo sabía. Sin embargo, su orgullo, tal vez heredado por una fuerte impronta familiar, no le permitía dejarse evaluar por un jurado. Ella tocaba para emocionarse y emocionar, pero sentir que un grupo de expertos estaría escudriñando con lupa su técnica hacía que perdiera toda la concentración. De repente se dio cuenta de que él la estaba observando con curiosidad. Era el momento, tenía que decirle algo o en una de las paradas las puertas se abrirían y lo perdería de vista. Entonces, como un destello fugaz, supo cómo hacerlo.
_  _  _

       Alcanzó el vagón de metro justo antes de que las puertas empezaran a cerrarse. Aunque no había mucha gente en el vagón, todos los asientos iban ocupados, de modo que se quedó de pie junto a la entrada. Un grupo de adolescentes murmuraba algo, y enseguida supo que hablaban de él, pues, cuando les lanzó una sonrisa, soltaron una risilla nerviosa y se daban codazos unas a otras. Entonces reparó en una chica alta de nariz pecosa y coleta rubia, que lo miraba con un descaro inusual a pocos metros de distancia. Casi de inmediato descubrió a sus pies una funda de violín, y entonces comprendió. Probablemente lo habría reconocido. No se tenía por alguien particularmente popular, pero era verdad que en los últimos tiempos se había hecho con un nombre y una fama en el mundo de la música. Lo cierto es que le resultaba gratificante y algo abrumador a la vez. La joven, que debía tener su edad más o menos, parecía algo contrariada. Tal vez quería acercarse y no se decidía. Dudaba que fuera por pura timidez, a juzgar con el descaro con el que venía mirándolo. Se preguntó qué le estaría pasando por la cabeza. Ahora era él quien la observaba con atención. Ella alzó la vista y cruzó con él la mirada. Casi de manera imperceptible, algo en la expresión de sus ojos le dijo que había resuelto su dilema.
      Con decisión, ella sacó el violín de su funda y suavemente lo colocó sobre su hombro y comenzó a tocar. Todo el vagón se quedó en silencio como por encantamiento. Él también se quedó inmóvil. Por alguna extraña razón, esa chica estaba tocando para él. Lo había sabido desde que se encontró con su mirada. Tenía un instinto genuino para la música. Lo vio en sus ojos perdidos en un limbo de acordes, mientras hacía caminar infinitas notas musicales hacia un auténtico mar de sonidos.
Su parada llegó, pero él ni siquiera se percató, y el metro siguió su recorrido. En la siguiente estación ella dejó de tocar, casi como si la pieza de música se hubiera sincronizado con su reloj. Entonces ella le dedicó una amplia sonrisa y bajó al andén.
     Él intentó seguirla, pero una marea humana comenzaba a entrar en el vagón.
      —¡Espera! —gritó—. ¿Cómo te llamas? ¿Cómo puedo encontrarte? —Ella se volvió.― ¡Carol! ¡Y no te preocupes, yo te encontraré a ti!    

       Él ya no pudo ver cómo una sonrisa iluminaba el rostro de la chica.

miércoles, 11 de agosto de 2010

Atardecer

 

Arena y espuma 
atrapan la brisa
y dulcemente 
adormecen la tarde,
que lleva en sus redes 
prisionero el manto oscuro 
de la noche larga.
Ese es el instante 
en que mi corazón de sal
sucumbirá en tus sombras.
Mi isla alcanzará tu playa,
tus olas dormirán mi orilla.
Se oculta el mar 
con el sol de poniente.

lunes, 9 de agosto de 2010

La mayor condena

      Todos en círculo, con las manos unidas y las mentes ensangrentadas, esperaban la sentencia del juez. Durante todo el juicio habían permanecido con la mirada altiva y el gesto desafiante. Actitud surrealista para aquellos que, sin querer verlo, ya eran ratones en una ratonera sin salida. Metidos en aquella especie de pecera, eran condenados por un sentimiento mucho más poderoso que el odio: el desprecio. La mirada asqueada de cuantos observaban atónitos aquel círculo humano que parecía una reunión de adoradores del diablo.

       La rabia muda de aquella sala rebotaba contra los cristales que hacían las veces de barrera entre dos mundos. El mundo negro de aquellos terroristas despiadados, y el mundo gris de quienes habían perdido algún ser querido a manos de los acusados. No existía color en aquel lugar; no mientras aquel círculo permaneciera unido, mientras cualquier mano manchada de sangre pudiera aferrarse a otra que le diera impulso.

       La sentencia condenatoria les borró la fría sonrisa del rostro y, tras un escalofrío premonitorio, uno a uno fueron torciendo el gesto y separando las manos. Como si acabaran de descubrir el lugar donde se encontraban, abrieron los ojos más allá de la urna transparente, y un miedo cerval les azotó el cuerpo con el áspero látigo de la cobardía. Ya no habría mano a la que asir más falsa valentía, ni ojos que sostuvieran la sorna de una mirada febril.

      Al salir de la sala el último condenado, el pilar del oscuro grupo, miró de soslayo a una mujer que permanecía sentada, apretando un pañuelo blanco entre sus manos. La mujer lo miró un instante, y con su mirada dejó caer sobre él la carga más pesada que pudo llevarse a su celda: el perdón.

De la frase  del Cuentacuentos: "Todos en círculo, con las manos unidas y las mentes ensangrentadas"

martes, 3 de agosto de 2010

La Puerta Dorada

         El tercer desafío californiano: Un hecho histórico de este Estado. He elegido la construcción del "Golden Gate". Me ha parecido fascinante conocer todas las peculiaridades que acompañaron al proyecto. Los personajes son ficticios, pero seguro que las personas reales que vivieron el acontecimiento compartieron alguna vez estos mismos pensamientos.

     


Aquel abril de 1936 había sido un mes pasado por agua en San Francisco. Las lluvias de los últimos días habían complicado seriamente el progreso de los trabajos. Sam y Leonard permanecían apoyados en uno de los flancos amurallados del fuerte Winfield, la vieja fortaleza militar de Presidio, mirando hacia la bahía. El mal tiempo parecía que había dado un respiro a la hora del desayuno, y ambos compartían un bizcocho de canela con sabor a tiempos mejores. Junto a ellos, un niño de ocho años, el hijo de Leonard, jugaba con una pelota de cuero que pateaba una y otra vez contra las piedras de la fachada, indiferente a la colosal estructura metálica que surgía del mar a sus espaldas. En el último año había contemplado, en frecuentes paseos con su padre, cómo aquel coloso gris iba ganando terreno al océano y desafiaba a la gravedad día tras día.

Los dos amigos, sin embargo, no podían apartar los ojos de aquella gigantesca obra. En sus inicios, tres años atrás, muchos habían tachado aquella empresa de “locura”, pero nadie mejor que ellos para corroborar que aquello que tenían frente a sus ojos iba a ser una realidad a corto plazo. A ambos lados de la bahía, como dos enormes gusanos de acero que se dirigían al encuentro uno del otro, se extendía por encima del mar el que iba a ser el puente más grande de los Estados Unidos. Ahora, la pregunta de moda que recorría gran parte del Estado era: ¿Llegarían a encontrarse ambas mitades? Leonard estaba convencido de que así sería.

La fortuna de Leonard había sido entrar a formar parte del equipo de ingenieros que había seleccionado el mismísimo Joseph B. Strauss para llevar a cabo tan apasionante proyecto. Un hombre, pionero en su profesión, que había hecho realidad sobre un plano lo que hasta entonces había sido fantasía: unir la costa norte y sur de la bahía. Después de la Primera Guerra Mundial el tráfico rodado se había multiplicado por siete y el sistema de ferrys era incapaz de absorber tal crecimiento. Aquello significaría un histórico avance para la ciudad.

Participar en los trabajos iniciales y su posterior desarrollo había supuesto todo un desafío para el joven Leonard, cuyo principal cometido, junto al resto del equipo técnico, consistía en supervisar el seguimiento del proyecto a ambos lados de la bahía. Había sido una suerte contar en la ejecución de los trabajos con Sam, su amigo desde la infancia; había sido sus ojos en aquellos puntos de la obra a los que él jamás hubiera pensado en llegar. Aquella era la tarea de un obrero, y aquel era el papel que a su amigo le había tocado interpretar en aquella enorme representación arquitectónica.

lunes, 2 de agosto de 2010

Solo una vez más.

   —¿Bailarás conmigo un último vals? —Carol se volvió al escuchar la familiar voz de Gabriel. Apenas habían pasado veinticuatro horas desde que su adorado amigo se negara en redondo a asistir a su boda. Parecía algo definitivo. Al menos, después de confesarle que estaba enamorado de ella desde tiempos infinitos, y que verla casarse con otro le ocasionaría demasiado dolor. Sin embargo, allí estaba, al parecer, dispuesto a bailar con ella el último baile.
       Ella le tendió la mano en respuesta a su pregunta. Claro que bailaría con él; al fin y al cabo, su amigo de toda la vida había aceptado su decisión, y parecía dispuesto a poner su amistad por encima de todo.
      Gabriel la tomó de la mano y la atrajo hacia sí. Algo en el interior de su cabeza le decía que aquello era una locura. El día anterior estaba decidido a no volver a mirarla a los ojos. El amor de su vida se escapaba de su lado, y no había nada que pudiera hacer por evitarlo. Ella amaba a otro hombre. Aquella odiosa idea lo había mantenido todo el día con la sensación de estar quemándose por dentro. Su sentido común le decía que debía alejarla de su vida de inmediato, pero el corazón se negaba a borrarla de sus recuerdos tan pronto. Por eso, en aquella lucha por ordenar sus emociones, no había sido capaz de vencer la tentación de verla vestida de novia.
       La abrumadora visión lo había rendido a un último deseo de acercarse a ella. Necesitaba volver a sentirla entre sus brazos, perderse en el aroma que desprendía siempre, ese delicioso olor a canela y jazmín…

      Aquel era el momento. No volvería a tener una oportunidad así. La cogió por la cintura con firmeza, y apretó suavemente su mano sintiendo el tacto de cada uno de sus dedos. En un segundo, ya giraba al ritmo de sus pies. Ella lo miraba sonriente y esperanzada por recuperar su amistad herida. Él la observaba intentando mantener la imagen de su rostro grabada en su memoria. Después de aquella noche se iría lejos de allí. Después de aquel vals, saldría de su vida para siempre.


                                  De la frase del cuentacuentos: "¿Bailarás conmigo un último vals?"