martes, 3 de agosto de 2010

La Puerta Dorada

         El tercer desafío californiano: Un hecho histórico de este Estado. He elegido la construcción del "Golden Gate". Me ha parecido fascinante conocer todas las peculiaridades que acompañaron al proyecto. Los personajes son ficticios, pero seguro que las personas reales que vivieron el acontecimiento compartieron alguna vez estos mismos pensamientos.

     


Aquel abril de 1936 había sido un mes pasado por agua en San Francisco. Las lluvias de los últimos días habían complicado seriamente el progreso de los trabajos. Sam y Leonard permanecían apoyados en uno de los flancos amurallados del fuerte Winfield, la vieja fortaleza militar de Presidio, mirando hacia la bahía. El mal tiempo parecía que había dado un respiro a la hora del desayuno, y ambos compartían un bizcocho de canela con sabor a tiempos mejores. Junto a ellos, un niño de ocho años, el hijo de Leonard, jugaba con una pelota de cuero que pateaba una y otra vez contra las piedras de la fachada, indiferente a la colosal estructura metálica que surgía del mar a sus espaldas. En el último año había contemplado, en frecuentes paseos con su padre, cómo aquel coloso gris iba ganando terreno al océano y desafiaba a la gravedad día tras día.

Los dos amigos, sin embargo, no podían apartar los ojos de aquella gigantesca obra. En sus inicios, tres años atrás, muchos habían tachado aquella empresa de “locura”, pero nadie mejor que ellos para corroborar que aquello que tenían frente a sus ojos iba a ser una realidad a corto plazo. A ambos lados de la bahía, como dos enormes gusanos de acero que se dirigían al encuentro uno del otro, se extendía por encima del mar el que iba a ser el puente más grande de los Estados Unidos. Ahora, la pregunta de moda que recorría gran parte del Estado era: ¿Llegarían a encontrarse ambas mitades? Leonard estaba convencido de que así sería.

La fortuna de Leonard había sido entrar a formar parte del equipo de ingenieros que había seleccionado el mismísimo Joseph B. Strauss para llevar a cabo tan apasionante proyecto. Un hombre, pionero en su profesión, que había hecho realidad sobre un plano lo que hasta entonces había sido fantasía: unir la costa norte y sur de la bahía. Después de la Primera Guerra Mundial el tráfico rodado se había multiplicado por siete y el sistema de ferrys era incapaz de absorber tal crecimiento. Aquello significaría un histórico avance para la ciudad.

Participar en los trabajos iniciales y su posterior desarrollo había supuesto todo un desafío para el joven Leonard, cuyo principal cometido, junto al resto del equipo técnico, consistía en supervisar el seguimiento del proyecto a ambos lados de la bahía. Había sido una suerte contar en la ejecución de los trabajos con Sam, su amigo desde la infancia; había sido sus ojos en aquellos puntos de la obra a los que él jamás hubiera pensado en llegar. Aquella era la tarea de un obrero, y aquel era el papel que a su amigo le había tocado interpretar en aquella enorme representación arquitectónica.


El futuro siempre es impredecible. Los dos habían crecido en el seno de familias adineradas y habían residido en el mismo barrio. Leonard había decidido estudiar ingeniería en la Universidad de Standford, y Sam se dedicaría a gestionar el patrimonio familiar. La última vez que se habían encontrado en la ciudad, él realizaba un proyecto urbanístico de la alcaldía, y Sam estaba realizando algún tipo de transacción comercial con el Gobernador. Posiblemente sus caminos hubieran marchado paralelos, si no hubiera sido por aquel fatídico “jueves negro” de 1929 en el que la Bolsa de Nueva York se desplomó y arrastró consigo la economía de medio continente. El hundimiento de Wall Street supuso la ruina de muchos norteamericanos que habían invertido en acciones la mayoría de su capital, entre ellos el padre de Sam. De repente fue como si su mejor amigo se hubiera evaporado de la faz de la tierra.

Cuatro años después, sus destinos se habían vuelto a unir por pura casualidad. La construcción del puente había sido financiada por fondos federales que el gobierno de Franklin D. Roosevelt había aportado con el fin de crear empleo y reducir los efectos de la Gran Depresión. De este modo fue como Sam había entrado en este programa de obras públicas como obrero. Leonard pudo reconocerlo entre las muchas cuadrillas que empezaban a trabajar en la zanja del lado norte. Su amigo estaba muy cambiado. Tenía el rostro enjuto y demacrado, y todo él parecía haber envejecido a ritmo vertiginoso. La vida debió de castigarlo mucho durante el tiempo que Leonard le perdió la pista; lo cierto es que nunca hablaba de ello. Solo supo que su padre había muerto. Se había quitado la vida poco después de perderlo todo. Les llevó mucho tiempo reconocerse como los amigos de tiempos pasados, y lo cierto es que Sam no recuperó el brillo de los ojos. Al ingeniero le bastaba con pasar con él pequeños momentos de conversación, como aquel domingo gris, y ayudarlo económicamente cuando él se lo permitía, cosa que ocurría en escasas ocasiones.
     
Sam se caló la gorra de paño oscuro cuanto pudo para proteger su cabeza del molesto viento que empezaba a levantarse.
—¿Tú estás seguro de que el puente se unirá en el punto justo? La verdad es que no tiene pinta.
El hombre miraba incrédulo ambas piezas de acero.
—Te aseguro que lo hará.— Leonard intentaba una vez más explicárselo a su amigo—. Es normal que ahora tenga esa curvatura, porque cada parte se mantiene en equilibrio como una estructura independiente; cuando los cables de acero que van de orilla a orilla lo soporten, estará alineado.
—Es increíble lo que el ser humano puede llegar a crear —dijo pensativo—. No hay nada que pueda impedirle hacer lo que se propone.
—Ya lo creo que lo hay, un terremoto en un mal momento hubiera echado abajo todas nuestras expectativas —dijo Leonard.
—Eso mismo dijiste cuando las olas y la resaca de la bahía impidieron iniciar los trabajos del pilar meridional según lo esperado —y añadió—: Y, sin embargo, fue un problema que tuvo solución.
     
El joven ingeniero tuvo que darle la razón. Aquella había sido la mayor complicación que habían tenido que superar. Una complicación que había provocado un lapsus de siete meses entre la construcción de ambas torres. Primero, porque el segundo pilón, a escasos trescientos metros de la orilla de San Francisco, se hizo a treinta metros de profundidad y la corriente era tan fuerte que los trabajos bajo el agua solo podían realizarse durante el cambio de marea, veinte minutos al día, y, posteriormente, porque, para hacer el estribo de ese lado, habían tenido que construir un embarcadero que permitiera acceder a la zona de trabajo; lugar que estaba continuamente expuesto al fuerte oleaje y a la traicionera resaca. Si no hubieran construido aquel malecón de protección, hubiera sido imposible continuar con el trabajo. Pese a todo, dos trabajadores habían perecido durante aquella ciclópea fase.
     
Leonard se quedó por un instante en silencio, pensando en el esfuerzo humano que estaba suponiendo aquella empresa. A Sam le debían rondar los mismos pensamientos cuando lanzó su pregunta.
—¿Tiene sentido que se pierda una vida humana en beneficio del progreso?—. Miraba directamente a los ojos de Leonard.
—No lo sé, Sam. —Sus palabras eran sinceras—. Quizás si tuviera que llevar sobre mis hombros el peso de arriesgar la vida de un hombre, en favor de un proyecto que mejorara la calidad de vida de una sociedad, no lo haría. Pero yo no lo decido, en realidad no creo que nadie lo decida, simplemente es que el progreso es así. Todo tiene un precio, incluso la modernidad.
—Para ti es fácil decirlo —su voz sonaba apagada—. No es lo mismo cuando ese precio a pagar tiene nombre y apellido… y una familia cuya calidad de vida no se va a ver en absoluto mejorada por la construcción de un puente. —Su cara era de total impotencia.
Leonard sabía exactamente a qué se refería. Un compañero de Sam, uno de los remachadores, había muerto al caer desde los sesenta metros de altura en los que se situaba la plataforma del puente. Ya habían muerto nueve trabajadores. Era imposible que aquello no mellara la voluntad de quienes debían exponer sus vidas cada día.
—Tú mejor que nadie conoces las medidas que se están poniendo para evitar más accidentes —dijo, poniendo su mano sobre el brazo de su amigo—. Conoces la preocupación de Strauss por reforzar la seguridad.
    
Sam no tuvo más remedio que asentir. En los últimos meses se habían colocado multitud de redes bajo las planchas de acero para contener las posibles caídas. Él mismo había sido testigo de su efectividad cuando el mes anterior cayó en una de ellas tras sufrir un resbalón. Se había dislocado un hombro. Nada comparable a lo que podía haber ocurrido si aquellas protecciones colectivas no hubieran estado allí. Sin embargo, las distintas etapas de construcción habían pasado por periodos extremadamente arriesgados. Como cuando se colocaron los millares de bloques de acero huecos que formaban los dos pilares del puente con más de un millón de remaches. Se sentía como en una colmena. Aún recordaba con auténtico pánico el problema que suponía encontrar la salida al final de la jornada. Una serie de celdas iban hacia abajo hasta que, para seguir avanzando, tenías que desviarte y optar por una de las cuatro salidas posibles; nunca sabías cuál era la buena.

Un día se pasó dos horas junto a otro compañero intentando encontrar la extensión de la escalera. Sí, era cierto que se estaban poniendo medios para favorecer la seguridad, pero aún quedaba mucho para que esta quedara garantizada.
—Aún así, no es fácil —dijo finalmente—. Vivir sabiendo que te juegas el tipo cada día allá arriba te deja sin muchas ganas de hacer planes para el futuro. Te envidio, Leonard, no por tu trabajo, ni siquiera por tu posición social; te envidio por la familia tan estupenda que has llegado a formar.
—Algún día tendrás la tuya propia, Sam. —No le gustaba nada que su amigo fuera tan pesimista respecto a su futuro—. Solo es cuestión de tiempo.
—Eso espero, al menos vivir lo suficiente para acabar este puente y hacerlo antes de que sea demasiado viejo —dijo, encogiéndose de hombros—. Cuando ninguno de nosotros esté ya en este mundo, él se mantendrá intacto. Verá pasar generaciones enteras y será testigo de muchas cosas. Esa es la ironía de esta historia. Todos desapareceremos sin dejar rastro de nuestra presencia, nadie recordará que nuestra vida fue indispensable para hacer de este proyecto una realidad. Quizás recuerden a Strauss, incluso a ti, pero nadie nos recordará a nosotros, a los que nos dejamos la piel encajando cada maldita pieza.
—¡No serás un viejo cuando terminemos el trabajo, Sam! Veo que sigues siendo tan exagerado como siempre. —Intentaba contagiarle un poco de optimismo―. El año que viene habrán terminado las obras, y podrás decidir qué quieres hacer con tu vida. ¿Y sabes?, no me importa si dentro de algunos siglos alguien menciona mi nombre o no hablando de este puente.
Entonces señaló con el dedo en dirección a su hijo.
—Lo que me emociona de verdad es que mi hijo lo sepa, y que el día de mañana pueda enorgullecerse de su padre recordándome, y quizás, por qué no, los hijos de mis hijos.
    
Sam entendió inmediatamente lo que Leonard intentaba decirle. Tal vez tuviera razón, y lo único que necesitaba era crearse un objetivo en una vida que había dejado de sentir como algo preciado. De nuevo su amigo tomó la palabra.
—Escúchame, Sam, cuando termine este trabajo había pensado salir del país durante un tiempo, no sé, quizás me marche con mi familia a Sudamérica. Si quieres, puedes hacer este viaje con nosotros y empezar tu nueva vida allí. Tengo muchas ideas a las que darle forma y alguien como tú me vendría muy bien. Piénsatelo.
Aquello sonaba bien. Parecía que esa mañana su suerte estaba a punto de cambiar. Después de todo, lo peor ya había pasado. Al menos la parte más dura del trabajo.
—Lo pensaré. Gracias por lo que estás haciendo por mí; es probable que nunca pueda pagarte todo esto, pero estoy en deuda contigo.
—No me debes nada, amigo mío. A veces la vida nos regala buenos momentos, y otras nos los arrebata sin piedad. Hay que saber compartir la fortuna con quienes tenemos alrededor. Eso nos garantiza el propio éxito personal y, por ende, el de nuestra raza. Eso es lo importante ¿no crees?
Leonard se colocó el sombrero que llevaba en la mano. Empezaba a llover de nuevo.
—Como nuestro puente —añadió, mirando hacia la bahía—. No es el éxito de un solo hombre, ni siquiera de cientos de ellos, sino una manifestación más de la capacidad creativa del ser humano.
—¿Papá, cuándo nos vamos? ―El chico se había refugiado junto a su padre, y lo miraba apremiante ante la lluvia que amenazaba con seguir mojándolos.
Ambos hombres estrecharon sus manos con verdadero afecto, y se despidieron hasta la siguiente ocasión. Ahora, además de un pasado en común, les unía un proyecto de futuro.
Un enorme relámpago iluminó por unos segundos el cielo sobre el Océano Pacífico.
      
Un año después, tal y como el joven Leonard había calculado, el “Golden Gate” estaba terminado. Un nombre que se había elegido para hacer honor al estrecho que unía Europa y Asia en Constantinopla. La “Puerta Dorada”, que daba entrada al Pacífico hasta la bahía de San Francisco, lucía un brillante color naranja nacional. Strauss y su equipo, así como un nutrido grupo de dignatarios del país, estaban presentes aquella espléndida mañana de abril para proceder a la colocación del remache de oro. Operación que se deslució cuando el remachador trató de ponerlo, sin forja y en frío, ocasionando el descascarillado de la superficie. Anécdota que se olvidó rápidamente cuando, finalmente, el puente quedó abierto al tráfico rodado y a los viandantes.
     
Al día siguiente, en aquel mismo punto, se colocó un remache normal de acero, y el de oro se puso en otro lugar perdido del puente. Perdido para la mayoría y conocido solo por unos pocos. Un obrero, tras colocarlo, indicó el lugar exacto de aquel remache de oro a un viejo amigo ingeniero y a su hijo de nueve años.
      

Aquel curioso secreto que el hijo de Leonard solo compartiría con su propia familia, generación tras generación. El pequeño Peter Saint- James pensó que era el chico más afortunado de la tierra.

2 comentarios:

  1. Si te hubiesen podido leer, seguro que les habrían encantado las descripciones tan geniales que has hecho (Y yo diciéndote que utilizases a Terminator Gobernator jajajaja menos mal que no me hiciste ni puñetero caso...)
    ¡Te ha quedado fantástico! Y tenías que haber puesto que lo has escrito en 24 horas, que eso tiene un mérito que has ocultado pero aquí estoy yo para reconocértelo :)

    Ya me contarás lo de Guillermo jajajaja me partía de risa hoy leyéndote antes de publicarlo!!

    Veo que competimos en encadenamiento jajajaja lástima que no haya valoración por ello (al final las jefas no tendrán más remedio que reconocer el mérito a nuestra cabezonería ¬¬)

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  2. Me ha encantado...
    Gracias por compartirlo

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