viernes, 24 de diciembre de 2010

Un deseo ( en 69 palabras)





Regresé a Madrid y, aunque  al paso de los años había olvidado cómo llegar hasta aquel lugar, mis pies me llevaron bajo aquella ventana. Mis ojos se alzaron hacia la habitación abuhardillada donde a escondidas del mundo nos regalamos tantas caricias. Añorando tus besos y aquel sueño que velaba mientras dormías, deseé que el destino te trajera de nuevo hasta mí, para recuperar el tiempo perdido.

martes, 7 de diciembre de 2010

El destino

   


Un minuto, en el frágil mundo de las miradas, fue bastante para que volviera a la vida. Un solo instante para olvidar los años que pasó sumergido en el abismo de las palabras, añorando su rostro. En aquel tiempo, transformaba la tinta de su pluma en mil historias que la nombraban una y otra vez. Su anhelo por verla de nuevo se reflejaba en las páginas que esperaban, desnudas, su nostalgia. Él las vestía de deseos que ojos extraños devoraban sin leer entre sus líneas. Dejaba en ellas trozos de su alma, destellos de esa luz que tanto amaba.

      Aquella mañana, el autor de infinitos libros paseó sus dedos suavemente sobre las hojas de su última obra, y salió a buscar a su musa, a la mujer que hizo de él un poeta. Dejó atrás su destino, las ataduras de su antigua vida, sus mentiras y sus miedos. Ella aún le esperaba, en la sosegada paz de su pasado. Igual que mensajes de amor, había hallado sus libros y guardado para sí una a una la verdad de sus relatos. Él jamás volvió a buscar su pluma, ni a teñir de tinta sus sueños. Ahora era su espíritu el que narraba su historia sobre los labios de su musa.

martes, 9 de noviembre de 2010

Un secreto inconfesable ( en 69 palabras)


     
Años después, nos volvimos a cruzar. Habíamos sido infieles, pero solo nosotros lo sabíamos. Los momentos compartidos habían dejado un dulce recuerdo.
Acabó suavemente, con la certeza de que nuestras vidas estaban en otras promesas realizadas antes de conocernos.
Sonreí al pasar por su lado. Pero él no me miraba a mí, sino a la niña de ojos verdes agarrada a mi mano.

Una criatura con sus mismos ojos.

lunes, 8 de noviembre de 2010

Reserva del 53 (3ª parte)

     


No importa el tiempo transcurrido, sean minutos o siglos. Las emociones van y vienen creando nuevas historias que hacen girar el mundo. Como un pasado olvidado que siempre regresa. Con otro rostro y otros paisajes.


California, 2010.

Carol se sentó en los escalones del cenador. Se quitó los zapatos para aliviar sus pies doloridos. No había parado de bailar en toda la tarde. Aquel instante de soledad y silencio le hizo volver a la tierra después de varias horas subida en una nube. Había sido un día feliz. Ahora era la esposa de Tom, y él le había regalado el momento que siempre había soñado, una promesa de amor bajo el viejo roble de la colina.

Su padre había sido muy generoso aceptando de buen grado aquel cambio de planes de última hora, sobre todo después de haber invitado al enlace a medio Estado. Sonrió al recordar la sorpresa de los invitados que se encontraron celebrando una boda a la que no habían asistido. Explicar que había sido una ceremonia íntima, por expreso deseo de los novios, no había sido tan complicado como mantenerlos entretenidos hasta la hora de los aperitivos. Pero la fiesta había seguido su curso y,  horas después, el jardín continuaba lleno de gente que charlaba en las mesas o bailaba al ritmo de la música.

Por un instante tuvo la sensación de estar contemplando un paisaje ajeno a ella. Como cuando era niña y observaba, a través de la ventana de su cuarto, las fiestas que se celebraban en la hacienda. El jardín, que siempre estaba tranquilo y silencioso, se transformaba en un alboroto de risas y conversaciones cruzadas y, al llegar la noche, decenas de faroles lo iluminaban todo y envolvían aquella imagen en un resplandor casi mágico. Esta vez la fiesta era para ella. Quería saborear cada segundo y dejarlo grabado en su memoria.

Por primera vez en todo el día se preguntó cómo habría sido compartir aquel acontecimiento con su madre. Tal vez era simple curiosidad, en realidad no tenía ningún sentimiento al respecto. No podía percibir las sensaciones que le producía su ausencia porque carecía de recuerdos. Posiblemente, si ella no hubiera muerto, su vida sería completamente diferente. Aquel lugar no hubiera formado parte de su vida de la misma manera.

Imaginó que el sentimiento era muy diferente para su padre. Él debía haber pensado mucho en ella en un día como el de hoy. No solía hablar mucho de sus emociones,  y cuando, en momentos especiales, la traía a su memoria, Carol podía descubrir que aún le brillaban los ojos con su recuerdo. Tenía que haberla amado mucho. No debía haber mucha gente capaz de amar así, incluso después de la muerte. Lo que estaba claro es que nunca dejaría de echarla de menos. Bien era cierto que, años después, otras mujeres habían pasado por su vida. Robert Saint-James seguía siendo un hombre joven y disponible, pero aquellas relaciones nunca se consolidaban, para regocijo de su adolescente y egoísta hija, que sentía que aquellas mujeres lo apartaban de él.

miércoles, 20 de octubre de 2010

Un lugar en mi memoria

   






Mil horas e infinitos recuerdos de aquel lugar quedaron grabados para siempre en mi memoria. Un pequeño espacio de mi pasado que convirtió, cada época estival, en una aventura. Tal vez aquel tiempo vivido tiene que ver con la persona que hoy soy. Sea como fuere, los olores, colores y sonidos que llenaron esos días son parte de mi presente, y han dejado su eco resonando en mi corazón.

      A mí vuelven las primeras imágenes de aquella casa en el campo, en lo alto de una loma, a medio camino entre un olivar y la vega del Guadalquivir. Un río que suavizaba las altas temperatura de una tierra que amenazaba con derretir a las piedras. Un refugio de muros gruesos y aspecto abandonado, que se convirtió poco después en un hogar familiar donde mis hermanos y yo  jugábamos y nos peleábamos a partes iguales.

      Días de juegos interminables en la era y en el pajar, de atardeceres naranjas en la alameda, de noches iluminadas por las hogueras de rastrojos.

      Recuerdo con deleite las excursiones a la huerta, junto a la rivera, donde recogíamos peritas de San Juan y aquellas enormes sandías que abríamos a golpes; las valientes escaladas a lo alto de la higuera que terminaba por hacernos bajar a fuerza de picores.

      Fueron las chicharras testigos ruidosos del cambio de aquella casa y en su interior, al ritmo que nuestras vidas, se transformaban también sus rincones. Un gallinero que se convirtió en un patio cuajado de macetas y, en el lugar donde corrían las aves tiempo atrás, crecía, años después, un jardín mil veces imaginado. Como un oasis en medio del desierto surgía, tras un enorme portón de madera, un espacio fresco y verde que nos hacía sentir los más afortunados.

      En aquel pequeño paraíso crecía un ciruelo chino que, de ser el benjamín del lugar, pasó a ser la sombra más buscada. Protegiendo su intimidad, un muro encalado infinitas veces, tapizado de rosales pacíficos y jazmines. Y en el rincón más apartado, como una fiera, invadía voraz el terreno un enorme bambú que, en las ausencias prolongadas, obligaba a presentar batalla para hacerlo retroceder. Aquel era el descanso del guerrero en las noches más sofocantes, cuando el aroma a dama de noche y el canto de los grillos te acunaba bajo el cielo de las Perseidas de agosto.

      Quizás aquel universo, de gazpacho y ensaladas, de siestas eternas y tertulias en la madrugada, debiera tocar a su fin.


      Pero, aunque al paso de los años la ausencia de todos los que vivimos y dimos vida a aquel lugar abra enormes grietas en su paisaje, el recuerdo y el eco de las risas que compartimos allí permanecerá intacto, como en un cuento de hadas, por siempre jamás.

martes, 19 de octubre de 2010

Un beso robado ( en 69 palabras)

 
En aquel paseo mojado, bajo un aguacero de otoño, mantuvimos prudentes la distancia y sujetamos el deseo silencioso. Hartos de empaparnos de lluvia y miradas, nos resguardamos en aquella librería de Triana. ¿Recuerdas? Un trueno en la oscura tarde, y un apagón en el rincón de los cuentos. Como en un juego sin testigos, nuestros labios se buscaron. ¿Quién robó el beso a quién? Aún me lo  estoy preguntando.

jueves, 14 de octubre de 2010

Reserva del 53 (2ª Parte)


   


A veces sentimos que el mundo nos pertenece y tejemos sobre él nuestro propio camino. Si conociéramos el futuro, sería más sencillo enfrentar el destino y preparar el corazón para sus juegos y embates. Pero, quizás entonces, nunca aprenderíamos a levantarnos y seguir avanzando fortalecidos por la caída.


California, 1995.

Robert atravesó, con paso agitado, el corto recorrido que separaba el cobertizo de la casa y se detuvo antes de entrar. Se quedó mirando la punta de sus zapatos mientras intentaba tranquilizar su ánimo. Tenía el semblante serio. Se sentía tremendamente contrariado por la escena que acababa de presenciar e intentaba controlar un sentimiento que era incapaz de definir. Desde donde estaba, podía ver su imagen reflejada en una de las cristaleras que daban al jardín. Reparó en las canas, que empezaban a blanquear sus sienes, y en sus ojos, que ahora parecían algo más pequeños y apagados. ¿Y había ocurrido aquello en los últimos cinco minutos? Respiró hondo un par de veces antes de girar la cabeza para descubrir que su padre lo observaba con curiosidad desde el otro lado del jardín.

—¿Te encuentras bien, hijo?
Peter Saint-James conocía bien a su hijo, y sabía que en aquel momento intentaba contener su enfado por alguna razón; quizás porque no estaba justificado, o bien porque la razón de su existencia andaba de por medio.
—¡Por todos los demonios, papá! ¡Acabo de pillar a tu nieta besándose con Gabriel en el cobertizo! ―Anunciarlo en voz alta pareció serenar su irritación.
—¿Carol? —El abuelo había acertado en su apreciación inicial—. ¿Con el hijo de nuestro capataz? Vaya, después de todo parece que tu madre tenía razón. Siempre ha sido especial para detectar esas cosas.
—¿Para detectar qué? —Sofía salía en aquel momento de la casa en dirección hacia los dos hombres. Se hubiera alarmado al ver la crispación de su hijo, sino hubiera sido por la tranquilidad con que su marido le estaba hablando.
—Peter ha sorprendido a Carol y a Gabriel en el cobertizo. Besándose. —El hombre la miró con cierta admiración—. Tenías razón, cariño, esos chicos se traían algo entre manos.
—¡Pobres chicos! ¡Menudo susto les habrás dado! ―dijo la anciana, sonriendo.
—¡Pero, mamá! ¡Tiene diecisiete años! No me parece justificable que ande por ahí besándose con cualquiera. ―La miró aún más enfadado—. ¿Y tú lo sabías? No voy a admitir que aplaudas su comportamiento ni que apruebes un acto así como si fuera una chiquillada. No voy a consentir…
—¡Para, hijo! —El anciano hizo un gesto con la mano frenando sus palabras—.  Ten cuidado con lo que dices. Gabriel no es cualquiera; y dudo mucho que tu madre, conociendo a Carol como la conoce, permitiera que tu hija hiciera algo que pudiera herirla, o incluso herirte a ti. No deberías hablarle en ese tono.

sábado, 25 de septiembre de 2010

Reserva del 53 (1ª Parte)

             El quinto desafío hace un retrato de tres generaciones de una misma familia. Esta es la primera de tres historias que se desarrollan en el mismo Estado: California.




   
Siempre que los pensamientos vuelven al pasado, rescatan  de nuestra memoria momentos que marcaron a fuego nuestra vida. No importa la naturaleza de aquellos acontecimientos. Unos fueron memorables y otros abrieron heridas incurables. De lo que no cabe ninguna duda es que todos ellos nos hicieron sentir que estábamos vivos.


California, 1977.

La puerta se abrió, dejando escapar ese olor inconfundible, mezcla de cuero y tabaco, que impregnaba el despacho. Un muchacho joven, de unos veinte años, salió de la habitación con paso decidido hacia el vestíbulo y abandonó la casa por la puerta principal.

Dentro de aquella estancia, un hombre de mediana edad permanecía recostado sobre un cómodo sillón, mirando por la ventana. Peter Saint-James tenía una expresión sonriente,  fiel reflejo de la enorme satisfacción que estaba sintiendo en aquel instante. Se levantó para poder ver mejor a través del cristal, y observó cómo el chico se ponía al volante de su Ford Mustang y se alejaba, dejando un rastro de polución humeante tras él.

Desde aquella posición, podía contemplar cómo la campiña se extendía frente a él. La fértil tierra se hallaba cubierta por miles de vides que, en todo su esplendor, esperaban el momento de la vendimia. Aquel paisaje era el fruto de una vida de trabajo. El esfuerzo de una generación que había dejado, en cada cosecha, un pedazo de su historia.

Regresó hasta el escritorio para buscar su pipa, y la encendió siguiendo un cuidadoso ritual. Entre el humo blanco podía ver el viejo retrato de su padre colgado en la pared. Recordaba aquel porte elegante y distinguido que siempre le acompañaba. Le parecía estar viéndolo, peinado hacia atrás y con aquel delgado bigote, siempre fumando habanos. Cuando era niño le disgustaba profundamente el olor de sus puros. Nunca se lo dijo. Sonrió para sí. Seguramente, si lo viera ahora fumando en pipa, diría que aquello no era propio de caballeros.

 Mientras el tabaco se quemaba, sus pensamientos se alejaban más allá de aquella estancia, a miles de kilómetros. Pensó en qué distinto habría sido todo si su padre no hubiera decidido regresar desde Chile. Los motivos que llevaron a su familia a Sudamérica no fueron otros que buscar nuevos proyectos para invertir la pequeña fortuna familiar, sumada a los ingresos de su padre como ingeniero. Después de participar en la construcción del Golden Gate, quiso cambiar de aires y el país elegido fue Chile. Durante aquellos años de su adolescencia no supo muy bien a qué se dedicaba su padre; él simplemente se limitaba a crecer en un país cuyos olores y sabores ya había hecho suyos. Pero, al contrario de lo que él pensaba, aquella etapa estaba tocando a su fin.

viernes, 17 de septiembre de 2010

El despiste y yo

 
Desde mi tierna infancia, siempre he sido una persona muy despistada. Eso me ha colocado, con bastante frecuencia, en situaciones cuanto menos incómodas. Cuando era pequeña, esas incongruencias que acompañaban mi vida, fruto del despiste, apenas tenían efecto alguno sobre mí. 
      Sin embargo, mi primer recuerdo de una metedura de pata, en la que pasé vergüenza,  fue en un concurso de redacciones del colegio, con mis catorce años cumplidos. Me ofrecí voluntaria para leer mi obra y expuse un auténtico encuentro en tercera fase, con marcianos y todo, para el tema: “Encuentro entre dos mundos”. Cuando vi a mis compañeros mondarse de risa y a la señorita con cara de interrogación, supe que algo andaba mal. 
      —Exactamente ¿en qué parte de esta historia aparece Cristóbal Colón? —me preguntó ella.
      No lo comprendí hasta descubrir que el título completo de la redacción era: “1492, el encuentro entre dos mundos”. Eso fue solo el principio de infinitas situaciones ridículas.
     En otra ocasión, comprando en el supermercado, me confundí con la cesta de la compra de otra señora; supongo que eso es habitual que ocurra, lo malo es que yo lo pasé todo por caja y lo pagué. No me di cuenta hasta fijarme en que llevaba latas de comida para perros. Básicamente, porque nunca he tenido animales en casa. La cajera y los de la cola debieron pensar que era una chalada, cuando intenté rectificar.
     Creo que fue peor lo que pasó en la reunión de antiguas alumnas del colegio. Me acerqué a un grupo para saludar a una compañera con una preciosa barriga redondeada, que no dudé en palpar para darle la enhorabuena, preguntándole de cuántos meses estaba. A lo que ella respondió:
    —No estoy embarazada. Ya tengo una niña, y me basta y me sobra —dijo, haciendo ademán de sacar una foto de la criatura.
      Yo, para arreglarlo un poco, le quitaba hierro al asunto diciendo que era normal que, después de parir, costara un poco recuperarse, pero que luego todo volvía a su sitio. Tuve que callarme cuando me enseñó la foto de una niña de unos tres años.
      Pero lo peor de lo peor sucedió ayer, cuando asistí a un rastrillo benéfico, en el Palacio de Congresos. Allí estaba la flor y nata de la ciudad y era la primera vez, en meses, que acudía sin el chiquitín a alguna parte. Mi marido se había quedado con el niño y me había dado la tarde libre. Iba como las tontas. Pero ¡ay!, el despiste y la falta de costumbre hicieron que, sin saber cómo, saliera de aquel lugar empujando un carrito de bebé. Obviamente el carrito no era el mío. Ni el bebé que iba dentro, tampoco. Tremendo error que tuve que explicar en comisaría al policía que me detuvo en la puerta.

      Creo que mañana salgo en la tele.

jueves, 16 de septiembre de 2010

Pereza ( En 69 palabras)


Pensé que esta vez iba a ser la definitiva. Al fin y al cabo, el yoga es más relajado que el aerobic. Por suerte han puesto el gimnasio a pocos metros de casa, y que el yogui sea tan atractivo hace que una esté más motivada para el ejercicio. Lo malo es que hoy llueve a mares. Se está tan calentito en casa… Mejor empiezo mañana… Estaré más mentalizada…

lunes, 13 de septiembre de 2010

Soledad buscada



A pesar de su actitud, decidí seguir la relación con él. Entonces no comprendía su afán por huir del mundo. Esquivaba cualquier posibilidad que lo acercara al bullicio de la gente, al tumulto de las palabras sin sentido, como él lo llamaba. Me resultaba tan complicado estar en su espacio y en el mío a la vez… Yo, que siempre buscaba el sonido de las voces para sentirme acompañada, que odiaba la soledad. La soledad que él amaba. 
      Dudaba que mi alma estuviera hecha para su silencio. Mi vida, antes de él, era un vaivén de encuentros y reuniones, buscando siempre estar rodeada. Salir. Entrar. Como un ave nocturna, devoraba las noches. Después, los días se precipitaban. Nada podía perturbar esa vorágine social que me hacía vivir y no desear nada más.

      Pero aquel día lo deseé a él más que a nada. Me quedé a su lado expectante, anhelando comprender su historia de soledad buscada. Descubrí una vida distinta, en miradas calladas, en paisajes que nunca había visto. Me mostró sus lienzos y, en ellos, su alma. Entendí que no caminaba en silencio, solo en voz baja. Ese es el mundo de aromas y sabores que puso a mi alcance. En él espero cada día amanecer a su lado.

                   
De la frase del Cuentacuentos:  “A pesar de su actitud, decidí seguir la relación con él”.

viernes, 10 de septiembre de 2010

Vértigo...( en 69 palabras)

      
       
Tras mil chocolates para combatir la piel erizada cada vez que nos rozábamos, ya no fui capaz de tomar otra taza con él. Miré dónde colocar el libro en un rincón de la estantería. Entró en el aula, ya vacía, para susurrarme al oído: —Definitivamente, se acabó el chocolate…

Presionó su cuerpo sobre el mío, y me hizo girar con sus manos. Su boca devoró la mía; después… vértigo.

lunes, 6 de septiembre de 2010

Terapia de grupo

       








Mi nombre es Elena.

       Nunca había hablado de mi imperiosa necesidad de meter los productos de la compra, clasificados por áreas. Es decir, las cosas de droguería en una bolsa, las pastas en otra… Necesito, además, hacerlo yo. Si cualquier otra persona lo hace por mí, metiendo una lata de atún en la bolsa de los embutidos (PRODUCTOS DE CHARCUTERÍA) o en la de los yogures (GRUPO DE LÁCTEOS), ya me la han hecho buena. Manías como otra cualquiera.

         Pero un día confesé esta “pequeña costumbre” a un amigo de toda la vida; médico, para más inri. Se reía cuando le contaba mi ocurrencia en el supermercado. Pero, al preguntarme por mi reacción cuando esto ocurría, le hablé de la desazón producida por tal extravío entre las bolsas. Le expliqué ese terrible malestar interno hasta localizar, para luego colocar, el producto en cuestión en el sitio correspondiente.


          Me miró con cara de susto sentenciando: Eso es una paranoia de libro. Desde entonces me siento rara. Básicamente por haber omitido en mi relato la extraña costumbre de sacarlo todo sobre la mesa de la cocina colocándolo luego en las estanterías por tamaños. Después de ese diagnóstico, cualquiera le sigue contando.

viernes, 3 de septiembre de 2010

No me dejes nunca



Aquí está el cuarto desafío. El sistema educativo en California. A ver qué ha salido esta vez...

     

La puerta del ascensor se abrió,  y John salió al vestíbulo de la tercera planta. Nunca le había gustado cómo olían los hospitales, tal vez porque todas las razones que le habían llevado hasta allí habían dejado recuerdos desagradables en su memoria. Aquella ocasión no era una excepción. Se encaminó hacia la habitación trescientos diez a paso lento, con el corazón pesado como una losa y mil preguntas en la cabeza. A la mitad del pasillo se cruzó con una chica que lo miró con curiosidad. Pensó que ya la había visto en algún otro momento,  porque su rostro le resultaba familiar.
Bajó la mirada perdido en sus propios pensamientos y empujó la puerta que estaba entreabierta. La habitación estaba en penumbra,  pero, casi al instante, pudo ver a Susan postrada sobre la cama. Permanecía con los ojos cerrados y aspecto sereno. Finalmente pudo distinguir las vendas alrededor de sus muñecas. Esta vez casi lo había conseguido. John sintió una punzada de remordimiento en el estómago.
La primera vez que intentó quitarse la vida solo era una amiga de su niñez, y había muchas cosas de ella que desconocía. Pero aquello no debía haber sucedido. Susan era ahora su chica, y tenía haber sabido que algo no iba bien. O,  al menos, que las cosas no irían bien después de soltarle aquella noticia justo el día en que ambos se graduaban. Cómo iba a pensar que… 
Edward Miller dejó las gafas sobre la mesa de su despacho, se frotó los ojos y se recostó sobre su sillón. Tenía la sensación de que sus movimientos se habían vuelto repentinamente lentos y pesados. Estaba completamente agotado. Desde que había decidido tomar las riendas de aquel instituto en Compton, al norte de Los Ángeles, veinte años atrás, no había dejado de enfrentar situaciones que se escapaban de la normalidad. Había llegado incluso a pensar que la realidad  se volvía surrealista cuando se traspasaban las puertas de aquel centro. Aún así, había logrado que el nivel académico fuera el deseado, y que el Hamilton High School tuviera el mejor equipo de baloncesto del Estado. Pero días cómo este le hacían plantearse si todos aquellos años habían merecido la pena.

domingo, 22 de agosto de 2010

Despierta

       

Podía percibir cualquier cosa a través de sus sentidos multiplicada por diez, pero no llegar a comprender ninguna. Sentía un calor doloroso bajo la superficie que destruía parte de su cuerpo, un lugar que habría de ser suave y templado. No sabía por qué ardía aquel lugar de bosque verde y fuerte que con tanto cuidado había alentado a crecer.
Más allá de sus dominios pudo sentir que el aire se calentaba, devorando feroz el frío hielo de sus polos, y rasgaba en mil pedazos su helada piel, morada de auroras y glaciares. Quiso detener aquella sensación que escapaba a su control; gritar desesperada por la boca de un volcán, pero nadie la escuchó. Elevó sus manos en gigantes olas que enfriaran su manto, pero nadie vio su corazón pidiendo ayuda. Quebró su ser en un escalofrío intenso, que abrió grietas perpetuas y heridas en su rostro, pero nadie descubrió su angustia.
Solo al final de los tiempos supieron de su agonía. Pero ya era tarde. Madre Tierra ya había muerto.


De la frase de El Cuentacuentos: "Podía percibir cualquier cosa a través de sus sentidos multiplicada por diez, pero no llegar a comprender ninguna."
Publicado con el título “Alea iacta est” en la Antología Otoño-Invierno de Diversidad Literaria.

lunes, 16 de agosto de 2010

El destino en un vagón

Supo que volverían a verse en el mismo momento que se cruzaron en el metro. Ambos lo supieron. Apenas cuatro estaciones, y el destino habría fraguado el futuro más insospechado del mundo. Ella le reconoció al instante cuando entró en el vagón. Habían sido muchos los conciertos a los que había asistido para quedar extasiada con la magia y la intensidad de su batuta. El director de orquesta más joven de Los Ángeles. Aquel chico rubio de ojos claros había sido un punto de referencia para ella en el último año. Lo miró con descaro un par de veces más para cerciorarse de que no se equivocaba de persona. Pero era él, no le cupo la menor duda.
       Quiso decirle algo. Lo cierto es que, a pesar de su altura y de su espectacular físico (había notado cómo había formado un pequeño revuelo en un grupo de chicas a pocos metros de él), parecía un tipo accesible. Al menos, su rostro sonriente y su expresión tranquila así lo reflejaban. Pero algo más allá de la incertidumbre la detuvo. ¿Qué le diría, aparte de confesarle ser una admiradora fiel de su trabajo? Tal vez que, a pesar de que le hubiera encantado tocar bajo sus órdenes, se había negado en redondo a pasar por una audición para acceder a la orquesta filarmónica que él dirigía. Había estudiado la carrera de piano, e incluso había obtenido una beca en la universidad para seguir con sus estudios de violín. Podía decir que tocar en público era algo que le agradaba profundamente. Se olvidaba de dónde estaba, y entregaba toda su fuerza y su inspiración para, posteriormente, captar las expresiones de complacencia de sus oyentes. Era muy buena violinista, y lo sabía. Sin embargo, su orgullo, tal vez heredado por una fuerte impronta familiar, no le permitía dejarse evaluar por un jurado. Ella tocaba para emocionarse y emocionar, pero sentir que un grupo de expertos estaría escudriñando con lupa su técnica hacía que perdiera toda la concentración. De repente se dio cuenta de que él la estaba observando con curiosidad. Era el momento, tenía que decirle algo o en una de las paradas las puertas se abrirían y lo perdería de vista. Entonces, como un destello fugaz, supo cómo hacerlo.
_  _  _

       Alcanzó el vagón de metro justo antes de que las puertas empezaran a cerrarse. Aunque no había mucha gente en el vagón, todos los asientos iban ocupados, de modo que se quedó de pie junto a la entrada. Un grupo de adolescentes murmuraba algo, y enseguida supo que hablaban de él, pues, cuando les lanzó una sonrisa, soltaron una risilla nerviosa y se daban codazos unas a otras. Entonces reparó en una chica alta de nariz pecosa y coleta rubia, que lo miraba con un descaro inusual a pocos metros de distancia. Casi de inmediato descubrió a sus pies una funda de violín, y entonces comprendió. Probablemente lo habría reconocido. No se tenía por alguien particularmente popular, pero era verdad que en los últimos tiempos se había hecho con un nombre y una fama en el mundo de la música. Lo cierto es que le resultaba gratificante y algo abrumador a la vez. La joven, que debía tener su edad más o menos, parecía algo contrariada. Tal vez quería acercarse y no se decidía. Dudaba que fuera por pura timidez, a juzgar con el descaro con el que venía mirándolo. Se preguntó qué le estaría pasando por la cabeza. Ahora era él quien la observaba con atención. Ella alzó la vista y cruzó con él la mirada. Casi de manera imperceptible, algo en la expresión de sus ojos le dijo que había resuelto su dilema.
      Con decisión, ella sacó el violín de su funda y suavemente lo colocó sobre su hombro y comenzó a tocar. Todo el vagón se quedó en silencio como por encantamiento. Él también se quedó inmóvil. Por alguna extraña razón, esa chica estaba tocando para él. Lo había sabido desde que se encontró con su mirada. Tenía un instinto genuino para la música. Lo vio en sus ojos perdidos en un limbo de acordes, mientras hacía caminar infinitas notas musicales hacia un auténtico mar de sonidos.
Su parada llegó, pero él ni siquiera se percató, y el metro siguió su recorrido. En la siguiente estación ella dejó de tocar, casi como si la pieza de música se hubiera sincronizado con su reloj. Entonces ella le dedicó una amplia sonrisa y bajó al andén.
     Él intentó seguirla, pero una marea humana comenzaba a entrar en el vagón.
      —¡Espera! —gritó—. ¿Cómo te llamas? ¿Cómo puedo encontrarte? —Ella se volvió.― ¡Carol! ¡Y no te preocupes, yo te encontraré a ti!    

       Él ya no pudo ver cómo una sonrisa iluminaba el rostro de la chica.

miércoles, 11 de agosto de 2010

Atardecer

 

Arena y espuma 
atrapan la brisa
y dulcemente 
adormecen la tarde,
que lleva en sus redes 
prisionero el manto oscuro 
de la noche larga.
Ese es el instante 
en que mi corazón de sal
sucumbirá en tus sombras.
Mi isla alcanzará tu playa,
tus olas dormirán mi orilla.
Se oculta el mar 
con el sol de poniente.

lunes, 9 de agosto de 2010

La mayor condena

      Todos en círculo, con las manos unidas y las mentes ensangrentadas, esperaban la sentencia del juez. Durante todo el juicio habían permanecido con la mirada altiva y el gesto desafiante. Actitud surrealista para aquellos que, sin querer verlo, ya eran ratones en una ratonera sin salida. Metidos en aquella especie de pecera, eran condenados por un sentimiento mucho más poderoso que el odio: el desprecio. La mirada asqueada de cuantos observaban atónitos aquel círculo humano que parecía una reunión de adoradores del diablo.

       La rabia muda de aquella sala rebotaba contra los cristales que hacían las veces de barrera entre dos mundos. El mundo negro de aquellos terroristas despiadados, y el mundo gris de quienes habían perdido algún ser querido a manos de los acusados. No existía color en aquel lugar; no mientras aquel círculo permaneciera unido, mientras cualquier mano manchada de sangre pudiera aferrarse a otra que le diera impulso.

       La sentencia condenatoria les borró la fría sonrisa del rostro y, tras un escalofrío premonitorio, uno a uno fueron torciendo el gesto y separando las manos. Como si acabaran de descubrir el lugar donde se encontraban, abrieron los ojos más allá de la urna transparente, y un miedo cerval les azotó el cuerpo con el áspero látigo de la cobardía. Ya no habría mano a la que asir más falsa valentía, ni ojos que sostuvieran la sorna de una mirada febril.

      Al salir de la sala el último condenado, el pilar del oscuro grupo, miró de soslayo a una mujer que permanecía sentada, apretando un pañuelo blanco entre sus manos. La mujer lo miró un instante, y con su mirada dejó caer sobre él la carga más pesada que pudo llevarse a su celda: el perdón.

De la frase  del Cuentacuentos: "Todos en círculo, con las manos unidas y las mentes ensangrentadas"

martes, 3 de agosto de 2010

La Puerta Dorada

         El tercer desafío californiano: Un hecho histórico de este Estado. He elegido la construcción del "Golden Gate". Me ha parecido fascinante conocer todas las peculiaridades que acompañaron al proyecto. Los personajes son ficticios, pero seguro que las personas reales que vivieron el acontecimiento compartieron alguna vez estos mismos pensamientos.

     


Aquel abril de 1936 había sido un mes pasado por agua en San Francisco. Las lluvias de los últimos días habían complicado seriamente el progreso de los trabajos. Sam y Leonard permanecían apoyados en uno de los flancos amurallados del fuerte Winfield, la vieja fortaleza militar de Presidio, mirando hacia la bahía. El mal tiempo parecía que había dado un respiro a la hora del desayuno, y ambos compartían un bizcocho de canela con sabor a tiempos mejores. Junto a ellos, un niño de ocho años, el hijo de Leonard, jugaba con una pelota de cuero que pateaba una y otra vez contra las piedras de la fachada, indiferente a la colosal estructura metálica que surgía del mar a sus espaldas. En el último año había contemplado, en frecuentes paseos con su padre, cómo aquel coloso gris iba ganando terreno al océano y desafiaba a la gravedad día tras día.

Los dos amigos, sin embargo, no podían apartar los ojos de aquella gigantesca obra. En sus inicios, tres años atrás, muchos habían tachado aquella empresa de “locura”, pero nadie mejor que ellos para corroborar que aquello que tenían frente a sus ojos iba a ser una realidad a corto plazo. A ambos lados de la bahía, como dos enormes gusanos de acero que se dirigían al encuentro uno del otro, se extendía por encima del mar el que iba a ser el puente más grande de los Estados Unidos. Ahora, la pregunta de moda que recorría gran parte del Estado era: ¿Llegarían a encontrarse ambas mitades? Leonard estaba convencido de que así sería.

La fortuna de Leonard había sido entrar a formar parte del equipo de ingenieros que había seleccionado el mismísimo Joseph B. Strauss para llevar a cabo tan apasionante proyecto. Un hombre, pionero en su profesión, que había hecho realidad sobre un plano lo que hasta entonces había sido fantasía: unir la costa norte y sur de la bahía. Después de la Primera Guerra Mundial el tráfico rodado se había multiplicado por siete y el sistema de ferrys era incapaz de absorber tal crecimiento. Aquello significaría un histórico avance para la ciudad.

Participar en los trabajos iniciales y su posterior desarrollo había supuesto todo un desafío para el joven Leonard, cuyo principal cometido, junto al resto del equipo técnico, consistía en supervisar el seguimiento del proyecto a ambos lados de la bahía. Había sido una suerte contar en la ejecución de los trabajos con Sam, su amigo desde la infancia; había sido sus ojos en aquellos puntos de la obra a los que él jamás hubiera pensado en llegar. Aquella era la tarea de un obrero, y aquel era el papel que a su amigo le había tocado interpretar en aquella enorme representación arquitectónica.

lunes, 2 de agosto de 2010

Solo una vez más.

   —¿Bailarás conmigo un último vals? —Carol se volvió al escuchar la familiar voz de Gabriel. Apenas habían pasado veinticuatro horas desde que su adorado amigo se negara en redondo a asistir a su boda. Parecía algo definitivo. Al menos, después de confesarle que estaba enamorado de ella desde tiempos infinitos, y que verla casarse con otro le ocasionaría demasiado dolor. Sin embargo, allí estaba, al parecer, dispuesto a bailar con ella el último baile.
       Ella le tendió la mano en respuesta a su pregunta. Claro que bailaría con él; al fin y al cabo, su amigo de toda la vida había aceptado su decisión, y parecía dispuesto a poner su amistad por encima de todo.
      Gabriel la tomó de la mano y la atrajo hacia sí. Algo en el interior de su cabeza le decía que aquello era una locura. El día anterior estaba decidido a no volver a mirarla a los ojos. El amor de su vida se escapaba de su lado, y no había nada que pudiera hacer por evitarlo. Ella amaba a otro hombre. Aquella odiosa idea lo había mantenido todo el día con la sensación de estar quemándose por dentro. Su sentido común le decía que debía alejarla de su vida de inmediato, pero el corazón se negaba a borrarla de sus recuerdos tan pronto. Por eso, en aquella lucha por ordenar sus emociones, no había sido capaz de vencer la tentación de verla vestida de novia.
       La abrumadora visión lo había rendido a un último deseo de acercarse a ella. Necesitaba volver a sentirla entre sus brazos, perderse en el aroma que desprendía siempre, ese delicioso olor a canela y jazmín…

      Aquel era el momento. No volvería a tener una oportunidad así. La cogió por la cintura con firmeza, y apretó suavemente su mano sintiendo el tacto de cada uno de sus dedos. En un segundo, ya giraba al ritmo de sus pies. Ella lo miraba sonriente y esperanzada por recuperar su amistad herida. Él la observaba intentando mantener la imagen de su rostro grabada en su memoria. Después de aquella noche se iría lejos de allí. Después de aquel vals, saldría de su vida para siempre.


                                  De la frase del cuentacuentos: "¿Bailarás conmigo un último vals?"

domingo, 25 de julio de 2010

Marta y el abuelo

El mundo infinito asoma
en los ojos mudos de los años,
del pasado y futuro encontrados.

Abrazo henchido de experiencia
que a la niña ingenuidad envuelve, 
reposa así su mano amable
en la dorada cabeza que duerme.

Se llena el aire de brisa sabia, 
en infantiles pupilas reflejada
de amor sublime y risa empapada.

Juego de antaño, agora magia
de convertir soledad en suerte, 
pintando remolinos de besos,
trazándole a la vida puentes. 

Todo eres tú, 
y a ti todo vuelve,
como regresan los sueños
en su carita alegre.

Arropada en las piernas del abuelo,
comparte sonrisas y palabras;
y es aurora la noche en sus miradas.

Anhelos antiguos alzan el vuelo,
convirtiendo a la nieta en hada, 
que aprende de él la vida,
entregando a los sueños alas.

sábado, 24 de julio de 2010

Lecciones de Historia

     

Con el libro abierto
y los ojos cerrados
paseaba mis deseos
por la pizarra infinita;
el verde mar
donde tu mano diestra
dejaba secretos
mensajes de tiza.

Letras sabias
de experiencia,
de lecciones aprendidas,
que yo, con letras dormidas,
dejaba en corazones de tinta.

Haciendo del pupitre una frontera,
que tu mirada anhelante no cruzaba;
mas mi risa tu voluntad siempre vencía,
y en rincones escondidos
tu boca traspasaba.

Allí estábamos los dos,
yo tu alumna, tú el maestro,
tú en mis curvas, yo en tu cuerpo.
Así amaste mi sonrisa ingenua,
así me atrapó tu voz, 
así se enredaron las palabras,
así te alcanzó el amor.
¿Dónde irás tú sin mí?
¿Dónde iré sin ti yo?
Al calor de primeros de junio,
cuando el verano apremiaba,
vi en tus ojos el miedo,
y en tus labios tres palabras:
No puede ser.
El juego de lo prohibido,
de actitudes condenadas,
de la edad que me hacía niña
y a los dos nos separaba,
si era tu magia infinita
la verdad que me atrapaba, 
y no tus años vividos
ni tus canas, ¿qué más daba?

En la noche de San Juan,
cuando el curso terminaba,
prometiste llevarme contigo,
huir al nacer el alba.

Y al amanecer tardío,
junto a aquella ventana,
te esperé impaciente
como quien espera un final feliz                                           
que nunca llegaba;
y al romper el día,
solo lloraba… 
Tu imagen de mi corazón ausente,
perdido el amor en tu carta,
de papel herido de muerte,
donde la tinta asesina
en tu lecho rezaba:

"Me marcho sin ti,
y en ti dejo mi vida,
porque a mi lado tu juventud
sin remedio se marchita;
debes soñar otros mundos
y cerrar nuevas heridas.
Amor. Quizás ahora no entiendas
de mis lágrimas saladas,
de mi lucha incierta,
de mi huida desbocada,
pero entenderás algún día
por qué devolví tus alas”.




domingo, 18 de julio de 2010

De cómo sentirse una ballena




Hoy me ha pasado una cosa surrealista. Me he escapado un segundo a la tienda de chollos, vamos, la de “todo a cien” de toda la vida, que hay junto a la oficina. Mientras estaba enfrascada en uno de los pasillos buscando un tenedor de trinchar (mejor no preguntes para qué), he escuchado cómo una voz desconocida de mujer  decía espantada:
—¡Mira, Juana, mira qué barriga!
Yo miraba para todos lados esperando que la barriga motivo de tal asombro no fuera la mía. ¡Ay! Pero, infeliz de mí, sí que era la mía y, para colmo, la tal Juana (embarazada de seis meses como se apresuró a informarme) me miraba tan asombrada como la primera chica que, con ojos estrábicos, seguía con la mirada fija en mi figura y señalándome con el dedo (para más "inri").
Yo me limitaba a sonreír con cara de boba y, cuando en esos segundos, que se me antojaron eternos, ya me estaba girando sobre mis talones para escapar por otro pasillo, la mujer profirió un bocinazo en la dirección que yo llevaba:
—¡Mamaaá! ¡Maaaamá! ¡Ven! ¡Ven! ¡Mira!
Y sin saber cómo, una señora algo entrada en años, con un tostador en la mano, salió por detrás de una estantería para acudir a la llamada de sus hijas.
         —¡Y decías que yo tenía la barriga gorda, mamá! ¡Mira eso!
Y "eso" era yo, alegando en mi defensa que estaba ya de ocho meses, y que la niña que esperaba era grande, y tenía mucho líquido acumulado en la placenta (aunque esto último fuera una mentira gorda que necesitaba soltar con urgencia), y que...
—¿Ves, mamá? ¡Y decías que yo estaba gorda de seis meses! (y la verdad es que "la Juana" tenía más bien el aspecto de haberse tragado un melón).
¿Y sabes lo que pasó? Pues que, en mitad de mi retahíla, la mujer se fue directa hacia mí, me levantó la camisa, y se asomó por debajo para palpar; para certificar lo que estaba viendo, vamos. ¡Ahgg! ¡me faltó el canto de un duro para trincharla con el tenedor que llevaba en la mano! Y, ya de paso, decirle:
—Perdón, señora, perdón, ¿le importa que le coja una teta? Ya sabe, para igualar la situación…
¡Madre mía! Salí de allí como pude, espantada y sin mi compra. Mientras, seguía oyendo a mis espaldas:
—Pues eso es cesárea seguro, como "la Vane"...
La madre que la parió...

viernes, 16 de julio de 2010

Oír para creer

 —Hola,  cariño; ¿has empezado la reunión?
[…]
—Es un solo un segundo, cielo; ¿sabes dónde he puesto las escrituras de la casa? Esta tarde tengo que ir al notario, y juraría que las dejé en una carpeta en el escritorio de la entrada.
[…]
—¿Cómo dices? ¿Que tú también las viste ahí?... No. Lo único que hay aquí encima es un trabajo escolar de Guille: “El descubrimiento de América”.
[…]
—¿Cómo que le has debido dar al niño las escrituras por error?
[…]
—Está bien, Marina, no te alteres, ya sé que has salido de casa a toda prisa. Solo me estoy imaginando cuando el niño le entregue a su maestra las escrituras. ¡Uff, vaya manera de justificar que el Nuevo Mundo pertenecía a los españoles!
[…]
—Sí, ya sé que tienes mil cosas en la cabeza, pero es que ayer te llevaste el teléfono inalámbrico de casa en vez del móvil, y la base se puso a pitar como loca cuando pasaste la distancia de cobertura. ¡Menudo susto! ¡Ah!  Y el lunes te trajiste a casa la compra de otra señora, que sigo pensando debiste llevar de vuelta, aunque te pareciera bien el contenido de las bolsas. Ya sé que puedes con todo cariño, pero últimamente estás un poco estresada.
[…]
—No, no digo que no seas capaz. Es sólo que llevar el trabajo, los niños y la casa para adelante sin ayuda es demasiado. ¿Por qué no llamas a la asistenta que te dijo tu amiga? Tenías el teléfono por aquí, ¿no?
[…]
—Mi vida, claro que no me quejo. Me encanta que quieras ser una empresaria y madre de familia ejemplar. Es sólo que pienso que una mano en casa nos vendría bien. Si tú estás más tranquila, nuestra lavadora no se empeñará en lavar la ropa blanca con la equipación de la selección española de fútbol.
[…]
—No, Marina. No sigo disgustado por eso. Pensándolo bien, ahora puedo ver los partidos en calzoncillos haciendo honor a “la roja”. Venga, prométeme que llamarás cuando llegues a casa…
[…]
—Vale. No tengas prisa por la reunión, ya me preparo algo de comer. Me iba a hacer un bocadillo de chori… ¡Marina, por Dios! ¿QUÉ HACE MI PIJAMA EN LA NEVERA?
[…]
—No, cariño, no me río de ti. Sí, sí, ahora mismo llamo a esa señora.
[…]
—¿Que dónde está la ristra de chorizo, entonces? Veamos. Teniendo en cuenta la hora que es y que mi pijama está en su lugar, creo que ahora mismo …se debe estar echando una siesta.

—PI-PI-PI-PI-PI-PI…

—¿Marina? ¿Marina? 

jueves, 15 de julio de 2010

Donde caben dos, caben tres

   Donde caben dos, caben tres… Qué bonito eso de apretarse en casa para hacer sitio a la gente que más queremos. Me encantaba el soniquete de esa canción. Hay anuncios pegadizos, y este realmente lo era. Un día se me metió la cancioncilla en la cabeza y llegué a la oficina tarareándola. Al momento todo el mundo estaba coreándome. Y al rato, ya hasta las narices, querían que me callara; pero, claro, lo de la música pegadiza es como un tic, complicado de controlar.

      La letra me recordaba a lo que solía decir mi madre cuando queríamos llevar algún amigo a comer a casa, cosa que hacíamos con frecuencia: —Donde comen dos, comen tres—; supongo que de ese dicho salió el eslogan posterior. Y lo cierto es que era verdad, porque en la cocina de mamá el menú se estiraba como en el milagro de los panes y los peces.

      Al poco tiempo de salir el anuncio, aprendí que existe una diferencia sustancial entre el «comer» y el «caber». Básicamente porque cuando alguien entra a comer a tu casa, por lo general, después de la consabida sobremesa, suele irse por donde ha venido. El problema viene con lo otro, con lo de caber.

      Tenemos un vecinito de la edad de nuestros gemelos, chico simpático y risueño donde los haya, al menos eso era lo que pensaba cuando jugaban todos en el parque; pero, claro, eso suele pasar cuando los niños son de sus papás y, después de un ratito, ¡hala!, cada mochuelo a su olivo. Lo malo es cuando la criatura se instala a piñón, previa invitación de una servidora, ante la dificultad de la vecina de quedarse con él una noche. Aquel día, en un gesto espontáneo, me escuché a mí misma diciendo aquello de: —Sin problema, donde caben dos, caben tres—, incluyendo una minicamita plegable de cincuenta euros. ¡Qué buenos inventos! ¿Eh?

      La cuestión es que, efectivamente, cabían tres más apretaditos, más agitaditos y más endemoniados. Y la cosa no hubiera ido más allá si la vecina de enfrente no se hubiera tomado literalmente mi ofrecimiento, y a aquella noche no le hubieran seguido muchas más. A decir verdad, a veces me daba la sensación de que le estaba haciendo una faena devolviéndole a su niño.

      ¿Qué más puedo contar? Obviamente no había manera posible de que aquello acabara bien. Un buen día se me cruzaron los cables. Mandé la cama plegable al trastero, a mi vecina a la porra, y al felpudo de la puerta a la basura.

      ¿El felpudo? ¡Ah, sí! Me negaba a leer ni un día más aquello de «Bienvenido a la república independiente de mi casa…»

sábado, 10 de julio de 2010

Un padre entregado

     No lo entiendo. Llevo aquí sentado veinticuatro horas, y todavía me estoy preguntando cómo me he dejado convencer. La culpa la tienen esos psicólogos que no paran de bombardearnos con la idea del diálogo entre hijos y padres. Estoy seguro de que ninguno de ellos conoce la paternidad. Si la conocieran, sabrían que no es tan fácil dialogar cuando la tierna criatura que tienes enfrente es un adolescente de quince años convencido de que un concierto de su grupo favorito puede cambiar el curso de su vida. Lo malo es que,  cuando crees que, después de criarlo toda la vida, tienes la sartén por el mango, te encuentras que no tienes ningún poder sobre él. Porque, no se sabe cómo, en medio de ese “diálogo”, donde casi todo lo dicen tu mujer (condescendiente) y él (suplicante), acabas pensando que no puedes destrozarle la vida.

       Y ahí estaba yo, en una cola con tropecientos adolescentes de hormonas disparadas, esperando comprar una entrada de concierto de un grupo coreano de nombre impronunciable. Impronunciable para mí, claro, porque la treintena de chicos que tengo alrededor corean su nombre hasta con acento. ¡Pero si hasta cantan en japonés! Mi propio hijo, que lleva arrastrando el inglés desde ya no sé cuándo, canta las canciones en un idioma que, más que a japonés, me suena a chino. Tengo un complejo de friqui que no puedo con él; el resto de adultos que pasan por la calle me miran con los ojos como platos. Entonces, yo agarro a mi hijo en plan paterno- filial, intentando justificar mi presencia.

      Mi mujer, madraza donde las haya, nos trae provisiones de cuando en cuando. Al menos sé que no moriré de hambre. Aunque no sabría qué pensar de la jovencita que espera delante de nosotros. En todo el tiempo que llevamos aquí, no la he visto más que comer patatas y beber coca-cola. ¿Es que esta chiquilla no tiene padres? He empezado a pasar croquetas hacia delante con la esperanza de alimentar la población congregada. En un minuto ya no tenía existencias. Eso me indica que he de ser más precavido la próxima vez, y menos generoso. Esto empieza a convertirse en una cuestión de supervivencia.

      Lo peor es lo del baño. Se lo dije a mi mujer, que yo tenía el punto flojo y eso de aguantar mucho tiempo no era lo mío. He estado haciendo turnos con mi hijo para no perder nuestro puesto en la cola. Para evitar la cara de pocos amigos del dueño del bar al que vamos, he tenido que comprar una bebida cada vez que he querido entrar. Eso me ha metido en un bucle, de beber líquido para eliminarlo después, que me tiene angustiado.

      Al fin nos ha llegado la vez. No sabría explicarlo, pero un gusanillo dentro del estómago me ha llevado a ser osado, y he comprado una entrada para mí. Me siento parte del grupo. También he comprado una para mi mujer. Pero eso… eso ha sido pura venganza.