sábado, 1 de marzo de 2014

Redención





Sabía que el rey condenaba a muerte a aquellos que osaban traicionarlo. Fue él, su caballero de confianza, quien llevó a cabo la mayor temeridad: amar a la reina. Nunca pensó que aquello sucedería,  pese a que, la primera vez que contempló a aquella joven, sintió la necesidad imperiosa de reclamar su atención. Conocía sus propias armas de seducción,  y logró hacerse con sus afectos.
Probó su inexperiencia, y la arrastró con él hasta el precipicio, sin pensar en el peligro al que la exponía. No calculó bien la medida de su entrega ni de su dulzura, y cayó en la trampa de perderse en el amor más sincero y puro que jamás había conocido.  El único pecado que ella cometió  fue corresponderle.
Mil veces habría pagado con su vida por cada vez que la tuvo entre sus brazos, porque en ella encontró todos los placeres conocidos por el ser humano. Después de aquello, hubiera podido soportar cualquier penitencia: los azotes de cien látigos, el hambre, la sed, el martirio de su ausencia. Cualquier infierno, menos verla sufrir. 
La torre más alta y aterradora se eleva en medio de una isla, oscureciendo la celda de los condenados. Allí el traidor alimentaba su alma con los recuerdos de encuentros furtivos. Pero dejó de contar los días cuando perdió la esperanza de libertad. Ocurrió en el justo instante en que la puerta de su prisión se abrió para dejar entrar a la peor de sus pesadillas. 
Cuando la llevaron junto a él, observó el miedo de sus ojos, y supo que algo terrible sucedería. Sus entrañas le decían que su destino no sería sufrir la condena a su lado, que la razón de su presencia tenía que arrastrar otra maldad.
Y el horror llegó de la mano de un marido despechado. Con la impotencia que le infligían las cadenas, ancladas a sus manos y a sus tobillos,  presenció cómo el monarca torturaba su frágil figura hasta hacerla perder el sentido, una y otra vez. Vertía sobre ella la rabia del engaño, como un animal salvaje, sometiendo su cuerpo a instintos lascivos.  Ella intentaba ocultar su agonía a quien tanto amaba, escondiéndole su rostro. Y él, con la cara desencajada, gritaba cuanto sus pulmones le permitían, hasta sentir cómo la propia voz se hacía añicos en su garganta.
Cuando la daga del rey se adentró en la suave piel de su espalda, rasgando su carne, supo que la había herido de muerte. Mientras la razón de su existencia se desangraba en el frío suelo de piedra, ella le miraba manteniéndolo suspendido en un lugar lejos de allí, donde tantas veces le había entregado el cielo de sus labios.  Después, el mundo se hundió bajo sus pies mientras un dolor insoportable quebraba sus rodillas. 
Todo fue oscuridad y silencio. Cada noche era más negra en esa prisión donde el tiempo se detenía. Sus ojos ya no buscaban la luz, ni sus pulmones respirar. La culpa le arañaba los pensamientos y anquilosaba las emociones.  Solo esperaba el momento en que la parca decidiera hacerse cargo de un alma que renegaba del mundo donde existía y del que estaba  por venir.
El pasado se dibujaba en su mente cambiando acontecimientos, jugando con la realidad. En él seguía su cruzada defendiendo causas perdidas, atravesando tierras fértiles y enarbolando la bandera de un reino próspero. Intentaba borrar cualquier atisbo de calor humano, la presencia de quien dominó sus emociones  y cuyo último recuerdo rasgaba su conciencia en mil pedazos.
Pero la soledad avanzaba con paso inexorable devorándolo todo en la vigilia. En esa aciaga espera, sintió cómo el aire se movía entre las cuatro paredes. Pudo percibir una presencia extraña escabulléndose entre las sombras de aquellos muros. Cuando al fin sus pupilas se adaptaron a la tenue luz, lo vio. Escondido en un rincón de la fría celda, agachado y tembloroso, pudo distinguir un ángel.
Las emociones humanas eran ya tan ajenas a él, que fue más incredulidad que miedo lo que le llevó a acercarse. Sus pensamientos se paralizaron al descubrir, enraizadas en su espalda, unas alas que diferían en su color. Una de ellas se cubría de un blanco celestial y la otra, negra como el azabache, se adentraba en una árida cicatriz sobre su espalda. Al girarse, descubrió, lleno de estupor, que era ella. 
Intentó abrazarla,  pero sus manos se encontraron buscando en el vacío. Qué mayor castigo para su alma atormentada que ver sus ojos confundidos y asustados,  y no poder rozarla. Ella no podía verlo  y él no podía tocarla. Aquella era su condena por no haber sabido protegerla.  Pero, ¿por qué estaba allí? ¿por qué la habían dejado en aquel agujero? Su alma estaba atrapada junto a la suya. 
Durante infinitas noches su imagen acompañó cada delirio, y aquel tormento le emponzoñaba el corazón e iba apagando la luz de su aparición. Un día, mientras la observaba, ella desplegó sus alas con cuidado, acariciando su lado oscuro. Y entendió. Había renunciado al cielo por él. Aquella  cicatriz en su espalda era la herida que sus pecados habían asestado a su vida mortal, y no quería renunciar a aquel recuerdo. El precio a pagar: la eternidad sin un lugar para refugiar su alma. Si tenía que buscar un abismo donde esconderse, lo había encontrado. El infierno donde él habitaba.
Había truncado el ascenso de un ángel, y debía devolverla a su lugar. El diablo ya no habría de esperar a que él se dejara morir. Invocó su presencia, tal como lo hacían las brujas que tiempo atrás había perseguido, abriendo la carne de sus muñecas con una lasca,  para verter su sangre. Y esperó que el sabbat acudiera a su llamada. Entre la bruma de su debilidad, pudo distinguir sus cuernos retorcidos,  y un fuerte olor a azufre inundó toda la celda. Su alma por liberarla de aquel purgatorio. Ese era el trato.
Entonces ella, por primera vez, levantó los ojos y le vio. Aquel segundo le bastó para saber que lo había logrado. 
Cuando nadie respondió a la llamada de la puerta, una enfermera abrió con precipitación y entró en el cuarto. En el suelo encontró un cuervo muerto, con las alas partidas, tras haber impactado con uno de los cristales del ventanal.  El anciano permanecía inconsciente, apoyado sobre la mesa, donde unas horas antes la mujer lo había dejado escribiendo su novela. A punto de descubrir el fatal desenlace, un aleteo la hizo girarse hacia un rincón de la habitación. Una paloma alzaba el vuelo para escapar hacia la libertad.

1 comentario:

  1. Maria, ¡cuidado con la metaliteratura! Ahora veo lo riesgos de exprimir una historia, atosigar a unos personajes o castigarlos con la separación. Un escritor puede sufrir un percance accidental y a ver cómo se explica luego...

    He tenido la sensación de que este relato formaba parte, o podría integrar, un texto más amplio. Aún así, es un relato intenso, que consigue transmitir ese desconsuelo de esos amantes separados y la injusticia por el dolor que les inflige el marido despechado.

    Buena prosa.

    Saludos.

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