sábado, 19 de junio de 2010

Un tranvía para Ana

Mi primer relato. Mi primer desafío en las rondas de Travesía Literaria. De todos los continentes en sorteo, me tocó Norteamérica. Estado escogido: California. Y la premisa para empezar esta aventura: describir este lugar desde los ojos de un recién llegado.











From: Claire Petterson 
Sent: Sunday, 12 de septiembre de 2010 9:43:25
To: a.s.uca@gmail.com

“Hola, Ana:
Finalmente, la Universidad te enviará los pasajes en unos días. Insisto en que te quedes con nosotros el tiempo que desees. Estaremos encantados de alojarte en Sausalito hasta que encuentres casa. Matt estará de vacaciones cuando llegues, y estoy segura de que será un buen guía.
No puedes imaginar las ganas que tengo de continuar juntas con este proyecto. Nos vemos la próxima semana.
Un abrazo.
Claire”




En ocasiones el destino te coloca en lugares que no esperas. Por un tiempo, te atreves a pensar que eres tú quien elige donde llevar tus emociones o quizás donde huir de ellas. Pero la realidad es, que cuando sientes que necesitas escapar de tu vida, surge una salida, un camino que se ha ido dibujando poco a poco. Sabes dónde está el punto de partida, pero ignoras si existe un retorno.
Miré el reloj. Eran las ocho de la mañana y el aeropuerto internacional de San Francisco estaba abarrotado. Tuve la sensación de que todo el mundo sabía hacia dónde ir, excepto yo. Las trece horas de vuelo me habían dejado las piernas entumecidas, la coleta despeinada, y la cabeza dando vueltas. Ajusté las manecillas del reloj al nuevo huso horario con la secreta esperanza de que mi mente convenciera a mi cuerpo de que el agujero en el tiempo no había sido real. 
Imaginé que sería el hijo de Claire quien vendría a buscarme a petición de su madre. Lo único que sabía de él era que había terminado recientemente el doctorado en arquitectura en la Universidad de Berkeley y que volvería a Los Ángeles en un par de semanas. A juzgar por las veces que su madre lo había mencionado en sus correos, debía sentirse inmensamente orgullosa de él. Sentí una punzada de dolor en el pecho; mi pensamiento había vuelto a Cádiz, a Juan, a la indiferente expresión de su rostro cuando le dije que me marchaba. Él no se había sentido orgulloso de mí. En absoluto.
En un intento de apartar la tristeza, me rehice el peinado anudando mis rizos de nuevo y, tomando aire, avancé a paso ligero hacia la salida. A pocos metros, un chico alto de pelo castaño y cara expectante sostenía un papel blanco con mi nombre en grandes letras.

—¡Vamos! ¡Sujétate fuerte! —Matt me cogió la mano con fuerza y tiró de mí hacia el interior del tranvía.
—Por los pelos. —Resoplé, todavía jadeando, por la corta pero agotadora carrera. —No termino de cogerle el truco a esto —me quejé—. ¿No podríamos esperar en la parada como el resto del mundo?
Él comenzó a reír al ver mi cara de circunstancias. 
—¡Pero, Ana! ¡Entonces perdería todo el encanto! ¿No crees? Prometí llevarte de aventura, y bueno… ―dijo, guiñando un ojo—, digamos que no hay aventura sin emociones —y con una amplia sonrisa añadió—: Sé buena y agárrate bien al estribo. No quisiera tener que bajar a buscarte; la cuesta es demasiado pronunciada. 

El tranvía iba atestado de turistas, como las veces anteriores. Era evidente que la ciudad había rendido su transporte más pintoresco a los visitantes. Me abracé a la agarradera exterior del vehículo. Llevaba medio cuerpo fuera. Me gustaba ir así. Podía sentir el aire fresco en la cara y disfrutar del olor a pan Sourdough recién hecho que impregnaba el centro de San Francisco. Escuchar el tintineo de la campanilla, para avisar a los viandantes de su proximidad, y el incesante traqueteo que acompañaba todo su trayecto, me hacía volver a otra época en aquel mismo lugar. Miré a Matt. Parecía un turista más disfrutando del paseo. Observé sus rizos castaños y su tez morena. No se parecía físicamente a sus padres. Sospeché de algún antecedente familiar misterioso. Eso, o la genética había  jugado al despiste con él. 


Recordar la primera vez que lo vi en el aeropuerto me hizo sonreír. Su cara era un poema.
—¿Tú eres Ana? Vaya, perdona mi sorpresa, es que cuando mi madre me habló de su colega española no me imaginé que sería tan...tan…  —No se decidía.
—¿Tan maravillosa, tan imponente, tan guapa? ―Mis pensamientos corrían más que él.
—Tan joven —dijo al fin. 
—Veintiséis –anuncié. 

Lo cierto es que yo, por el contrario, esperaba a alguien de mi edad y, a pesar de los vaqueros y la camiseta que llevaba, que le daban cierto aire informal, era obvio que me sobrepasaba en años. 
—Tampoco yo esperaba que tú fueras tan… 
—¿Viejo? ¡Vaya! ¡Me acabas de matar! —Soltó una carcajada y puso cara de fingida resignación—. Matt Petterson —dijo, acercando su mano.
—Encantada de conocerte, Matt. —Y era verdad. Me había parecido muy simpático. 

Siempre he tenido la certeza de que, cuando ves un paisaje por primera vez, la impresión que deja a tus sentidos te hace saber cómo será tu relación con ese lugar. Como el preámbulo de un cálido o impersonal vínculo con su gente, su cultura, sus contrastes. Ese convencimiento hizo, al saber que estábamos entrando en San Francisco, que un sentimiento de profunda frustración se apoderara de mí. Una densa bruma envolvía por completo la ciudad. Mi acompañante me miraba de reojo, mientras yo miraba el cielo maldiciendo el día.

—No te preocupes, en un rato habrá desaparecido por completo —sus palabras mejoraron mi ánimo considerablemente —. Es algo normal a esta hora de la mañana. Ocurre por el contraste entre el agua fría del océano y la calidez de la tierra. No es habitual que a mediados de septiembre siga ocurriendo, pero, bueno ―dijo encogiéndose de hombros—, supongo que todavía hace bastante calor. —Y, como si adivinara mis pensamientos de hacía un instante, añadió—: Desde Sausalito tendrás una de las vistas más bonitas, ya verás.

Tenía razón. Desde aquel pueblecito en la colina, a escasos kilómetros de la ciudad, pude ver una imagen indescriptible. La bahía se abría frente a nosotros a medida que la niebla se disipaba, y dejaba ver la multitud de colinas que rodeaban San Francisco. El Golden Gate, que habíamos cruzado instantes antes, parecía levantarse en medio del Pacífico y, tras él, la isla de Alcatraz se mostraba impasible al paso de los años. Grabé la imagen en mi cabeza para luego cerrar los ojos y respirar ese penetrante olor a agua salada, tan conocido, tan familiar. Tan familiar… esa era la sensación que me había atrapado desde el momento en que puse los ojos en ese paisaje. Había visto en tantas ocasiones películas con esa misma imagen, que era como si ya hubiera estado allí antes. Quise interpretarlo como una buena señal. 

Matt paró el coche en el punto más alto de la colina y, sin decir nada, me señaló hacia a un mirador que quedaba a un lado del camino. Era impresionante ver cómo la ciudad desplegaba sus brazos en una densa red de casas y edificios que crecían arriba y abajo hacia las colinas. El hijo de Claire, de pie junto a mí, permanecía en silencio. Agradecí que me dejara ese espacio para hacerme mi composición de lugar. Aquel iba a ser mi hogar durante un año, y me preguntaba si podría hacerme sentir como en casa.

—Es impresionante —dije al fin—. ¿Qué son aquellos rascacielos que hay en aquel lado?
—El distrito financiero. Es la zona de mayor actividad económica de la ciudad. Hay edificios verdaderamente increíbles. Auténticos desafíos arquitectónicos. ―Hablaba con admiración.
—Arquitecto hasta la médula —pensé—. Tu madre me contó que acabas de terminar el doctorado.
—Sí, y la verdad es que ha sido bastante estresante. Trabajo desde hace cuatro años en un estudio de arquitectura en Los Ángeles con un socio, pero hacía tiempo que andaba buscando el momento de ampliar mis estudios. Me he pasado el último año a caballo entre las dos ciudades, pero creo que ha merecido la pena. —Entonces me miró con curiosidad―. ¿Qué me dices de ti? ¿Qué ha traído a una gaditana a este lado del mundo? 
—Supongo que mi pasión por la Botánica. Me especialicé en conservación de especies y entré hace un par de años en un proyecto conjunto con distintas universidades. Hemos llegado a un punto en el que se hacía necesario que alguna de las partes se desplazara y, bueno, el reservorio de flores del Golden Gate Park ganaba a todas luces la partida ―volví la vista al mar―, y estar lejos de casa un tiempo me pareció perfecto. 
Sin darme cuenta, hice el comentario en voz alta. Matt me miraba con curiosidad.
—Estoy deseando conocer a tu madre —dije, cambiando de tema. 

Entonces miró el reloj, y enarcó las cejas con sorpresa. 
—¡Vaya! Hablando de Claire: creo que es hora de llevarte a casa; mi madre te espera, y debes estar cansada.
Realmente lo estaba. El jet lag empezaba a hacer estragos en mi cuerpo.
—Por cierto —soltó de pronto, mientras caminábamos hacia el coche—, tengo treinta y ocho.
—¿Cómo dices?
—Mi edad. Treinta y ocho años. No te lo dije en el aeropuerto. 
Caminaba delante de mí, y me pareció adivinar una sonrisa divertida en su cara.

Los Petterson resultaron una familia interesante y acogedora. Claire y su marido vivían en una pequeña casa victoriana con un precioso jardín. Él era escritor. Habían entrado a formar parte de la creciente comunidad de intelectuales que se había asentado en Sausalito, un lugar tranquilo y bien comunicado con la ciudad. Me hicieron sentir cómoda desde el primer momento, aunque mi principal preocupación radicaba en la necesidad de buscar una casa donde vivir y en la agobiante sensación de estar robándole el tiempo al pobre Matt en sus últimos días de vacaciones. Hice un amago de liberarle de esa responsabilidad
—¿Sabes? —dijo cuando le planteé la cuestión—, en este momento estoy disfrutando de un privilegio que habitualmente no tengo —colocó sus manos de manera casi paternal sobre mis hombros—: tiempo. Pronto volveré a Los Ángeles, y créeme si te digo que me encantará enseñarte San Francisco. 
—Imagino que tendrás mejores cosas que hacer.
Él siguió hablando como si no me escuchara. 
—Quizás enseñándote la ciudad podré descubrir cosas que tenía olvidadas. 
—¿Seguro? —dudé.
Puso los ojos en blanco, y luego me miró con gesto cómico.
—¿Todas las españolas sois tan insistentes?
—Las hay peores, créeme. —Y nos echamos a reír.
Los días posteriores fueron muy intensos. Claire se había empeñado en que debía aprovechar el tiempo antes de incorporarme al trabajo No fue difícil familiarizarme con el entorno que rodeaba mi nuevo destino allí. El Golden Gate Park era un verdadero pulmón para la ciudad. La extensión de vegetación se perdía más allá de la vista y, paseando entre sus lagos y jardines, pude imaginar mis tardes después del trabajo. Aquello era inmenso. Frente al jardín botánico se encontraba el reservorio de flores. Estaba deseando empezar a trabajar con Claire. Solía hablar de ese lugar con auténtica fascinación. Con buen criterio había insistido en que debía tomarle el pulso a la ciudad antes de sumergirme en el proyecto.
Lo cierto es que fue el ritmo de la ciudad el que me atrapó a mí. Matt se había tomado muy en serio su misión de cicerone. Nos dejábamos caer en mitad de ninguna parte para ir descubriendo la vida de sus calles. Fue revelador caer en la cuenta de que aquella ciudad, que a la vista se dibujaba como agitada y bulliciosa, se desenvolvía en un ambiente desenfadado, y que emanaba libertad por todos sus poros. Era difícil sentirte una extraña entre una población que era incapaz de definirse por una raza o un estilo. Razas y estilos que el tiempo, y esa misma libertad que flotaba en el aire, había recogido en diferentes barrios llenos de encanto.
La tarde que Matt me llevó a su apartamento hacía mucho calor. Vivía en Haight-Ashbury, un barrio de fachadas multicolores y ambiente bohemio. El deambular de gente joven por sus calles, llenas de comercios de artesanía y música en vivo, le daban un aspecto relajado y sofisticado.
—Bienvenida a la tierra del “flower power” ―dijo, poniendo los dedos en forma de uve.
—¿Pero eso existe de verdad? —respondí entre risas. 
—¿Bromeas? ¡Esta fue la meca hippy durante el verano del amor! Bueno, ahora no es más que una zona aburguesada, pero los nostálgicos de la época siguen viniendo a la esquina de estas dos calles a robar el letrero del cruce.
—¡No es posible! —Pensé que me estaba tomando el pelo.
—¡Ya lo creo que es cierto!
—¿Y es tan fácil? —pregunté intrigada.
—Digamos que la poli hace la vista gorda. —De pronto me miró con sospecha—. ¿No te estarán entrando ganas de llevártelo, no? 
Ante mi silencio intencionado, puso cara de susto, me cogió del brazo, y me llevó medio en volandas hacia el interior de un edificio de dos plantas y brillante color azul. El piso de la segunda planta tenía un aspecto de lo más confortable. Un salón de estilo colonial de paredes ocres y amplios sillones blancos, con alfombras y cortinas en tonos claros, le daban una luz especial a la habitación. Había plantas repartidas por distintas zonas de la casa, que la hacían aún más acogedora. Me pregunté cómo mantendría las macetas pasando tanto tiempo fuera de la ciudad.
—¡Matt! ¿eres tú?
Ahí estaba la respuesta a mi pregunta. Una voz de mujer salía de una de las habitaciones.
—Has estado muy perdido. ¿Andabas de nuevo de excursión con tu amiga española? 
Él iba a trompicones hacia ella. Pero la voz seguía hablando.
—¡Madre mía! Esa chica te ha sorbido bien el seso, ¿eh? Entre el tiempo que le dedicas y el que pasas hablando de ella, creo que —iba como una locomotora—te estás quedando sin vida propia.
Matt había pasado del blanco al rojo en cuestión de segundos. 
—¡Christine, traigo visita! —acertó a decir.
—¿Eh? —Una cabeza de corta melena negra asomó detrás de la puerta—. ¡Vaya! Tú debes ser Ana, ¿no? 
Me hablaba a mí, pero le miraba a él con ojos de carnero degollado. 
—Ella es Chris, mi compañera de piso. 
—Querrás decir tu inquilina, porque lo que se dice vivir, vivir aquí, no es que vivas mucho. —Se había lanzado a la carga de nuevo.
—Escuchándola hablar entenderás el porqué ―dijo él con ironía.

La chica en cuestión aparentaba tener más o menos su misma edad, era de origen asiático, y no demasiado alta.
—Verás, Ana, te he traído a casa porque quería comentarte algo que hablé con Christine el otro día. ―La chica asintió sonriente—. Ella es quien cuida la casa mientras estoy fuera. Paga una parte del alquiler, y compartimos el apartamento mientras estoy en San Francisco. Había pensado que tal vez te interesaría quedarte aquí mientras estás en la ciudad. Me marcho dentro de unos días y, bueno, mi habitación quedará libre. Prometo hacerte un buen precio. ¿Qué te parece?
Me quedé sorprendida. Eso sí que no me lo esperaba.
—Me parece perfecto —acerté a decir.

A pesar de lo trivial de la situación, sabía que su oferta había sido una solución muy pensada y que había salido a mi rescate como en otras ocasiones. Lo miré con infinita gratitud. 
—Está bastante cerca del trabajo y no tendrás que desplazarte mucho.
¿Acaso tenía que convencerme?
—Gracias… a los dos. 
Entonces caí en la cuenta de algo.
—¿Y qué pasará cuando vengas a San Francisco, si tenemos la casa ocupada?
—Bueno —dijo él riendo—, en ese caso alguna tendrá que apretarse un poco para hacerme sitio. 
Le llovieron los capones.
Los días previos a mi incorporación al trabajo y a la marcha de Matt fueron algo extraños. Tuvo que dejar la ciudad un par de días, que yo aproveché para realizar algunas gestiones y pasearme la ciudad en tranvía. Compré algunos libros en una librería, sorprendentemente antigua, del barrio italiano de North Beach, y disfruté de un café con bollos en una pastelería de la zona en la que estuvimos el primer día que salimos por la ciudad. Pero no había sido lo mismo. Me había acostumbrado a él, o quizás a no estar sola durante tanto tiempo o, lo que era peor, a no pensar demasiado.

Los pensamientos me llevaban a casa una y otra vez. Mantenía una lucha permanente entre la nostalgia y los recuerdos que había dejado en Cádiz. Recuerdos que debía incorporar a mi situación actual cuanto antes, si quería seguir adelante con mi nueva vida. Matt debió notar algo a su regreso, porque estuvo especialmente solícito, y en los momentos en los que los pensamientos me alejaban de allí, se mantenía a una prudente distancia, observándome en silencio. Lo había echado de menos esos dos días. Más de lo que hubiera deseado. 
Aquella mañana, subida en el tranvía que nos llevaba hacia el puerto, lo miraba preguntándome si hubiera sido igual de fácil acostumbrarme a ese lugar sin su compañía. El vehículo llegó al final de su recorrido.
—Ya estamos. —Me tendió la mano para bajar—. Ven, quiero enseñarte algo.
Estábamos en “El muelle del pescador”, a tenor de lo que indicaba la última parada del tranvía. Era temprano, y todavía podían verse algunos barcos entrando en la bahía para descargar la captura de la noche anterior. Multitud de pelícanos flotaban sobre el agua para aprovechar los pescados que habían desechado las embarcaciones anteriores.

Caminamos hasta el final del Pier 39. Algunos turistas se dirigían en nuestra misma dirección. Me preguntaba hacia dónde me llevaba tan decidido. En seguida pude averiguarlo. Unos sonidos graves y estridentes a mi izquierda llamaron mi atención. 
—Bueno, ¿qué te parece? 
Aquello era asombroso. Cientos de leones marinos se agolpaban sobre plataformas flotantes de madera, contoneándose, y subiendo y bajando de uno y otro lado. 
—¿Pero qué hacen ahí? —No salía de mi asombro.
—Tomando el sol. Supongo. 
Lo miré con extrañeza, y me lo encontré a punto de soltar una carcajada. 
—En serio, no tengo ni idea de qué hacen ahí. Llevan así décadas. Me encantaba venir aquí cuando era niño. Creo que les gusta sentirse observados. 
El cuadro que tenía frente a mí me dio qué pensar. Era curioso cómo en unas cuantas millas habíamos pasado de la zona más moderna de la ciudad a la zona más… ¿salvaje? En el trayecto nos habíamos llevado por delante el distrito financiero, Chinatown y el barrio italiano. Era lo que más me gustaba de ese lugar: había sitio para todo el mundo, y todo el mundo parecía tener su lugar allí. Incluso yo.
—Gracias —dije sin pensar. 
—¿Por qué? —Parecía inquieto.
—Por traerme aquí. Por estos días. Por no haberme dejado sola.
Matt se quedó unos instantes en silencio. Parecía contrariado.
—¿Estás bien? —dijo al fin. 
Yo permanecía con la mirada baja.
—Estás muy silenciosa desde que he vuelto. 
—Supongo que me está afectando un poco el periodo de adaptación. 
—¿Te estás acordando de tu gente? 
—Caliente, caliente —pensé—. A medias —dije sin mucho convencimiento. 
—Ana —esperó a que alzara la vista— ¿puedo hacerte una pregunta? 
—Sí. 
—¿A quién has dejado en España, que te tiene así? 
Contuve el aliento unos segundos antes de contestar. 
—Alguien con el que he pasado los últimos siete años, y con quien estaba dispuesta a casarme en unos meses. Alguien que me ha puesto en la situación más difícil de mi vida. 
—¿Que ha sido…? 
—Decidir entre mi carrera y él.
—Entiendo. —Nunca lo había visto tan serio—. ¿Era la única opción?
—No. No lo era, y por eso precisamente tomé la decisión de venirme. Él no estaba dispuesto a esperar un año. Me puso un ultimátum, y tuve que elegir.
Recordé la dureza de las palabras de Juan cuando me pidió que renunciara al trabajo. En realidad nunca sentí que valorara lo que estaba haciendo, aunque guardaba la secreta esperanza de que supiera entender que eso era realmente importante para mí. Pero había sido en vano. 
—He tardado en comprenderlo, pero tal vez salir de esa relación requería poner un océano de por medio. 
Era extraño, pero haber expresado ese pensamiento en voz alta me hacía sentir liberada.
—¿Le echas de menos? –dijo al fin. 
Me quedé pensando un instante. Lo cierto es que se hacía raro estar sola. Me sentía como un niño al que le quitan el chupete después de toda su vida dependiendo de él. Al final, después de una mala noche, descubre que no era para tanto y, sin saber cómo, recupera el control de su existencia como si nada hubiera ocurrido. 

Giré la cabeza hacia la bahía. Mirar el océano cegaba la vista a esa hora de la mañana. Entorné los ojos en un esfuerzo interior por encontrar una respuesta sincera a su pregunta. Una verdad clara y simple se abrió paso entre mis pensamientos. 
—En realidad, no.
El ruido de los turistas que se iban acercando hasta el muelle hacía cada vez más difícil la conversación. Me acerqué a él cuanto puede y me alcé de puntillas para decirle al oído—: Lo cierto es que te he echado más de menos a ti en dos días que he estado sin verte.
Retrocedí, pero, antes de que pudiera dar un paso hacia atrás, él me sujetó por el brazo. Le brillaban los ojos. Con la otra mano me acarició la mejilla y apoyó su frente sobre mi cabeza.
—Ana, yo —parecía dudar—… me marcho mañana.
—Ya lo sé –dije, cogiéndole las manos—. Eran dos semanas.
—Sí. Dos semanas. —Y tiró de mí—. Ven aquí. 
Matt me abrazó. Fue un abrazo cálido y protector. Luego dejó un beso tierno en mi frente. Recordé aquella cita que decía que los tacones los inventó una mujer a la que siempre besaban en la frente.
—Malditos zapatos planos —pensé.
—Vas a estar bien, estoy seguro de ello —dijo, soltándome despacio.
—Supongo que sí. Es fácil acostumbrarse a esta ciudad —dije, tratando de parecer segura—. ¿No irás a desaparecer, verdad? 
—¿Bromeas? —contestó, riendo—. ¡Trabajas con mi madre y vas a vivir en mi casa! No podrías sacarme de tu vida… a menos que tú quisieras, claro.
Yo negué con la cabeza sin decir nada.
—Mira, Ana, ya has dado el primer paso y has llegado hasta aquí. Lo que vayas a hacer con tu vida ahora depende solo de ti. ¿Qué es lo que quieres?
—Quiero sentir que puedo pertenecer a este lugar.
—Te aseguro que ya formas parte de esta ciudad, Ana.
Algo dentro de mí me decía que, de alguna manera, era así.

3 comentarios:

  1. muy bonito, pero la próxima vez avisa al principio de que el texto es un poco largo, por si acaso tenemos prisa o algo. jajajaja.

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  2. Te ha quedado la foto genial para el texto, menuda californiana estás ya hecha :) Nos vemos mañana en las bodas jajaja, imagino que la tendrás ya rematada.

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  3. He tenido o he pasado por ese mismo momento mientras leía una carta recibida desde Italia, en una silla de la sala de embarque, pero sobre todo, vivo esa situación cuando empiezo a escribir, creo tener trazado el mapa, todo parece ya decidido, caminos, destinos, comienzos, pero siempre me sucede que, por mas atento que esté, aparece un momento en que surge algo, un detalle, una melodía, un color, un pensamiento, que aunque parezca débil tiene tal fuerza que cambia la historia y sobre todo se apodera del final, que solo consigo saber cuando llego a el :)

    Y tienes razón, algo hay que hace que sea así.

    Tu jardín es uno de esos caminos en donde las palabras crecen en versos y se extienden en prosa de formas sorprendentes.

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