viernes, 26 de julio de 2019

Vejez




El desierto se antoja infinito cuando no tienes dónde ir. Es una manta dorada que no consigue abrigarme el alma, pero quema la planta de mis pies. Camino para que el agujero de la soledad no me arrastre a su interior, pero la duna es demasiado alta; una lengua amarilla que lame mis recuerdos y los borra sin piedad. Es agotador subir por la nada de mi memoria en dirección al sol. Esa esfera de luz que se inflama al rozarme, y ablanda mis pensamientos como una masa informe de miel. Mil abejas zumban sin cesar, preparadas para devorarlos.
Continúo el ascenso amarrada a mis últimos vestigios: los campos de trigo de mi niñez, el viejo gato romano que ronroneaba en mi regazo para arrastrar la tristeza, estas dos alianzas que hablan de amor y certezas. Solo entonces se suaviza el talud y el suelo se transforma en una playa eterna, huérfana de mar. Es solo un respiro antes de que el corazón me deje sobre la cima de esta montaña.
¿Para qué? El destino le dará la vuelta al reloj de arena de mi tiempo, y cada minúsculo grano volverá a caer sobre mí para terminar enterrándome de nuevo.

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