miércoles, 16 de enero de 2019

Las coordenadas de la sangre

Finalista en el Certamen Internacional Cuentamontes de Cuentos y Relatos de Montaña 2018.


Existen algunas emociones en nuestro interior que permanecen dormidas, hasta que un recuerdo las despierta. A veces, es solo una imagen que ha pasado frente a ti en algún momento de tu vida; otras, es un vestigio latente de nuestro origen, que nos hace emprender un viaje inesperado. Por eso estoy aquí, a los pies de las montañas Gheralta, en la región de Tigray. En Etiopía.
Mi madre suele decir que mi piel es como el ébano, oscura y brillante, igual que la noche en que dejó atrás su tierra. En mi memoria solo hay amaneceres cantábricos de mar espumoso, acunados por el aire del norte. Nunca había conocido ese mundo que aún refleja en sus pupilas, pero me cuenta que un viento cálido empezó a soplar en casa cuando llegaron las preguntas que nunca antes le hice.
Hace unos meses soñé con un sol inmenso y caliente, y escuché el eco de ritmos extraños, que guiaron mis pies hasta el salón. Allí estaba ella, abrazada a su vieja caja de madera. La memoria familiar dormía en el secreto de sus cuatro compartimentos. Por primera vez, descubrí el murmullo del sur en el mapa de nuestra historia, concentrado en la tierra árida; sentí la eternidad, latente en un puñado de semillas; y me perdí en el suave tintineo de una campanilla que acompañaba palabras en su idioma natal. El cuarto hueco no contenía nada. Solo el vacío que deja el hogar cuando no consigues regresar. Supe entonces que era el momento de conocer el lugar que vio nacer a mis padres.
Anudo despacio los cordones de mis botas. Es ya un movimiento tan mecánico que, mientras mis dedos trabajan en la lazada, mis pensamientos se concentran en percibir lo que hay a mi alrededor.
La tierra es seca y amarilla y, de vez en cuando, levanta remolinos de polvo que se pierden entre la escasa vegetación. La aridez del aire reseca mis fosas nasales, tan poco acostumbradas a la falta de humedad, y el silencio solo es interrumpido por el graznido de una rapaz que sobrevuela nuestras cabezas.
Todo es nuevo, y al mismo tiempo me resulta extrañamente familiar. Las mujeres con las que nos hemos cruzado me miran con curiosidad. No las culpo. Debe ser como ver tu propio reflejo en un espejo salido del futuro.
Observo a Ana y a Carmen, a poca distancia, revisando los mosquetones de su arnés. Mis inseparables amigas y compañeras no me han abandonado. Después de infinitas salidas a nuestros montes, no querían dejarme emprender una nueva ruta en soledad. Aunque esta vez el sendero tuviera su inicio a miles de kilómetros de casa. Sin embargo, en la seguridad que me proporciona el escudo de su amistad, sé que han dejado un espacio alrededor de mis emociones. Hoy todas subiremos a lo más alto, pero la búsqueda que impulsará nuestros pasos será diferente para cada una. Los senderos siempre están ahí. Solo esperan al caminante para transformar su manera de mirar el mundo.
Respiro hondo y alzo la mirada para contemplar los redondeados farallones de piedra vertical alzándose en medio de esta llanura. Abuna Yemata Guh. Hacia allí me dirijo.
Después de cuatro días de dura travesía, en la que hemos logrado llegar al pie de las más hermosas estribaciones de estas montañas, toca realizar el último esfuerzo. El grupo ha ido cambiando en cada jornada. También el guía, la cocinera, y el guarda armado que nos ha hecho sentir seguras en la noche y, por momentos, completamente forasteras. Nosotras solo somos porteadoras, como esa mula que ha llevado nuestros víveres.
En ocasiones, los pasos se acompasaban en silencio con el latido del corazón cuando el ascenso era difícil y, en otras, el sonido de nuestras pisadas se mezclaba con el pulso de las aldeas perdidas, y nos dejábamos atrapar por la magia de sus habitantes. Las intensas subidas y bajadas, las vistas desde los acantilados y las extensas llanuras han fortalecido nuestro espíritu aventurero; pero ha sido nuestra última parada, antes de llegar hasta aquí, la que ha ensanchado mis expectativas.
Como si los planetas se hubieran alineado para dar respuesta a tanta inquietud, anoche nos detuvimos en Megab, el pueblo más cercano a las Gheralta, la cuna de mis antepasados, y donde supimos de un acontecimiento que iba a tener lugar al día siguiente. Bautizarían al niño más pequeño del poblado en una ceremonia que dibujó ante mis ojos un relato mil veces contado por mi progenitora.
Siempre me resultó sorprendente que la religión se alimentara de tantas fuentes en este país, pero aún más, que el pasado bebiera en historias que bien hubieran podido ser grabadas en las estrellas. En la región de Tigray, una de las más pobres de Etiopía, las iglesias bizantinas trazan un mapa inusual de rituales cristianos. Dicen que la fe mueve montañas, pero, a cuatro kilómetros de Megab, estas aguardan a sus fieles en Abuna Yemata Guh, el templo más inaccesible del mundo. El lugar donde el alma puede tocar el cielo.
Cuando era niña, me asustaban las tormentas. En los inviernos lluviosos de mi Cantabria natal, mi madre solía distraer mis miedos narrándome historias sobre lugares que parecían inventados. Me contaba que, en la tierra de donde provenía, los bebés de pocos meses eran portados sobre la espalda de sus madres que emprendían un arriesgado viaje hacia un lugar de culto horadado en la roca, a muchos metros de altitud. Pero que, a pesar del temor por el difícil acceso, el aliento de la fe apaciguaba su incertidumbre. Dios mismo velaba la travesía, sujetando con fuerza a quienes deseaban alcanzar su inexpugnable santuario. Yo lo imaginaba como una fortaleza de piedra, y me asombraba al escuchar que mi abuela había recorrido aquel trayecto cargando a su hija con paso seguro para poner su nombre en el libro sagrado. Mi infancia transcurrió nadando en aquella hermosa leyenda. La misma que ahora se materializaba ante mí.
Salimos del pueblo justo antes del amanecer, acompañadas por nuestro guía. Era necesario hacerlo de este modo si queríamos seguir el ritmo del grupo familiar que acompañaba a la joven tigré con su criatura. Había una atmósfera festiva inundando el aire. Se percibía en sus voces y en las sonrisas blancas que se regalaban entre sí. Nos hemos mantenido a una distancia prudente, recorriendo a pie el trayecto que nos separaba de la base montañosa. Los vehículos, preparados para llevar a los turistas, aún no se habían puesto en movimiento. Era demasiado temprano aún.
Por un momento había olvidado que eso es lo que soy. Una extranjera. Me ha resultado curioso comprobar cómo nuestra ropa deportiva está perfectamente diseñada para soportar las condiciones ambientales que nos rodean. Mis botas se han convertido en una segunda piel y los tejidos de cada prenda evaporan este sudor constante que un sol impío provoca en mí. Siempre me jacté de mi experiencia en situaciones físicas extremas, y ahora, observando a estas mujeres, con sus coloridos vestidos y cubiertas por una tela de algodón de un blanco inmaculado, me he dado cuenta de lo frágil que es la maquinaria de nuestro cuerpo cuando se enfrenta a entornos desconocidos. Subir allá arriba con esos ropajes nos hubiera resultado una empresa harto complicada.
Ahora, mientras nos preparamos para nuestra peculiar excursión, no dejo de preguntarme si nuestra presencia incomoda a los invitados a la celebración, pues nos miran de hito en hito. Uno de los hombres de la comitiva se acerca a nuestro cicerone y le comenta algo en voz alta. Una palabra rebota por toda la llanura: kirisitīyani. La he reconocido en las enseñanzas de mi madre y en su intento de conservar nuestras raíces y, aunque siempre fui una terrible alumna para el amárico, su sonido ha encendido una luz en mi cerebro. Me acerco tanteando el terreno, sin atreverme a mirar al desconocido a los ojos, y le muestro la pequeña cruz de oro que cuelga de mi cuello. No es ortodoxa, aunque confío en que eso no importe. «Kirisitīyani», repito señalando a mis amigas. El hombre se ha marchado sin decir nada y regresa entregándome tres trozos de tejido de algodón blanco. Es el momento de subir.
El primer tramo del camino no supone un ascenso complicado, apenas cuarenta y cinco minutos de cuestas que se dibujan desde la misma carretera. El aloe vera que crece en este territorio ha aliviado las quemaduras que el roce del calzado ha ido provocando en mis talones durante las intensas jornadas de estos días. Las heridas, a veces, son inevitables cuando haces del tiempo y de la presión ejercida una tarea demasiado persistente. Igual que una gota horadando una piedra. Desearía poder lanzar las botas bien lejos y sentir el suelo vibrando bajo mis pies. Igual que hacen ellos. Los observo avanzar delante de mí como si apenas tocaran la áspera tierra. Me concentro en sus pasos, y mis pensamientos vuelan imaginando esas mismas pisadas cientos de años atrás, cuando aquel monje decidió excavar la pétrea superficie para albergar la pequeña iglesia. Tras él llegaron miles de peregrinos a través de los siglos buscando la manera de acercarse a Dios y alejarse del mundanal ruido; porque, donde este sendero transitable finaliza, comienza una pared que ha de ser escalada.
Una estela de figuras blancas sobre una roca color canela marca el rumbo a seguir y, desde este ángulo, parece cambiar la perspectiva de los meridianos, como si persiguiera una hilera de cantos rodados en la playa. Tanta verticalidad asusta. Mis compañeras de viaje han anclado el arnés a la línea de vida que desciende pegada al muro, mientras los demás avanzan desafiando la gravedad. Pero solo son ocho metros, y la tentación de vivir esa experiencia primigenia ha calado demasiado hondo en mí. El guía, que se ha quedado a mi lado, en la cola del grupo, ha adivinado que no voy a usar mi dispositivo de seguridad y, en un correcto inglés, me anima a quitarme los zapatos para que mi tarea sea más sencilla.
Ahora entiendo por qué. Al introducir los pies y las manos en las oquedades de la pared que marcan el ascenso, mis plantas descalzas y mis dedos han contagiado seguridad al resto de mi cuerpo, regalándome una estabilidad que me hace perder el miedo. Descubro que el temor a la caída no es una idea que contemplen los hijos del reino de Saba, ni quienes custodiaron el Arca de Alianza. Sin embargo, al observar a aquella madre moviéndose sobre mí con su hijo anudado a la espalda, pienso que son su fe y el deseo de poner a su hijo en manos de Dios los que le dan alas. Una vez, hace mucho tiempo, el corazón de mi abuela también voló sobre estas montañas.
El agudo golpeteo de la piedra sobre el metal se convierte en un melódico tintineo, que resuena más arriba para dar la bienvenida a la comitiva. Hemos vuelto a caminar sobre terreno llano. Desde aquí puedo ver los campos de labranza y los rebaños repartidos por la pedregosa planicie. Ante mis ojos se extienden los mismos paisajes del Antiguo Testamento y algo dentro de mí se estremece. Siempre que contemplo la naturaleza a vista de pájaro, mis sentidos se diluyen con el entorno y mi cuerpo desaparece para formar parte de un todo. Esa es la pequeñez del ser humano y la inmensidad del universo. Hasta la frágil línea que separa la vida de la muerte se percibe en este lugar.
Tengo esa certeza mientras descubro los osarios al aire libre que acompañan este trayecto. El principio y el fin de la existencia confluyen en un mismo punto; soy especialmente consciente de ello cuando llegamos a la cornisa que bordea la montaña. Su anchura es lo bastante segura como para transitar sin peligro, pero el abismo que se abre allá abajo dispara mis pulsaciones. Me concentro en olvidar el vértigo y mantener mi respiración bajo control sin levantar la mirada del suelo y, cuando al fin nos detenemos, la adrenalina dilata mis pupilas para adaptarse a la oscuridad. Escondida en una oquedad de la roca, una visión sublime me atrapa por completo: Abuna Yemata Guh.
El interior de la capilla es de un colorido embriagador. Los arcángeles se elevan por encima de mi cabeza y parecen contar las escenas que se derraman por sus murales. Paredes abigarradas de figuras santas de piel morena. Son los rostros abisinios que hablaban a su gente de la Historia Sagrada. Dentro de la pequeña iglesia se respira una paz inusual.
El sacerdote recibe al nuevo miembro rezando unas plegarias, mientras nosotras, con el cabello y el rostro cubiertos por la tela de algodón, nos mantenemos inmóviles en un rincón de la cueva. Ver el agua caer sobre la cabeza de aquel niño se convierte en una extraña ensoñación. El ritmo de mis latidos se ralentiza, y los recuerdos se pausan mucho tiempo atrás, antes incluso de mi propio nacimiento, al instante en que mi abuela entregaba a su hija a quien iba a protegerla en su vida mortal. Algunos de los asistentes han comenzado el descenso.
Yo aún no me he movido, sobrecogida por la escena. Sigo observando el ritual, intentando memorizar cada detalle. Alguien escribe sobre un gastado libro de piel el nombre del bautizado. Su familia está feliz. Sé que debemos regresar, pero hay una pequeña voz en mi interior que se ha despertado en forma de ruego. Miro a mi alrededor y busco desesperada a nuestro guía. A través de los cánticos que reverberan por todas partes, le murmuro una petición. Él asiente.
El clérigo sostiene en sus manos uno de aquellos tomos llenos de anotaciones. Su expresión es amable. Solo necesita que le diga la fecha que estoy buscando. Ya es hora de volver a casa. Hay caminos que, al desandarlos, parece que los pisaras por primera vez; quizás porque las perspectivas desde donde los abordas es distinta, o puede ser porque las respuestas que has encontrado al alcanzar la meta han cambiado tu manera de entender el mundo.
Yo solo quería ver, escrita sobre el papel, la identidad etíope que mis ancestros escogieron para quien me trajo al mundo tan lejos de su hogar. Ahora comprendo que hay destinos que siempre han estado dibujados en las estrellas. Mi abuela supo cómo llamar a su propia fe.

El nombre de mi madre es Addis Aläm, que significa Nuevo Mundo.


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