jueves, 15 de julio de 2010

Donde caben dos, caben tres

   Donde caben dos, caben tres… Qué bonito eso de apretarse en casa para hacer sitio a la gente que más queremos. Me encantaba el soniquete de esa canción. Hay anuncios pegadizos, y este realmente lo era. Un día se me metió la cancioncilla en la cabeza y llegué a la oficina tarareándola. Al momento todo el mundo estaba coreándome. Y al rato, ya hasta las narices, querían que me callara; pero, claro, lo de la música pegadiza es como un tic, complicado de controlar.

      La letra me recordaba a lo que solía decir mi madre cuando queríamos llevar algún amigo a comer a casa, cosa que hacíamos con frecuencia: —Donde comen dos, comen tres—; supongo que de ese dicho salió el eslogan posterior. Y lo cierto es que era verdad, porque en la cocina de mamá el menú se estiraba como en el milagro de los panes y los peces.

      Al poco tiempo de salir el anuncio, aprendí que existe una diferencia sustancial entre el «comer» y el «caber». Básicamente porque cuando alguien entra a comer a tu casa, por lo general, después de la consabida sobremesa, suele irse por donde ha venido. El problema viene con lo otro, con lo de caber.

      Tenemos un vecinito de la edad de nuestros gemelos, chico simpático y risueño donde los haya, al menos eso era lo que pensaba cuando jugaban todos en el parque; pero, claro, eso suele pasar cuando los niños son de sus papás y, después de un ratito, ¡hala!, cada mochuelo a su olivo. Lo malo es cuando la criatura se instala a piñón, previa invitación de una servidora, ante la dificultad de la vecina de quedarse con él una noche. Aquel día, en un gesto espontáneo, me escuché a mí misma diciendo aquello de: —Sin problema, donde caben dos, caben tres—, incluyendo una minicamita plegable de cincuenta euros. ¡Qué buenos inventos! ¿Eh?

      La cuestión es que, efectivamente, cabían tres más apretaditos, más agitaditos y más endemoniados. Y la cosa no hubiera ido más allá si la vecina de enfrente no se hubiera tomado literalmente mi ofrecimiento, y a aquella noche no le hubieran seguido muchas más. A decir verdad, a veces me daba la sensación de que le estaba haciendo una faena devolviéndole a su niño.

      ¿Qué más puedo contar? Obviamente no había manera posible de que aquello acabara bien. Un buen día se me cruzaron los cables. Mandé la cama plegable al trastero, a mi vecina a la porra, y al felpudo de la puerta a la basura.

      ¿El felpudo? ¡Ah, sí! Me negaba a leer ni un día más aquello de «Bienvenido a la república independiente de mi casa…»

3 comentarios:

  1. Merisuri, no te he dejado sola en el reto ji ji ji ;)
    No me acordaba de este eslogan... fue de los primeros de Ikea no? me acordaba de "En el salón no se juega..." el del felpudo y el último que ha sacado para los miniapartamentos.

    Te ha quedado genial, con esa vecina pesada jajaja ya me contarás si existe o es de tu cosecha... que hay cada una por ahí suelta...

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  2. jajaja.... las historias de vecinas ajenas son de lo más inspiradoras ¿ verdad querida Sara? jajaja... Que te lo digan a tí...

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  3. Jajajajajaja si ves que el mes que viene me repito mucho en el tema... eso es que tengo la inspiración en persona jajajajajaja

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