lunes, 1 de diciembre de 2014

Los secretos del otoño



     Al franquear los gruesos muros de la entrada de aquel umbrío caserón deshabitado, tuve la sensación de penetrar en un lugar detenido en el tiempo. La mayoría de las losetas estaban levantadas, y los escombros se esparcían por doquier. En un apolillado armario aún quedaban algunos trajes de hombre bastante antiguos. No había ropa de mujer; por eso me llamó la atención encontrar, en medio de la estancia, un viejo zapato de charol blanco con una peculiar lazada de pedrería en la punta.
En el Ayuntamiento me dijeron que el propietario de la casa, hacía más de setenta años, había sido un médico holandés afincado en el pueblo. La inquietud que me embargaba no la provocaba el lamentable estado de abandono del edificio, sino el viejo cuaderno de hojas apergaminadas que apretaba contra mí, y que la abuela había puesto en mis manos poco antes de fallecer. Me sentía como una profanadora de templos. Quizás mi única misión era custodiar ese diario, y no volver a abrir heridas del pasado, ya cerradas.
Nunca había visto morir a nadie. Deseé que ella se hubiera ido en paz. Volver al pueblo materno después de dos lustros me devolvió los recuerdos que ya tenía abandonados en mi memoria. Cuando la anciana pidió que nos dejaran a solas, me encontré de golpe contemplando en sus ojos los momentos más felices de mi niñez; supe que entre nosotras aún se mantenía el vínculo que se había forjado al amparo de su falda. Con dedos temblorosos, me indicó el rincón del escritorio donde guardaba su mayor secreto y, antes de que pudiera entregárselo, se llevó el índice hasta los labios, pidiéndome silencio. El diario era para mí.
Contaban que mi abuelo fue un ilustre militar. Murió antes de que yo naciera. Había llegado allí destinado desde el norte durante la guerra, y quedó prendado de una de las señoritas de más rancio abolengo de la comarca. Se casaron pocos meses después. Había oído decir que era un hombre severo y poco acostumbrado a los favores, pero que había conseguido sacar del pueblo a toda su familia política, antes de que este fuera asaltado por el bando enemigo. Vivieron en la capital durante un año, la primera y única vez que la abuela salió de su tierra; y, cuando regresaron, mamá ya venía con ellos.
A veces cuesta asimilar que alguien como ella, con casi un siglo de experiencias mil veces narradas, y modelo de una vida recta, propia de su posición, pudiera revelarse como una completa desconocida. Las palabras que se desprendieron de aquellas páginas fueron un descubrimiento, y una razón lo bastante poderosa como para hacer que retrasara mi vuelta a la ciudad. 
Dos días después del entierro, como parte de una tradición lúgubre y anacrónica, algunos parientes rondaban aún la casa, haciendo más doloroso el duelo. Intentando aislarse de la incómoda compañía, mi madre permanecía acurrucada en un sillón, contemplando viejos álbumes familiares. Me senté junto a ella, dispuesta a acompañarla en sus recuerdos. Vetustos retratos en sepia mostraban imágenes que se antojaban irreales: el abuelo  de uniforme, la abuela con sus hermanas menores, y la foto de su boda. Aparecía con un vestido de chantilly y unos delicados zapatos de charol blanco; los reconocí en seguida.
Una verdad apabullante afloraba desde el pasado a toda velocidad: la abuela había tenido un amante. Un hombre que debió marcar su vida profundamente para que ella deseara conservar por escrito su vivencia, y cuya última pista acababa justo en aquella casa con suelo de mosaicos blancos y azules. No había nombres, solo una historia de amor y la dirección de aquella casa anotada en la última hoja junto a una fecha: la del día en que se vio obligada a marchar del pueblo. Abracé a mamá y sondeé su pasado en busca de mis propias respuestas. Cuando le pregunté por la noche en que huyeron sus padres, ella me contó lo que sabía por boca de una de sus tías.
Esa tarde, ante el peligro inminente, debían coger el coche y salir a toda prisa. Habían estado buscando a su madre por todas partes sin dar con su paradero, hasta que, finalmente, el abuelo apareció con ella, con el rostro desencajado por la preocupación. Contaban que apareció descalza, y que lloró durante todo el camino hasta la ciudad. Cerré los ojos, e intenté imaginar de dónde venían y cómo fueron esos momentos tan dramáticos. Cómo el miedo de aquel día se debió macerar con el dolor de la traición consumada y de la incertidumbre de lo que estaría por venir. A pesar de todo, no dejaba de preguntarme por qué ella no luchó por aquel amor.
Mi última noche en el pueblo, el sueño volvió a llevarme bajo el castaño junto a los muros del cementerio, donde solíamos sentarnos a merendar cada tarde la abuela y yo. En otoño me llenaba los bolsillos de castañas y jugaba a meterlas en los agujeros de la pared. Ella siempre decía que al abuelo le gustaban a rabiar, y que él vendría a recogerlas.
Cuando al amanecer compartí con mi madre el recuerdo de mi infancia, me miró extrañada. No tanto porque nunca le había contado dónde terminaban nuestros paseos vespertinos, como por el hecho de que su padre hubiese sido alérgico a los frutos secos, y que su enterramiento hubiera tenido lugar en su tierra natal, respetando su voluntad.
Han pasado casi cinco años desde la muerte de la abuela, y ahora acudo cada otoño al pueblo para dejarle flores. Nunca olvido acercarme hasta el muro del cementerio para dejar algunas castañas en los agujeros que aún quedan en él; orificios que dejaron las balas cuando los asaltantes fusilaron al cura y al médico del pueblo, que, cumpliendo el sagrado juramento hipocrático, decidió quedarse con sus enfermos.
Una fecha que quedó grabada en mi memoria, en el diario de su amante y, aún sin saberlo ella, en el color celeste de los ojos de mi madre.

1 comentario:

  1. Historia a la vez con dureza y llena de ternura, ingredientes que has sabido combinar con habilidad y con tu admirable dominio del léxico, para cocinar este sabroso plato. No cabe más que una larga ovación final para la chef.

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